El domingo 30 de enero de 1972, hace medio siglo, ocurrió una matanza desatada por tropas británicas en Irlanda del Norte que pasó a la historia como “Bloody Sunday”. |
Por Alberto Amato
A Kevin McElhinney, que tenía diecisiete años, lo mataron por la espalda, mientras se arrastraba y buscaba refugio. La bala entró por el glúteo izquierdo y salió por la parte izquierda del pecho. Michael Kelly, que también tenía diecisiete años, murió de un balazo en el estómago en una barricada vecina al complejo conocido como “Pisos de Rossville”. John Pius Young, también de diecisiete años, murió de un balazo en la cabeza junto a una barricada. Los tres chicos estaban desarmados.
William Noel Nash, de diecinueve años, corrió en ayuda de uno de los heridos y murió de un balazo en el pecho, en plena calle. Gerald Donaghy, de diecisiete años, fue herido de un balazo en el estómago mientras corría a buscar refugio. Murió poco después. Gerald McKinney, de treinta y cuatro años, corría detrás de Donaghy y, cuando lo vio caer ensangrentado, se detuvo, se dio vuelta y gritó a las tropas británicas: “¡No disparen! ¡No disparen!”. En ese momento recibió un balazo en el pecho y murió casi enseguida. Michael McDaid, de veinte años, fue herido de bala en la cara cuando se alejaba de los paracaidistas británicos. La bala que lo mató entró por la mejilla izquierda y salió por la parte superior derecha de la espalda, lo que sugiere un disparo preciso, hecho desde lo alto, desde las posiciones que ocupaban las tropas británicas, en las murallas de la ciudad.
Patrick Doherty, de treinta y un años, fue baleado en la espalda cuando buscaba refugio de la tempestad de balas que llovían sobre los manifestantes. Bernard McGuigan, de cuarenta y un años, que había logrado refugiarse en la esquina de los “Pisos Rossville”, salió a la calle con un pañuelo blanco en la mano y trató de llegar hasta Doherty: recibió un balazo en la cabeza. Murieron los dos. James Joseph Wray, de veintidós años fue herido en la espalda y pidió ayuda desesperado porque, gritó, no podía mover las piernas: fue rematado por disparos hechos a corta distancia. Uno de los testigos de su muerte, un sacerdote de apellido O’Keefe, dijo que el chico no estaba armado. Tampoco estaba armado John Johnston, de 59 años, que recibió un balazo en la pierna y murió cuatro meses y medio más tarde: Johnston ni siquiera participaba de la marcha, iba de camino a la casa de un amigo cuando quedó en medio del tiroteo.
Así se contaron catorce muertes el domingo 30 de enero de 1972, hace medio siglo, en una matanza desatada por tropas británicas en Irlanda del Norte que pasó a la historia como “Bloody Sunday - Domingo sangriento”, y que marcó un punto de no retorno en el sangriento y legendario conflicto entre católicos, protestantes, nacionalistas y gobiernos del Reino Unido.
La matanza hizo visible un conflicto que era casi ajeno al mundo y dio alas de alguna manera al IRA (Irish Republican Army – Ejército Republicano Irlandés), que hasta entonces era víctima de ciertas burlas debido a su supuesta ineficacia: lo llamaban “I Ran Away” (Yo escapé). El IRA, y sus diversas facciones, impulsaba entonces, y luchaba con las armas en la mano, un estado soberano en Irlanda, que comprendiera a la isla entera, independiente del Reino Unido. La parte norte de Irlanda, sin embargo, tenía sus propios dramas entre sus habitantes católicos y protestantes, entre republicanos y unionistas, en los que no eran raras las muertes de uno y otro bando provocadas por los fanáticos, por las tropas británicas o por la policía del Úlster, que era el escenario del conflicto.
El Úlster es una de las provincias históricas de Irlanda, con nueve condados: seis de ellos conforman Irlanda del Norte, parte del Reino Unido, con una población de un millón ochocientos mil habitantes en 2011. Los otros tres condados son hoy la República de Irlanda, con trescientos mil habitantes. Toda la provincia tiene un porcentaje parecido, altísimo, de protestantes y católicos, en conflicto por lo menos desde mediados de 1600.
La Asociación por los derechos Civiles de Irlanda del Norte (NICRA), que bregaba por la discriminación contra los católicos, había convocado a una marcha pacífica para el 30 de enero de 1972, a sabiendas de que lo de pacífico estaba sólo en el enunciado y, acaso, en la esperanza. El Úlster era un polvorín.
