domingo, 16 de enero de 2022

Cuando la anomia es ley

 Vida cotidiana. Un ejemplo de complicidad es la expansión de la venta callejera.

Por Sergio Sinay (*)

El incumplimiento de las normas, reglas y leyes dentro de una sociedad no es patológico de por sí. Incluso esa misma inobservancia ratifica, cuando es oportuna y debidamente sancionada, la existencia de tales normas que, en definitiva, son acuerdos de convivencia. Esos acuerdos hacen posible la existencia de las sociedades humanas e impiden su autodestrucción. 

Siempre habrá, no obstante, quienes transgredan el pacto, pero la anomia social sobreviene, y la comunidad misma está en riesgo de disolución, cuando el porcentaje de transgresores se convierte en una masa crítica. Entonces también el destino de cada individuo queda a la deriva.

Considerado, junto a Karl Marx y Max Weber, uno de los padres de la sociología moderna, el filósofo francés Emile Durkheim (1858-1917) instaló a través de estos conceptos la categoría de anomia. Lo hizo en su libro La división del trabajo en la sociedad, de 1893. Según Durkheim, quien en 1895 convirtió la sociología en ciencia académica en la Universidad de Burdeos, hay también una anomia individual, aquella en la que el individuo pierde el rumbo de su propio comportamiento e, incapaz de soportar el peso de las normas, mandatos y expectativas sociales, puede terminar en el suicidio. En tanto más difíciles son los tiempos en una sociedad (debido a crisis económicas, cambios de paradigmas y apagones morales que pulverizan los valores acordados), más se dan estos casos.

Si la anomia social se extiende a modo de pandemia y termina por establecerse como endemia empieza a prevalecer la ley del más fuerte. Y si los que primero desertan del cumplimiento del contrato social son los gobernantes, los funcionarios, los aspirantes al gobierno, la Justicia y las fuerzas de seguridad, el ciudadano queda indefenso y a la intemperie. Como autoprotección disfuncional él mismo se hará anómico y la sociedad en su conjunto quedará bajo el imperio de la ley de la selva.

Preocupantes síntomas de todo esto atraviesan el país en general y se sufren de modo específico en la ciudad de Buenos Aires. Por ejemplo, el Campo Argentino de Polo y el Hipódromo de Palermo se convirtieron en fuentes de torturante contaminación sonora, producto de recitales (es difícil encontrar la relación entre el polo y un recital) y de emisiones de música a decibeles fuera de la ley que desde hace largo tiempo impiden el sueño, el descanso y desquician a vecinos de amplias zonas circundantes. Las presentaciones de estos ante las autoridades fueron una y otra vez ignoradas, lo cual parece haber alentado a seguir el ejemplo a otros contaminadores (o más precisamente agresores) sonoros en otros puntos de la ciudad. Se pueden agregar numerosas pruebas de complicidad anómica entre infractores, autoridades y Justicia en hechos de la vida cotidiana, como la extendida y ya naturalizada infracción a los límites de velocidad y a las luces rojas de los semáforos, casi siempre impunes, la ocupación abusiva de las veredas y los espacios peatonales por parte de ciclistas, motociclistas o quienquiera disponer de esos espacios con mesas, sillas, sombrillas o parlantes, la expansión de la venta callejera que, como una metástasis, va ganando nuevas zonas en perjuicio de quienes tienen locales comerciales, pagan impuestos asfixiantes y solo reciben a cambio indiferencia y desprotección (disimulada de tanto en tanto por una perezosa erradicación de esos infractores, que regresan de inmediato en obvia connivencia con quienes deberían alejarlos). Si quienes gestionan (palabra que les encanta) la Ciudad aspiran a gestionar el país, apetencia que demuestran, y este modelo de gestión urbana es el que llevarán a nivel nacional, poco o nada podría esperar el ciudadano indefenso en un país en el que la corrupción moral y la económica marchan juntas, y donde la anomia de arriba estimula la de abajo. Como escribió Durkheim: “Un Estado sin normas hace inestables las relaciones del grupo, impidiendo así su cordial integración”. Describía, sin saberlo, a la Argentina de hoy.

(*) Escritor y periodista

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