Por Pablo Mendelevich |
El kirchnerismo no quiere imponer una versión propia de la historia diferente de la real. Es mucho peor: al pasado lo acomoda a sus necesidades de cada momento. Historia a la carta. Acaba de ocurrir con la apropiación del 10 de diciembre, una fecha hasta ahora desdeñada.
Tal vez la percibían ajena. Pero las fechas propias también pueden ser intercambiables. Sin ir más lejos, este año el 17 de noviembre, Día de la Militancia, terminó siendo mucho más importante que el 17 de octubre, onomástico del Movimiento, sólo porque después de las elecciones era lo que había a mano. Para un peronismo que tras su mayor derrota electoral necesita una excusa para festejar la victoria, el recipiente litúrgico está hecho de plastilina.
Claro, está el tema de quién paga estas fiestas en Plaza de Mayo. Pero fuera de eso es un asunto privado, digamos, aunque esta palabra no sea del gusto peronista, que como apropiador del Estado, del “pueblo” y de la patria jamás trepidó, precisamente, en sacar lo que haga falta de las arcas públicas para solventar las alegrías propias.
Otra cosa es el 10 de diciembre, un día que pertenece a todos, con dos significados trascendentes yuxtapuestos. Primero, es desde 1950 el Día Internacional de los Derechos Humanos. Fue instituido para evocar el 10 de diciembre de 1948, cuando la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Por entonces en la Argentina gobernaba Perón, quien nunca le dio importancia a ese documento mundial ni al concepto de derechos humanos, muchos menos al 10 de diciembre. Para ubicar la época se puede recordar que Cipriano Reyes, el artífice del 17 de octubre de 1945, había pasado de héroe a perseguido y estaba siendo torturado por la “sección especial” de la policía que, mediante picana eléctrica quería hacerle confesar (infructuosamente) que formaba parte de una conspiración para matar al presidente Perón.
Quien rescató el 10 de diciembre y causó la superposición fue Raúl Alfonsín, miembro conspicuo de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos. Escogió la fecha para asumir como presidente. Lo cual determinó que se convirtiera también en el día de la restauración de la democracia, efemérides que en 2007 sería reconocida, con sordina, por ley, iniciativa de una senadora radical.
El 10 de diciembre quedó como fecha fija de los recambios presidenciales, pero la precipitada renuncia de Alfonsín en 1989, la caída de De la Rúa en 2001 y el autoacortamiento del mandato de Duhalde al año siguiente dislocaron el calendario institucional, que recién se normalizó con Cristina Kirchner. Por eso Macri y Alberto Fernández asumieron el 10 de diciembre. Todo viene de Alfonsín.
Dictadura y peronismo
Los militares pensaban entregar el mando el 30 de enero de 1984 al gobierno que surgiera de las elecciones del 30 de octubre de 1983. Estaban convencidos de que el ganador sería el peronismo. Nunca el peronismo había perdido elecciones presidenciales libres. El candidato Ítalo Luder, tras haber prometido convalidar la autoamnistía llamada “ley de Pacificación Nacional”, era a la vez el preferido de la cúpula militar y el favorito en sus pálpitos. Pero por doce puntos porcentuales ganaron los radicales.
Descascarada desde la derrota de Malvinas el año anterior, la dictadura se caía a pedazos. Al comenzar noviembre de 1983, con un presidente democrático electo, el frente militar partido, el Estado sin reservas, la economía en crisis y un torrente de demandas sociales, era obvio que las Fuerzas Armadas no iban a aguantar tres meses más en el poder, un alargue pensado inicialmente para terminar de imponerle al nuevo gobierno los pormenores de la impunidad.
Alfonsín les reclamó entonces a las Fuerzas Armadas adelantar la entrega y exigió iniciar su mandato, con toda intención, el Día Internacional de los Derechos Humanos. Para el nuevo gobierno el orden democrático se iba a construir encarando dos asuntos urgentes: la política militar (había que efectivizar la subordinación al poder civil) y los derechos humanos (debían juzgarse los responsables de la represión ilegal).
Tres días después de llegar a la Casa Rosada, Alfonsín firmó los decretos 157 y 158 que dispusieron juzgar a los miembros de las tres primeras juntas militares y a las cúpulas de las organizaciones guerrilleras. Los métodos de la dictadura fueron allí calificados por primera vez en forma oficial como Terrorismo de Estado, un favor al peronismo que en verdad había introducido el Terrorismo de Estado en la primera mitad de la década anterior, a escala artesanal, con José López Rega.
