Por Manuel Vicent |
Un domingo de mayo, en un tiempo ya lejano, fui invitado por un amigo de la alta sociedad al Club Puerta de Hierro, sin duda el más exclusivo de Madrid nutrido por ejemplares de gran alcurnia, banqueros, aristócratas, diplomáticos, con sus crías respectivas. El club está situado en un cerro desde cuya altura privilegiada pude observar que el propio paisaje dividía las distintas clases sociales. En la vaguada a los pies de ese nido bullía el rumor del parque sindical con su desmesurada piscina donde chapoteaban centenares de obreros.
Desde la terraza del bar se veía la cuesta de las Perdices atascada de coches de la clase media que se dirigían a la sierra con la suegra, los niños y la tortilla de patatas.
Al otro lado de la autopista aparecía el Club de Campo asiento de la burguesía compuesta por ejecutivos, empresarios y profesionales de gran nivel, pero no el suficiente como para alcanzar la cumbre donde yo era un intruso invitado.
Aquella mañana en una mesa de la terraza tomaban el aperitivo unas chicas de pátina dorada y hablar gangoso vestidas aun con el equipo de montar. Despedían un ligero perfume a sudor de caballo después de haber cabalgado por los umbrosos sotos del cerro, verde esmeralda. Una de ellas decía: “Los aristócratas servimos de alimento a la gente común para que se esfuerce en ser como nosotros. Esa es nuestra labor social”. Antiguamente la nobleza, la milicia y el clero eran estamentos que se regían por códigos propios del honor y la ejemplaridad y a través de ellos se vinculaban con la sociedad.
Tenía razón aquella chica dorada, porque hoy a muchos monarcas, aristócratas y vástagos de las casas reales los medios los han convertido en carne picada para sustento de aquellos que chapoteaban en la piscina del parque sindical o iban por la autopista a la sierra en caravana. Con su honor ahora se hacen hamburguesas de buen tamaño.
© El País (España)
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