Por Javier Marías |
He tardado meses en leer un libro en francés de 450 páginas. El problema no era el francés, que leo desde muy joven, ni la extensión, ni que me aburriera. No era una novela, ni un ensayo, y la autora no había escrito una línea. Se trataba de los recuerdos orales, ordenados con gran talento por el periodista Georges Belmont en 1973, de alguien que no fue “importante”: la criada, ama de llaves, gobernanta o como quieran llamarla que estuvo al servicio de Marcel Proust durante sus últimos nueve o diez años y que pasó a ser su mayor confidente, su mejor amiga y sin duda quien más lo quería.
Se llamaba Céleste Albaret, y si la lectura se me ha prolongado tanto ha sido porque me sentía tan a gusto en las casas que los dos habitaron, en su época y en su compañía, que no deseaba que Monsieur Proust se me terminara y perderlos de vista para siempre. Ahora sí, he cerrado el volumen, y veo que Rosa Montero escribió sobre él en EPS hace años, con motivo de su publicación en español, a cargo de la editorial Capitán Swing, si no me equivoco.
Céleste Albaret fue contratada por Proust cuando ella era una chica de campo muy lista que estaba a punto de casarse con el taxista que le hacía de chófer al escritor, Odilon. No explica mucho de su matrimonio, pero lo cierto es que acabó viviendo en casa de Proust, acomodada sin queja a sus horarios disparatados. Como es sabido, Proust vivía de noche y dormía —poco— por la mañana. O trabajaba infatigablemente en casa, o salía tarde a cenas, fiestas o soirées, o recibía una visita, también a las tantas. Después, solía llamar a Céleste para contarle con todo detalle cómo le había ido, cómo iban vestidas las damas, las tonterías que habían soltado ellas o los varones, quiénes lo habían adulado o desdeñado, así hasta que amanecía. Céleste no lo escuchaba harta ni bostezante, sino totalmente hechizada. Pese a los antojos del escritor, pese a sus desconsideraciones “inocentes”, le profesaba una adoración absoluta porque siempre era amable, gracioso, educadísimo y sonriente. Tras la muerte de Proust en 1922, se mantuvo callada durante 50 años, y, cuando ya era una anciana de 82, accedió a verse con Belmont para grabar 70 horas de conversaciones a lo largo de cinco meses. Se habían acumulado tantas falacias, inexactitudes, exageraciones, venenosidades y fábulas sobre el novelista, que quiso salir al paso de todas ellas. El resultado es admirable, por la precisión de sus recuerdos, su honradez y la falta de engreimiento de quien más cerca estuvo de Proust, tuvo la primera noticia de que En busca del tiempo perdido había encontrado la palabra “Fin”, había sido la máxima depositaria de su confianza y su afecto y ayudó decisivamente a que existiera esa obra maestra.
Hay pocos testimonios de la curiosa y a veces profunda amistad que se establece entre empleador y empleada, o entre “señor y criada”, y este es único desde luego. Proust era maniático, caprichoso, ordenado en sus hábitos. Pero le daban arranques de impaciencia, y era capaz de enviar a Céleste, a las dos de la madrugada, a entregar en mano una carta para un músico que lo había deslumbrado (obligando, de paso, a éste a salir de la cama en pijama), o a buscar alguna delicia gastronómica en los hoteles que no cerraban nunca. Esto último era infrecuente, dado que, de hecho, apenas se alimentaba. En toda una jornada tomaba un café con leche y un croissant o dos, para desesperación de Céleste, la cual, sin embargo, lo respetaba tanto que no se atrevía a darle la lata ni a contravenir sus deseos. A lo largo de Monsieur Proust se asiste a la consolidación de la delicada amistad entre uno de los más grandes novelistas de la historia, asmático y de salud siempre frágil, y la muchacha ingenua que jamás dejó de serlo (ni ingenua ni del todo muchacha).
A través de las respetuosas palabras de ella uno ve esa relación cotidiana que resulta emocionante. Ella lo cuidó en su no larga agonía y lo consoló en su pena: “Mi pobre Céleste, ¿qué me pasa, si ya no me puedo bastar a mí mismo?” O cuando, cercano el final, creyó ver a una “mujer gorda y vestida de negro, horrible” en el dormitorio, y se puso a recoger los periódicos de encima de la cama, lo cual llevó a Céleste a recordar que en su pueblo los campesinos decían: “Los moribundos recogen, con los dedos”; y fue entonces cuando perdió la esperanza que había mantenido contra todo pronóstico y diagnóstico. Y, una vez fallecido su compañero de noches y días, el desinterés y la dignidad de Céleste quedaron de manifiesto: cuando ya se vaciaba la casa, al cabo de unos meses, el Doctor Robert Proust, hermano, le preguntó si tenía idea de qué habría querido dejarle Marcel, porque eso él lo respetaría. “Nada, señor. Gracias. Y yo nada quiero”. Más tarde, dos amistades del finado, Mme Straus y el banquero Finaly, expresaron su voluntad de ayudarla y le preguntaron qué podían hacer por ella. “Nada”, les contestó asimismo Céleste, y les dio infinitas gracias. Luego guardó silencio público durante 50 años y luego por fin habló largo y tendido, cuando ya era vieja, y memoriosa como suelen serlo las personas leales. Lo que contó está en este libro del que he evitado despedirme, hasta hacérmelo durar varios meses.
© El País Semanal
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