La primera ley que Alfonsín envió al Congreso fue la derogación de la autoamnistía. El juicio a las juntas y otros juicios contra sanguinarios represores como el general Ramón Camps se llevaron adelante cuando las Fuerzas Armadas todavía representaban un peligro para la estabilidad democrática. Recién en los noventa Menem terminaría de sacar a los militares del juego político (por si hiciera falta ilustrarlo, hace pocas horas el gobierno echó al jefe del Ejército, un general llamado Agustín Cejas, y fue apenas una noticia de tercera categoría).
Amedrentado por un sector militar que entre 1987 y 1990 se levantó contra los juicios, Alfonsín impulsó las leyes de punto final y de obediencia debida que liquidaron los juicios contra la oficialidad media bajo el argumento de evitar una guerra civil. Luego Menem, con el apoyo de prácticamente todo el peronismo, incluidos los Kirchner, expandió los beneficios hacia arriba mediante el recurso de ofrecer indultos al por mayor, también a los jefes guerrilleros.
Todo esto es conocido, pero el gobierno, que insiste en tergiversarlo, acaba de llegar a límites ridículos.
Se puede no estar de acuerdo con la política de derechos humanos de Alfonsín, se puede disentir con su decisión medular de juzgar no sólo a los militares sino también a los líderes guerrilleros. O con las leyes de impunidad, que ni siquiera sirvieron para apaciguar a los carapintadas, si bien en nada menoscabaron el coraje institucional que significó el juicio a las juntas. Pero tergiversar la historia no es disentir, es otra cosa. Significa mentir. Y hacerlo desde el Estado siempre es más grave.
¿Por qué el kirchnerismo nunca le prestó atención al 10 de diciembre? Porque lo veía asociado con Alfonsín, a quien había borrado de la historia especialmente en lo referido a derechos humanos, asunto que los Kirchner, operadores inmobiliarios devenidos millonarios durante la dictadura, buscaron monopolizar y a la vez parcializar. La parcialización –lo opuesto al concepto de universalidad que consagró la Declaración Universal de los Derechos Humanos- fue uno de los modos de captación de los sectores más duros de los organismos, que siempre quisieron reivindicar a la guerrilla.
Del destrato de los Kirchner a Alfonsín hay dos episodios conocidos. El primero ocurrió el 24 de marzo de 2004 en terrenos de la ESMA, cuando el entonces presidente pidió “perdón de parte del Estado nacional por la vergüenza de haber callado durante 20 años de democracia tantas atrocidades”. Como Alfonsín se mostró en público muy dolorido por la grosera omisión, que además causó considerable revuelo político, Kirchner lo llamó por teléfono y, sólo en privado, le pidió disculpas. Pero en el sentido dogmático la falsificación no fue corregida. El año pasado La Cámpora hizo un video para homenajear a Kirchner en el que destacó el párrafo de la ESMA en el que Alfonsín es ninguneado. El juicio a las juntas militares, insisten hoy, nunca sucedió.
El segundo episodio fue el 28 de junio de 2006 cuando Kirchner no dejó a entrar a Alfonsín a la Casa Rosada. Nunca había ocurrido algo así. Alfonsín quiso dejar una corona de laureles en el busto de Illia al cumplirse 40 años de su derrocamiento, pero le impidieron el ingreso. Después Kirchner lo mandó a Oscar Parrilli a pedir disculpas en privado, estéril reparación del desplante.
Con la misma desvergüenza que animaría la voltereta pegada en el aire con Jorge Bergoglio después de tenerlo por violador de derechos humanos, los Kirchner repentinamente descubrieron que Alfonsín representaba la restauración de la democracia. Eso sólo pasó cuando el líder radical, ya enfermo, se alejó de la política y se acercó al bronce. Metáfora interpretada en forma literal: poco antes de que Alfonsín muriera, Cristina Kirchner lo convocó en octubre de 2008 a la Casa Rosada para la ceremonia de colocación de su busto en el hall de entrada. La entonces presidenta lo homenajeó con un discurso en el que lo conminaba a aceptar (“le guste o no le guste”) que él era quien había encarnado la restauración de la democracia. Desde luego, la presidenta no hizo mención en la ocasión del espinoso tema de los derechos humanos apropiados, aunque tampoco se privó de decir que en 1983 cuando Luder perdió a ella “se le caían las lágrimas”. Lo que significaba reconocer sin rodeos que con pasión, no por mera rutina, había apoyado a quien proponía convalidar la autoamnistía militar. Jamás hubo un arrepentimiento, una autocrítica, una explicación sobre tamaña incoherencia ideológica.
