Por Tomás Abraham (*) |
Para echar a Fernando de la Rúa fue necesaria la confluencia de varios factores de poder. El mito de los autoconvocados sólo describe que, en medio del golpe organizado, se sumó gente que ocupó zonas liberadas y manifestó su ira. Fue un golpe de estado popular, diferente a los anteriores como el del 30, el del 55 y todos los demás. Esta vez confluyeron los sectores populares y los de clase media.
Que el 2001 fuera una pueblada lo aseguraron Carlos Ruckauf, Luis Barrionuevo, Eduardo Duhalde, la cúspide de la bonaerense, y tantos otros referentes confiables.
Hubo tiros, muertos, incendios, asaltos, estado de sitio y comerciantes armados. Derribó a un gobierno radical acompañado por nuevas caras. Unas eran las del Frepaso, y las otras las del grupo Sushi, con los jóvenes radicales que crecieron en el menemismo y su plata dulce.
El presidente de la Rúa era un hombre probo, pulcro, meticuloso, creyente, de buen dormir. Su gabinete era de lujo. Mujeres con coraje como Graciela Fernández Meijide, intelectuales de fuste como el Dr. Terragno, ministros estudiosos como Juan Llach, rostros del peronismo renovador con vocación republicana, aunque algo nómades, políticos de tradición progresista como Federico Storani, todos con la bendición de Raúl Alfonsín.
Socialcristianismo, peronismo republicano, izquierda madura, desarrollistas, liberales , un ejemplo de aquel deseo de Jacobo Timerman de que un buen gobierno se armonizaba con una política económica de centroderecha, una política de centro izquierda y una gestión cultural de izquierda. Bolsillos sin agujeros, diálogo con todos y vanguardias creativas. Mejor que la utopía de Tomás Moro o la de Saint Simon.
Menemismo. Cuando Carlos Menem deja el gobierno después de diez años, hay un veinte por ciento de desocupación sin ayuda social y casi un cincuenta por ciento de fuerza laboral informal, además de una deuda externa impagable y una serie de desfalcos y crímenes no esclarecidos, sin que por esto su mandato sufriera la menor desestabilización. Por el contrario, no dejó de ser el político de mayor popularidad que de poder ser re-re-reelegido probablemente hubiera ganado nuevamente las elecciones. Pero un radical era otra cosa, y no se necesitaron muchos estímulos para tener ganas de voltearlo.
Después del menemismo y su coronel sirio en la aduana, el padrinazgo de Yabrán, el crimen de Cabezas y el atentado a la AMIA, no era una mala perspectiva la que ofrecía la Alianza. Más aún si se piensa en la labor del candidato peronista en cuanto a políticas de seguridad, cuidado de la familia argentina y su compungida devoción cristiana declamada en su gobernación en la provincia de Buenos Aires.
Se podía soñar. El problema fue que el nuevo gobierno se quedó sin dólares, igual que lo que sucede hoy. El país rico en dólares con precios y sueldos siderales en moneda extranjera terminó en el trueque, una sociedad sin moneda. El país de las relaciones carnales y de ser un ejemplo en Davos estaba vaciado.
Devaluación. Después del 2001 hubo una devaluación brutal. Se enriquecieron quienes con sus dólares compraban barato los bienes que podían vender los desesperados que se quedaron sin recursos. Hubo dirigentes que, con el apuro y los contactos convenientes para poder extraer los dólares que aún permanecían en los bancos, una vez con su capital en el bolsillo abogaron públicamente por una política industrialista al tiempo que pedían que se anulara la convertibilidad. Imitando la estrategia del tero siempre lograban llegar a tiempo para conservar o incrementar su patrimonio.
Una repetición de la 1050 de la maravillosa década del setenta, nos referimos a la presidida en lo económico por J.A. Martinez de Hoz, los tiempos del crack bancario y de la liquidación de las entidades financieras que dejaron sin dinero a las sardinas mientras los tiburones se llevaban lo que quedaba. También hubo políticos que compraron barato, historia conocida.
La década del noventa fue la de la “es la economía, estúpido”, los economistas tenían la batuta y los políticos la miraban pasar. Nadie discutía el sistema salvo el Dr Terragno, que en un programa de televisión mostró un dólar a las cámaras para sugerir que se vivía una mentira. Pero nada cambió, en las elecciones del 2003 el 55% votó a los candidatos que apoyaban el sistema anterior contra 36% de quienes lo derrumbaron.
La oposición y el progresismo no discutieron el sistema económico sino las inmoralidades menemistas. Hablaban de ética, como de la Rúa en su campaña. Hasta que apareció la Banelco y Alberto Flamarique. Se fue el vicepresidente escandalizado por una supuesta coima de cinco millones de verdes para volver a ser cómodo funcionario de un nuevo gobierno a pesar de la fuga de quinientos millones de la misma moneda. No soportó el plástico del ministro de Trabajo mendocino recuperándose con los bonos volátiles del presidente santacruceño.