A principios de ese año, el ejército británico había tomado el control de la ciudad de Londonderry, que mira hacia el Atlántico y a la que los católicos llamaron siempre y llaman aún Derry, a secas, porque así se llamó antes de que sus tierras se convirtieran en propiedad de la ciudad de Londres en el siglo XVII: ya en los mapas de 1613 Derry aparece como Londonderry, y fueron los londinenses quienes alzaron entonces las murallas de la ciudad, desde donde partieron los balazos que mataron a McDaid trescientos sesenta años después.
La ciudad tiene sus barrios católicos y protestantes y había sido escenario, en 1969, de la llamada “Batalla del Bogside”, un sangriento combate callejero desatado por los católicos nacionalistas que intentaron impedir una marcha de los protestantes “Apprentice Boys of Derry”, y que los enfrentó durante cuatro días a la Royal Ulster Constabulary (RUC), una especie de gendarmería real del Úlster.
Con Londonderry en poder del ejército británico que, en teoría, sería el encargado de ordenar ese caos, los jóvenes católicos se reunían en el “Aggro corner” (La esquina de los enojados), para agredir a las tropas de su Majestad: les tiraban con lo que tenían a mano, y tenían mucho a mano, como hierros, piedras, bombas molotov, bombas de clavos.
Como una irónica paradoja, los soldados británicos (se supone que allí todos eran británicos) que llamaban vándalos a sus adversarios callejeros, se guarecían de la pedrea y las molotov en las barricadas levantadas por el IRA, que pretendía la unificación de todos los condados del Úlster a la República de Irlanda.
En Londres, sin embargo, el entonces primer ministro Ted Heath había prometido imponer en Londonderry “la ley de su Majestad” y desalojar el aggro corner de vándalos, proscriptos y forajidos.
Heath tomó dos decisiones a priori de cuidado y a posteriori desastrosas: prohibió la marcha del 30 de enero organizada por NICRA y envió a Londonderry a un batallón de paracaidistas, armados con fusiles calibre 7,62 de alto impacto: disparaban balas capaces de perforar una placa de hierro. Los paracaidistas nunca habían sido utilizados para contener o reprimir manifestaciones públicas. Y, un dato no menos importante, la manifestación organizada por NICRA no tenía relación alguna con el aggro corner o con sus vándalos jóvenes alborotadores.
Por el contrario, lo que la Asociación por los Derechos Civiles de Irlanda del Norte quería, era protestar contra las represivas “normas especiales” instrumentadas por el gobierno unionista, que coartaban las más elementales leyes civiles: preveían la “internación”, un eufemismo para no aludir a la detención, que permitía a las autoridades a encarcelar a una persona sin proceso y por tiempo indeterminado. De hecho, ya existían centenares de irlandeses encarcelados bajo esa ilimitada figura legal.
De todas formas, la manifestación estaba prohibida no sólo por Londres, sino también por el gobierno de Irlanda del Norte. Como gesto, acaso de buena voluntad, los organizadores decidieron no salir de los límites del barrio del Bogside, para no desafiar a los paracaidistas que rodeaban la zona. No pudo ser. Un grupo de manifestantes se apartó del ojo de la marcha, para apedrear a los paracaidistas. Hubo una represión inicial con gas y balas de goma y con agua lanzada a presión. Pero de pronto, las tropas salieron de detrás de las barricadas y empezaron a disparar sus fusiles contra la multitud. En menos de media hora quedaban tendidos en las calles catorce muertos y más de trescientos heridos.
Si bien aquel era un mundo que se asomaba a la violencia, que fue el sello distintivo de los años 70, ese tipo de acción militar era casi ajeno a la Europa de la Guerra Fría. Las fotos que llegaron al mundo entero, que eran tremendas, despertaron una conciencia internacional sobre el drama irlandés, áspero, complejo, perturbador. Tras la matanza del Bloody Sunday, ni Gran Bretaña, ni Irlanda, ni el IRA, ni el conflicto fueron vistos con los mismos ojos.
El gobierno británico intentó tapar lo que era imposible de ocultar, para achicar el daño que la matanza provocaría en su imagen y en la de sus gobernantes. Se nombró una especie de comisión investigadora, encargada de elaborar un informe “definitivo”, encabezada por la máxima autoridad judicial de la época, Lord John Widgery.
