Por Javier Marías |
El 20 de noviembre mi mujer, de nuevo separada de mí geográficamente, me envió un sms: “Hoy hace 46 años que murió Franco, el que algunos creíamos que sería eterno”. Ah sí, nadie que no lo viviera puede hacerse idea de lo lento que transcurría el tiempo bajo la dictadura. Cada año con Franco al mando parecía una eternidad. Y sin embargo, al recibir ese sms, tuve la desagradable sensación de que efectivamente Franco es eterno, aunque haya transcurrido tantísimo desde su desaparición. El individuo ha conseguido perpetuarse de manera artificial e insospechada, para desdicha de quienes hubimos de padecer parte de su régimen infame.
Quién lo iba a decir, dada la velocidad con que lo arrojamos a la bolsa de los desechos y olvidos. Recuerdo cómo, a los seis meses de su defunción, cuanto habíamos vivido bajo su fusta —en mi caso, 24 años— pasó a ser remoto, prehistórico, una bruma que ahuyentan los vientos. La sociedad iba muy por delante y era mucho más moderna que el franquismo, al que hacía cerca de una década que se veía como algo momificado y sin demasiado poder sobre las vidas privadas. Desde 1968, la libertad sexual era absoluta, y las mujeres tenían bastante decisión sobre sus actos —dijeran lo que dijeran las leyes— y se dedicaban a lo que les parecía (al menos entre las abundantes clases liberales de las ciudades grandes, liberales en el mejor sentido). Así que fue como si Franco llevara mucho muerto antes de su defunción efectiva. Se lo convirtió en pasado lejano en seguida, a la manera de las pesadillas que se desvanecen con el avance del día, o de las experiencias gravosas que se despachan al instante, una vez terminadas.El país se aprestó a embarcarse en una época alegre, eufórica a ratos, y a ser uno más entre los europeos, lo cual se logró con creces. La mayoría de los franquistas se disfrazaron de demócratas y al disfraz no le hicimos grandes ascos: peor habría sido que conservaran sus correajes, sus pistolas y sus borlas. Los que aún hicieron gala de ellos fueron pocos, y rápidamente se convirtieron en residuales. Apenas trajeron conflictos en sus tentativas de resucitar a Franco (salvo Tejero y compañía). ¿Por qué, entonces, muchos tenemos hoy esa sensación de que es eterno y de que sus partidarios han conseguido mantenerlo vigente? Ay, quién iba a imaginar que esa labor iban a llevarla a cabo partidos que se proclaman de izquierdas y acérrimos enemigos suyos. La prueba de que no son ni lo uno ni lo otro es que lo sacan a pasear y tomar aire sin pausa, sea física o “simbólicamente”, y que nos impiden relegarlo al más despreciable olvido, lo único que merece. Toda esta entusiasta vivificación de Franco la empezó un grupo de torpes sobreexcitados llamado Podemos, y la ha continuado un PSOE podemizado e igual de neurótico y torpe. Si los llamo torpes es porque deben de creer que el alanceo de moros muertos les gana votos, cuando es evidente que les da sólo los que ya poseían, los de los fantasmas cuyas terribles vidas se detuvieron en 1939 o algo más tarde. Pero eso no es el grueso de la población actual, y PSOE, Podemos y demás —ERC, Compromís, etc— deberían haberse ya percatado tras las aparatosas y costosísimas exhumación y reinhumación del dictador, al son de la obsesiva batuta de Carmen Calvo, es decir, de Pedro Sánchez. El televisado traslado de los restos, ¿llevó a la gente a protestar en masa? No. ¿La llevó a aplaudir en masa? Tampoco, porque a la gran mayoría nos trajo absolutamente sin cuidado. Me da igual dónde reposen los huesos de nadie, en una basílica o en un barranco, porque los huesos no son ese alguien, por mucho que en España se trastee con ellos indefinidamente, demostración de nuestro impenitente carácter católico-supersticioso: aquí aún se cree en las reliquias. Creen tanto los que ansían destruir las de Franco o Queipo de Llano o Yagüe como los que anhelan repatriar o descubrir, para venerarlas, las de Machado, Azaña, Lorca o Cervantes, pobres los cuatro.
Podemos y PSOE se niegan a que Franco muera del todo, no se sabe si porque lo necesitan para sus propagandas o porque carecen de imaginación y repiten el mismo espectáculo cada pocos meses. No contento con su larguísima duración, ahora un ministro socialista ignorante, Bolaños —esto es, Pedro Sánchez—, ha decidido ampliar arbitrariamente la dictadura hasta 1982, y algún otro memo propone alargarla aún más, hasta 2004. Se ve que ellos vivieron en democracia desde 1977, porque si no sabrían lo que dije al principio, que los años se hacían en verdad eternos entre 1939 y 1975, para quienes conocimos parte de ellos. Hoy desean extenderlos hasta hoy mismo, y que se juzgue a finados y prefinados tras derogar parcialmente la Ley de Amnistía que exigieron y benefició sobre todo a los partidos de izquierdas. Supongo que asimismo aspiran a que se juzgue póstuma y “simbólicamente” a Carrillo, a la Pasionaria, no digamos a los etarras que salieron libres y a tantos otros. No cabe la menor duda de que los actuales PSOE y Podemos —junto con Vox— mantienen un inmortal idilio con Franco. Sigan, sigan y ya verán. Porque quien no lo mantiene, a buen seguro, es la sociedad española: unos no saben ni quién fue y a otros les importa ya un bledo… desde 1976 más o menos.
© El País Semanal
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