Crisis y refundación. “Que se vayan todos”. Es lo que se escucha otra vez hoy en boca de nuevas figuras que crean un clima incendiario a la que se suman viejas figuras, agregados a todos los que votan en contra de unos y a favor de nadie y el casi el treinta por ciento que no vota. Este reclamo se suma a uno anterior “vamos por todo”, que ya tiene un buen tiempo, nace en los días de la 125 y sigue vigente. Entre el que se vayan todos y el vamos por todo, se da una muestra de la vocación democrática de una buena parte de la discusión política de nuestros días.
Son deseos extremos, pero tal es la crisis que nuevamente se hacen escuchar quienes proclaman que hay que refundar a la Argentina. Para lograrlo unos dicen que un gobierno debe perdurar al menos veinte años: son los que están ahora, claro. Los que están en la vereda de enfrente, los que quieren que se vayan todos, otra vez, como en el 2001, ven a nuestro país como a un panqueque. Lo quieren dar vuelta. El problema es que nuestro país no es un panqueque sino un edificio bien sólido cimentado por grupos de poder sin fecha de vencimiento.
Cualquiera puede hacer una lista. Mundo financiero que lucra con lo que más rinde en el mercado, me refiero a dólares y bonos, y logra fugar sus capitales antes de que se instale el tardío cepo. El mundo del campo que sabe de subfacturaciones y el de los importadores que sabe de sobrefacturaciones. La dirigencia sindical que es intransigente respecto de cualquier cambio que afecte su poder, como las leyes laborales que funden pymes. El mundo oligopólico de la comercialización que impone precios y condiciones. El de las grandes industrias que miden hasta donde producir e invertir, regulan la oferta porque sus mayores rentas las obtienen en la calesita financiera. Los movimientos sociales porque su dirigencia se basa en el número de los excluidos del mundo laboral y en el poder que tienen en distribuir los planes. La burocracia estatal con sus cientos de miles de nuevos incorporados. Barones del Conurbano eternamente elegidos sin que su gestión constituya un ejemplo de austeridad, eficiencia y honestidad. El sistema educativo que depende de un gremialismo que custodia su poder y que aún mantiene cerradas instituciones como facultades y otros institutos. Un sistema delictivo y criminal que es el síntoma manifiesto de que el estado ya no tiene el monopolio en el uso de la violencia.
Por todo esto el país no es un panqueque a pesar del famoso dicho de que para hacer una tortilla llamada Argentina hay que romper los huevos. En esto último estamos de acuerdo. Nos consta. Si se fueran todos quedarían menos argentinos que en el famoso desierto del que hablaba Alberdi. Y por eso también, las generosas siglas que se estampan en los movimientos políticos como “todos” y “juntos”, ni siquiera pueden disimular que si es ¨todos¨ se los quiere sometidos y si es ¨juntos¨ y en ¨libertad¨, como se dice ahora, se los conmina a estar detrás en silencio bien agrupaditos y en fila.
Herencias. La Argentina que declama su dolor en nombre de las víctimas, en realidad es un reducto en el que los privilegios están distribuidos de un modo bastante democrático. El problema es que el PBI es cada vez más chico, la puja se tensa y la pobreza se multiplica.
Si hay pocas posibilidades para que todos juntos saquemos a la patria adelante, queda la alternativa del gran jefe, del líder. Tampoco hemos carecido de los individuos carismáticos, de los encantadores del pueblo. Raúl Alfonsín tenía carisma, Menem ni hablar, Néstor y Cristina ídem. Uno con el nunca más, el otro con el salariazo y la plata dulce, y los últimos con el creativo nunca menos.
La herencia que dejaron los cuatro carismáticos es un tema debatible y muy poco productivo porque el resultado parece estar a la vista. Es lícito dudar de que Milei, Vidal, Manes o Máximo, posean el carisma que a los nombrados no les fue suficiente ofrecer para dar vuelta el panqueque.
Con el 2001 cae el proyecto de democrático nacido después de la guerra de Malvinas y que durante diecisiete años fue presidido por Alfonsín y Menem. Desde el 87 en adelante se fue erosionando desde que la casa “estuvo en orden”. El victorioso De la Rúa y el derrotado Duhalde se repartieron la ceremonia del sepelio. Los acompañaron tres deudos que se sucedieron en el sillón de Rivadavia durante diez días en el mes de diciembre. El “que se vayan todos” fue el nombre que se le dio a ese fracaso. El que surge hoy como rumor pretende nutrirse del fracaso del kirchnerismo y del macrismo. Pero el 2021 no es el 2001, las cosas han cambiado, tenemos veinte años más.
(*) Filósofo. Profesor emérito de la Universidad de Buenos Aires
© Perfil.com
0 comments :
Publicar un comentario