El informe Widgery que se presentó el 18 de abril, tres meses después de la matanza, es, en síntesis, un pulcro y minucioso disparate. Afirma que no habría habido muertes ese domingo, ni Bloody Sunday posible, “(…) si quienes organizaron la protesta no hubieran creado una situación peligrosa (…)”. El ministro de Defensa del reino, afirmó que los soldados habían disparado en defensa propia, aunque el Informe Widgery afirmaba que ninguno de los heridos, ni ninguno de los catorce muertos, estaban armados. Señalaba, en cambio, que cinco de los muertos habían sido asesinados por la espalda. Casi no era posible imaginar cómo aquellos manifestantes habían provocado la “situación peligrosa”, que el informe citaba para justificar la matanza.
De todas formas, Lord Widgery sostuvo una íntima convicción: eximió a las fuerzas militares de cualquier responsabilidad porque, según su particular opinión, no existía razón alguna para “suponer que los soldados habrían abierto fuego, si primero no les hubieran disparado”. Y agregaba, una finta exquisita, que si bien debía admitir “que la cantidad de disparos hechos por algunos soldados rozaron lo imprudente”, su particular entrenamiento los convertía en “hombres agresivos y rápidos en sus decisiones”, que habían actuado como lo habían hecho porque entendían que eran sus órdenes a cumplir.
Ningún militar fue acusado nunca por la matanza. Hubo sólo un enigmático soldado conocido como “F”, señalado como responsable de dos asesinatos. Pero nunca fue llamado a declarar ni juzgado. Recién en 1998, veintiséis años después de los hechos, el entonces primer ministro británico Tony Blair encaró, y exigió, una “nueva investigación judicial completa”.
El 15 de junio de 2010, el recién electo primer ministro David Cameron reveló el resultado de la investigación: los muertos no portaban armas y quienes dispararon aquel “Bloody Sunday” habían sido sólo las tropas británicas.
Dijo Cameron: “Algunos miembros de las Fuerzas Armadas actuaron mal. El Gobierno es el responsable último de las Fuerzas Armadas. Y por eso, en nombre del Gobierno -y desde luego en nombre del país- estoy profundamente consternado [...] Ninguna de las víctimas planteaba una amenaza de causar la muerte o heridas graves o estaba haciendo algo que desde ningún punto de vista justificara que se disparara contra ellos”.
Dos días después de la masacre, Paul McCartney compuso y grabó, junto a su mujer, Linda, Give Ireland to the Irish. El ex Beatle quería que ese tema fuese el primer simple de su nueva banda musical. El sello grabador, EMI, se opuso a editarla, pero cedió luego a la exigencia de McCartney.
En diciembre de 1973, el grupo Black Sabbath grabó Sabbat Bloody Sabbat para su álbum que fue un clásico del heavy metal. La banda irlandesa de rock U2 grabó en 1983 Sunday Bloody Sunday, para su álbum War.
También el cine se ocupó de la masacre del Domingo Sangriento. El director Paul Greengrass filmó Bloody Sunday, basado en el libro Eyewitness Bloody Sunday de Don Mullan, escrito en 1997. Mullan que nació en Derry, tenía quince años aquel domingo de enero de 1972. Su libro fue fundamental para que Tony Blair decidiera romper dos décadas y media de anomia judicial y de protección a las fuerzas militares británicas.
Pero las guitarras de nada valen frente a los fusiles. En julio del año pasado, la fiscalía de Irlanda del Norte retiró todos los cargos que quedaban pendientes por la matanza del Bloody Sunday. Las familias de los muertos repudiaron esa medida, que cerraba con un candado perpetuo toda posibilidad de investigar y castigar, aquellos crímenes.
El gran beneficiado era el enigmático soldado “F”, que estaba procesado por el asesinato de dos de los catorce muertos aquella tarde: James Wray, el muchacho de veintidós años, herido, que no podía mover las piernas y a quien remataron desde corta distancia, y Gerald McKinney, que cuando vio caer delante de él a Gerald Donaghy, se dio vuelta, gritó “¡No disparen!” y recibió un balazo en el pecho.
El fiscal tuvo en cuenta una somera revisión de las antiguas pruebas del caso y, en especial, la sentencia de un tribunal de Belfast que en mayo había absuelto a dos veteranos paracaidistas, acusados de asesinar a un miembro del IRA en 1972.
Después, Stephen Herron, el cuestionado fiscal, expresó una de esas fórmulas de cassette, que ni siquiera están dictadas por la conciencia, sino por el deber ser, y tienen ese tufo a formulario perfecto de la corrección judicial. Harron concedió: “Reconozco que estas decisiones refuerzan el dolor de las familias de las víctimas, que han buscado incansablemente justicia durante casi cincuenta años y han sufrido muchos reveses”.
Y no dijo nada más.
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