El viernes pasado Alberto Fernández, quien cada tanto se dice influenciado por Alfonsín, retomó el ninguneo originario de Kirchner. Explicó que el Día de la Democracia “coincide” (¿casualidad?) con el Día Internacional de los Derechos Humanos “en un país que, de Néstor en adelante, con una interrupción en el medio, ha hecho gala de trabajar incansablemente porque los derechos humanos se respeten y porque los derechos humanos violados en el pasado sean enjuiciados y castigados como corresponde”. De Néstor en adelante quiere decir que antes no hubo nada, tal como sentenció Kirchner en la ESMA, y lo de la interrupción se refiere, obviamente, a Macri, si bien Fernández no explicó qué fue lo que se vio interrumpido.
Pero ahí no terminaron los recortes de la historia. Esto sucedía minutos antes de ir a hablar de la deuda y del FMI en Plaza de Mayo. El presidente estaba entregando los premios Azucena Villaflor, instituidos por Kirchner en 2003. Y entre los premiados de este año sobresalía alguien ajeno al planeta kirchnerista, el ex senador radical Hipólito Yrigoyen, quien no asistió a la ceremonia.
El gobierno lo premió porque como abogado “defendía a gente perseguida en la dictadura”. Fue lo que explicó Fernández. Se olvidó de mencionar que Solari Yrigoyen está vivo por casualidad, ya que fue la primera víctima de la Triple A, que el 21 de noviembre de 1973 trató de asesinarlo. En su Renault 6 le puso una bomba que explotó cuando Solari Yrigoyen encendió el motor (en el garaje de Marcelo T. de Alvear 1276, donde puede verse una placa que recuerda el trágico debut de la Triple A), lo que le provocó severas heridas. Resistió seis operaciones. Las secuelas perduran.
En 1975 consiguió dejar la silla de ruedas, pero la Triple A volvió a la carga. Le puso otras dos bombas sincronizadas en su casa de Puerto Madryn que lo hicieron volar por los aires (literalmente: chocó con el techo de su dormitorio). Ya en la dictadura Solari Yrigoyen fue secuestrado. Estuvo desaparecido, fue torturado, luego “blanqueado” (puesto a disposición del Poder Ejecutivo) y tras un año de cárcel, expulsado del país.
Quien conocía este calvario al detalle era el senador Edward Kennedy, que hace muchos años le hizo un homenaje en Washington a Solari Yrigoyen, cuyo repaso le hubiera venido bien al presidente antes de hablar en la entrega de premios del viernes. A Solari Yrigoyen la Triple A lo eligió como su primera víctima no por defender perseguidos, ya que no ejercía como abogado. Asesoraba a los gremialistas combativos Agustín Tosco y Raimundo Ongaro y venía de ser la figura central en el Senado en el debate de la ley de Asociaciones Profesionales, lo que valió que Lorenzo Miguel, horas antes del primer atentado, lo llamara “enemigo público número uno”.
Se ve que para el presidente los crímenes de la Triple A, autora de 600 o 700 asesinatos durante el tercer gobierno peronista, no son del rubro derechos humanos: no venían al caso.
Sobre los dislates de Cristina Kirchner en la plaza partidaria del viernes, en particular la antidemocrática equiparación de Macri con la dictadura, ya se ha dicho y escrito mucho.
Sólo falta recordar que el kirchnerismo se opuso en varias oportunidades a la idea de que el Día de la Democracia fuera feriado nacional, porque prefirió reservar ese status no para el día que terminó la dictadura sino para el que comenzó, el 24 de marzo. Que también sirvió para marcar una barrera con lo precedente, el gobierno de Isabel Perón y de López Rega. Una barrera robusta y amnésica.
© La Nación
0 comments :
Publicar un comentario