Deseo. Qué control remoto pudiera sacar el audio a quien interrumpe al que habla.
Por Sergio Sinay (*)
Cierta vez Umberto Eco (1932-2016) le dio un extraordinario consejo a un amigo que se estrenaba como conductor de debates televisivos. Le sugirió que llevara en el bolsillo del saco un control remoto con el cual pudiera cortar el audio a la persona que interrumpiera a quien estaba hablando. “El que ha interrumpido seguirá en pantalla, hablando sin que se lo oiga, como un cretino”, propuso el semiólogo y filósofo, autor de El nombre de la rosa, Apocalípticos e integrados y El péndulo de Foucault, entre otras obras que enriquecieron el pensamiento contemporáneo.
Eco lo cuenta en una columna de la antología Como viajar con un salmón, delicioso libro póstumo, una celebración de la inteligencia y el humor. Lo cierto es que su amigo retribuyó entusiasmado, pero no se atrevió a seguir el consejo. Por lo tanto, este sigue a disposición de quien se atreva a retomarlo, cosa que se agradecería fervientemente a la luz de lo que se ve y escucha en los medios audiovisuales a la hora de cualquier debate, comenzando por los políticos y siguiendo por los deportivos, farandulescos y así con cualquier tema.
Esos medios ofrecen dos tipos casi excluyentes de programas con políticos, politólogos, comentaristas, expertos (palabra que cubre una gama difusa y variopinta de “especialidades”), chimenteros o comensales. Uno es el modelo reñidero, en el cual una vez iniciada la emisión se suelta a los contendientes con cualquier pregunta o frase disparadora para que se trencen en un furibundo cruce de acusaciones (“Háganse cargo”, “Fue Macri” son algunas de las más obvias y gastadas) en las que no importan los argumentos, habitualmente falaces, incomprobables o inexistentes, sino gritar más fuerte que los demás hasta el punto en que solo queda quitar el volumen, buscar un buen documental sobre historia, geografía o animales (tanto más hábiles en la resolución de sus conflictos naturales) o, por qué no, volver a ver alguna obra maestra de la comedia romántica, como Cuando Harry conoció a Sally, Locos por Mary o Mi novia Polly. También los exquisitos conciertos y recitales que ofrece el canal Allegro.
El otro formato es el de conductores e invitados clonados, en el que todos están de acuerdo entre sí, se alaban y congratulan mutuamente, desfilan por las pantallas amigas una y otra vez, repitiendo lo mismo, hacen alusiones y bromas privadas que solo ellos entienden y solo a ellos les divierten, hablan mal de colegas o personajes públicos con los cuales jamás debatirán presencialmente, y se aprovechan de esa distancia para sentirse ingeniosos y valientes. Una suerte de cacería en manada en la cual la presa está ausente. Ocurre tanto en canales oficialistas como opositores, esos dos bandos bien marcados que sesgan hoy la pantalla. No hay necesidad de mejorar los argumentos y ni siquiera de tenerlos. Basta con enjuiciar. Este formato solo es recomendable para quienes buscan autoafirmación, confirmación de sus propios prejuicios y no ser perturbados en el disfrute de la pereza mental.
Ambas opciones predominantes surten el mismo efecto empobrecedor. No hay fundamentaciones que enriquezcan las ideas, queda abolido el pensamiento crítico (reemplazado por la crítica a secas y dogmática), se pierde la posibilidad de entender y ayudar a entender la complejidad de los tiempos y de las circunstancias y se agrega nafta a un incendio que necesita lo contrario. El Gobierno, que culpa a los medios de los males que él provoca o no resuelve, usa sus propios medios gráficos, audiovisuales y digitales para avivar ese fuego, y la oposición contribuye con lo suyo desde medios autoproclamados independientes del Gobierno, pero no del sesgo. Unos dirán que esto es lo que “la gente quiere” y otros que es lo que “la gente necesita”. A esto se suman las redes sociales, pródigas en noticias falsas y paranoia conspirativa, todo en una época en la que, como señala Umberto Eco en otra de las columnas recogidas en su libro, el renacimiento de todo tipo de populismos excita fácilmente la fantasía de quienes buscan afanosamente un culpable para todos nuestros males. Un viejo refrán aconseja: “No levantes la voz, mejora tus argumentos”.
(*) Escritor y periodista
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