Por Pablo Mendelevich |
Tanto hablar de la desconexión de los Fernández con la sociedad y resulta que el radicalismo, reservorio republicano, modelo de organicidad con experiencia más que centenaria, de repente ventila que sufre un trastorno del mismo tenor. Sus dirigentes no parecen advertir el pésimo impacto social de la acalorada pelea interna que desataron, una pelea por nada en un país sumido en la desesperanza, agobiado por problemas graves, donde, además, la unidad es un valor aritmético supremo. De la unidad de las coaliciones depende que una se imponga o no sobre la otra.
Los Fernández habían alcanzado un pico de desatino dos días después de perder estrepitosamente las PASO, cuando en un absoluto desprecio por su responsabilidad institucional, clásico vicio peronista, involucraron a la nación toda en las disputas públicas, estrafalarias, de su fórmula malavenida.
Los radicales no hacen del Estado un ring debido a que están en la oposición. En teoría pueden pelearse y dividirse todo lo que quieran, será siempre un asunto político, no institucional. El problema es que después de haber sido los usuarios ejemplares de las PASO como si hubieran dado una clase de instrucción cívica, después de emerger victoriosos de las elecciones legislativas, se posicionaron entusiastas, acaso eufóricos, para volver a conducir los destinos del país, acabar con el kirchnerismo inescrupuloso, reponer alguna sensatez en el manejo de la cosa pública. Tan envalentonados emergieron de las elecciones duplicadas que tenían pensado apalancarse en las credenciales democráticas para sacar pecho frente al PRO, de cuya preeminencia en Cambiemos se venían quejando desde que –decían- sólo se enteraban por los diarios de algunas decisiones del presidente Macri, su socio.
Cierta decepción para buena parte de la sociedad, incluidos probablemente muchos simpatizantes del radicalismo, es, pues, lo primero que produce la división del bloque de diputados más grande de la oposición. Algo que está ligado con los motivos vacuos de la disputa y con la orfandad de liderazgo partidario que la época trae.
Los motivos, según surge de las cosas que se dijeron las partes, carecen de hondura ideológica. Nutrido desde el siglo XIX de corrientes krausistas, liberales, nacionalistas, desarrollistas y socialdemócratas, integrante de la Internacional Socialista, el radicalismo tiene vasta experiencia en enfrentamientos ideológicos: Yrigoyen-Alvear, UCRP-UCRI, Balbín-Alfonsín, Alfonsín-De la Rua. Varios desembocaron en fracturas y escisiones (no es necesario recordar que uno de sus dos socios actuales, la Coalición Cívica, es un desprendimiento del tronco radical). Pero se hace difícil reconocer en esta disputa extrema por un cargo (la presidencia del bloque de la Cámara baja) una confrontación basada en ideas o en el contraste de modelos de soluciones para el país. Nadie nombró en este griterío la pobreza, la inflación, el FMI, el desarrollo energético, el lugar de la Argentina en el mundo.
“No estamos de acuerdo con que se repitan las mismas vocerías”, dice el sector disconforme. ¿Problema de vocerías? Es como si en medio de un huracán alguien llama de urgencia al electricista porque no le funciona bien el timbre. La palabra vocería, poco habitual fuera del campo de la comunicación, quizás elude hablar de liderazgos parlamentarios, lo que le subiría el precio a Mario Negri, a quien se busca desplazar. Los retadores, con Martín Lousteau a la cabeza, se titulan renovadores, otra cuestión lexicográfica significativa. Desde el amanecer de la democracia, después del ascenso del líder de Renovación y Cambio Raúl Alfonsín (Balbín había fallecido en 1981), a la idea de renovación radical le quedó para siempre un eco virtuoso. Pero al no haber ahora en juego ideas pasibles de ser enlistadas, esta renovación loustoniana sería apenas de orden biológico. Negri, que lleva seis períodos como presidente del bloque, tiene 67 años y Rodrigo de Loredo, rival cordobés, aguerrido cuestionador, tiene 41, mientras que Emiliano Yacobitti, quien pretendía reemplazar a Negri, 45.
Aquel impetuoso economista que llegó a ministro de Economía de Cristina Kirchner en 2007 con 37 años, Martín Lousteau, ya no es tan joven. Ahora tiene 50. Pero su grupo sostiene que hace falta un cambio de caras y de nombres, que se necesita despachar a “la vieja guardia”, que eso fue lo que votó la gente.
Sin embargo, quien más sobresalió este año como novedad en el radicalismo (y en la política, donde compartió el podio nacional con Javier Milei), es Facundo Manes, quintaesencia de la cara nueva, que con casi el 40 por ciento de los votos en la interna interpartidaria contra Diego Santilli fue el gran artífice de la recuperación de la autoestima del partido. Pues bien, Manes, hoy preservado en la retaguardia, no es secesionista, está con Negri.
La versión biológica realza el concepto del casting electoral: las viejas caras obturarían el afloramiento de caras nuevas, supuestamente captavotos. ¿No habrá sido Manes algo más que una cautivante foto facial? ¿No necesita la UCR algo más que caras lozanas para postularse a la difícil tarea de gobernar el país desde 2023?
Están los que creen que esta pelea escandalosa no se trata de ideas ni de recambio biológico ni de refrescar caras sino de conspiraciones. Le atribuyen a Lousteau, quien próximamente disputará la conducción del radicalismo con el gobernador jujeño Gerardo Morales en reemplazo de Alfredo Cornejo, la intención de debilitar al partido frente al PRO, dada su intención, también, de suceder a su hoy cercano Horacio Rodríguez Larreta.
Se dijo que en la tensa reunión de contendientes del lunes llegaron a arrojarse un vaso, pero los proyectiles preferidos de los radicales no son los vasos sino las trayectorias. Acusarse en forma recíproca de complicidad con el kirchnerismo es mucho más letal, el problema es que se neutralizan unos con otros. Así como Lousteau, presidente del Banco Provincia de Felipe Solá y ministro de Cristina Kirchner, acusa a Morales por su consabida proximidad con Sergio Massa, cualquier negociación pasada con el oficialismo puede convertirse en misil. Todo lo cual habla de un registro desordenado de comportamientos políticos, un caleidoscopio de estrategias y parcialidades que probablemente cruje como fondo de la cuestión.
El radicalismo actual no sólo carece de un claro líder. Eso está relacionado con la falta de líneas nacionales. En muchos casos las unidades provinciales son autónomas respecto de la distancia que cada una pone con el gobierno central, distancias a la vez dinámicas. Amén de las diferencias que hay entre los radicales que gobiernan (en Corrientes, Mendoza y Jujuy) y los demás, los que no gobiernan.
Son las reglas intrapartidarias lo que está en crisis. Eso hace que todos los sistemas de promoción puedan ser discutidos, no sin razones, a veces, de uno y otro lado. A Negri, por caso, le reprochan haber perdido las elecciones en Córdoba, un argumento atendible si no fuera porque hace dos años también quisieron desplazarlo y había ganado. El grupo insurrecto mostró también escasa paciencia –o extremo coraje, depende de cómo se mire- porque en definitiva armó un bloque de 12 diputados separatistas en disconformidad con el que acabó en 33. Nítida posición minoritaria que derriba la tesis de un derecho a imponer al jefe de la bancada.
La agitación radical promete seguir durante el verano, lo que no necesariamente sea malo porque habrá negociaciones en distintos estamentos partidarios a la vez. Pero, pruebas a la vista, hay un daño sobre todo simbólico y de proyección nacional que ya está hecho.
© La Nación
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