Por Gustavo González |
Karl Jaspers sostenía que las personas viven enfrentando situaciones, pero hay situaciones excepcionales, como la muerte o el padecimiento, que este psiquiatra y filósofo alemán llamó “Grenzsituation”, situaciones límites. Jaspers creía que la conciencia de esas situaciones límites constituía uno de los tres fundamentos de la filosofía, junto con la sorpresa y la duda. Y estaba convencido de que quien, en lugar de hundirse en la depresión, lograba enfrentar esas situaciones comprendiéndolas y aceptándolas, entonces accedía a la experiencia de la trascendencia.
Su filosofía de la trascendencia influyó sobre la teología moderna y es posible que, directa o indirectamente, Esteban Bullrich haya abrevado en ella a través de su formación espiritual.
La lógica de la razón. Está claro que el camino elegido por este hombre no es el de la depresión, sino el de encontrarle un sentido trascendental al sufrimiento límite de una agresiva enfermedad que lo tomó en su plenitud personal y política.
Su testimonio revela a alguien que consiguió mirar desde un lugar distinto al del común de los dirigentes. Lo interesante es que, llegado a ese punto de trascendencia, cuando debió elegir uno, y solo uno, de los grandes problemas nacionales, eligió la grieta.
PERFIL podría suscribir ese discurso del principio al fin. Como los lectores saben, es una obsesión perfiliana la de promover el fin de la polarización extrema del debate político y mediático. No por creer que sea una condición suficiente para dejar atrás diez años de decadencia, pero sí porque es la condición primera y necesaria a partir de la cual se podría planear un crecimiento sustentable. Simplemente, porque sin un acuerdo que refleje a una amplia mayoría social, no habrá confianza. Y sin confianza, no hay futuro.
Pero puesto en palabras de Bullrich, la idea adquiere la fuerza de una revelación. Para correr el velo que impide ver lo evidente.
Esas palabras debieron ser dichas a través de una máquina inconmovible, pero resultaron conmocionantes por el dolor y la entereza de él y de su familia. Representan la más fuerte convocatoria al consenso en décadas. Comparable con el diálogo que en 1987 unió a radicales y peronistas para enfrentar las rebeliones militares del inicio de la democracia; y al de 2002, cuando el arco político, empresario y religioso, trabajó en conjunto para salir de aquella gran crisis. O el “dialogus interruptus” que oficialistas y opositores plantearon al comienzo de la pandemia.
Bullrich describió a una nación “enfocada en la grieta y en el debate violento”: “El diálogo no puede ser solamente táctica, convencimiento y competencia. La lógica transaccional en la que negociar es solamente un cálculo contable, nos despoja de sentido y nos convierte en meros mercaderes políticos que dejan de mirar al bien común. El diálogo, la búsqueda de la razón entre dos, debe ser un acto de generosidad, de amor y de caridad cristiana, entendiendo que la verdad y la Justicia son valores que encontrar, no propiedad de alguna de las dos partes.”
Grieta y antipolítica. ¿En quiénes pensaba cuando escribía su discurso? Seguramente en los dirigentes que ve cuando enciende la televisión y lee los diarios, que insultan, gritan sobre los gritos de los demás y militan por la destrucción del otro.
Son políticos de su propio partido y del oficialismo, cuya primera reacción –siempre– es rechazar cualquier propuesta que provenga del lado de enfrente, sin el esfuerzo intelectual de escuchar e intentar entender al otro. Con la “lógica transaccional” de pensar a la política como un negocio en el que se gana cuando al otro le va mal.
Bullrich tiene sus nombres en la cabeza cuando explica al diálogo como “una conducta activa, de apertura y de generosa curiosidad en la que los participantes se abren a escuchar a la persona que tienen enfrente. Ese es, para mí, el valor más importante y a la vez más escaso de la política argentina: la posibilidad de entender que los adversarios nunca son enemigos y que representan a una porción de los argentinos cuyos valores, intereses y deseos son tan atendibles como los de uno y que se puede dialogar, negociar y acordar sin relegar lo que uno es y lo que uno defiende”.
Refuta a los negacionistas del consenso y apunta a la relación entre grieta y antipolítica: “Un país en el que la gente se escapa de la política, la desprecia y la condena (…) en el que empujamos a la gente a no ejercer el rol más alto de una democracia, el rol de ciudadano.”
La grieta, que de lejos puede parecer una exacerbación de la ideología, es en realidad una frivolización del pensamiento político. La excusa de la crispación para no sumergirse en las complejidades del debate intelectual y en la búsqueda de ideas superadoras.
Los políticos son responsables y, a la vez, víctimas de esta liviandad ideológica. Una escuela de formación colectiva en donde la supuesta profundidad de cualquier debate empieza y termina con la palabra corrupción.
Cuando los que están de un lado de la grieta aseguran que los que están del otro son corruptos, y cuando los del otro lado dicen lo mismo de sus adversarios, la coincidencia es traducida por la sociedad como que todos son corruptos.
Una exageración que llevaría a concluir que toda la sociedad es corrupta. Salvo que se piense que puede existir un país en el que todos los representantes sean deshonestos y todos sus representados son honestos.
En ese marco, la política deja de ser vista como el arte de lo posible para convertirse en el arte de robar todo lo posible. No importa si las sospechas recaen sobre un grupo pequeño de políticos, el resultado es que la política pasó a ser considerada la profesión despreciada de la que habla Bullrich.
Cambio de época. Al término de su conmovedor discurso, los senadores se abrazaron en un único aplauso. También el resto de los políticos lo elogió. Lo celebraron los diputados opositores famosos por sus alocuciones violentas, los funcionarios que amedrentan a periodistas, los periodistas que insultan a los opositores o a los funcionarios (según de qué lado de la grieta estén), las redes sociales del odio y sus respectivos comunicadores televisivos.
Elogiaban su grandeza sin alcanzar a comprender que Bullrich estaba hablando de ellos. De nosotros.
Sin embargo, desde el nivel de trascendencia en el que lo colocó esta situación límite, Bullrich no se detuvo en señalar a los responsables de la grieta, sino en usar su discurso de despedida para poner el foco en ese gran drama que está detrás de tantos dramas: “No hay ningún problema argentino que los argentinos no podamos resolver si nos ponemos a hacerlo. Pero si nos quedamos en el egoísmo, la chiquita, la especulación, vamos a errar el camino. Einstein decía que si querías resultados distintos no hicieras siempre lo mismo. Ya probamos con la grieta y acá estamos. Esta Argentina que tenemos es la resultante de nuestra incapacidad de encontrar soluciones comunes a esos problemas.”
Los políticos son lo que ellos dicen que son y, además, lo que los demás creen que son. Los dirigentes (las personas) también se construyen con lo que los demás construyen de ellos. El odio que algunos/as transmiten, a su vez está alimentado por el odio que reciben. El odio es un buen constructor de odio. Esteban Bullrich está convencido de que el amor también.
La enorme repercusión de su discurso probablemente signifique que está anidando en la sociedad un cambio de época. Ojalá funcione como un acelerador de ese cambio.
Un llamado urgente a superar ya la polarización extrema y a aislar a quienes viven de ella.
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