Por Javier Marías |
El señor Cotta era tan vanidoso, optimista y ufano que, sin apenas motivos, pasó la mayor parte de su vida en un estado próximo a la felicidad. Pertenecía al escaso grupo de personas capaces de engañarse permanentemente a sí mismas y de negar o anular, o reinterpretar a una luz favorable, toda realidad que las contraríe o ponga sus talentos en duda. Hoy ya no son tan escasas, el mundo se ha llenado de narcisistas compulsivos en todos los ámbitos, no sólo en los de relumbrón, también en los tradicionalmente modestos y tímidos.
Éstos los había rehuido el señor Cotta desde la temprana juventud. Él aspiraba a la grandeza, y quizá uno de sus mayores problemas fue no saber qué campo elegir. Con pausa, parsimonia, tesón, los fue eligiendo casi todos, siempre dentro del mundo artístico, porque lo atrajeron siempre los brillos diversos: por igual los del prestigio y el éxito, con preferencia por este orden. Según le fueran las cosas, sin embargo, no descartaba invertir el orden, y de hecho así lo hacía de acuerdo con sus expectativas y las esperables oscilaciones de una carrera larga, inagotable. Si creía haber terminado una obra que concitaría el respeto y la admiración unánimes de los entendidos, valoraba esto por encima de todo y despreciaba el aplauso popular, considerándolo algo vulgar y al alcance de muchos lerdos; si, por el contrario, daba a la imprenta o a las tablas una comedia que él suponía hilarante y con la que el público se volcaría, aseguraba con desparpajo que no había nada comparable a un baño de masas, o incluso de chusma, y que quienes lo criticaran por eso serían fracasados y resentidos. Se imaginaba a sí mismo saliendo a hombros como los toreros, con cuidado de no despeinarse con los vaivenes de los brutos, pues el pelo era para él fundamental.
Su volubilidad era notable, y así, estaba dispuesto a elevar a un pedestal lo que le tocara en suerte. Si alguien elogiaba uno de sus textos o performances, ese alguien pasaba a ser de inmediato un individuo inteligentísimo y un árbitro del buen gusto; si más adelante no se mostraba tan fervoroso con sus logros, entonces era que se había estragado y había entrado en una decadencia irremediable. Porque él sólo admitía el halago constante e incondicional. Por el contrario, si alguien le ponía reparos o lo desdeñaba, se convertía al instante en un zote que no entendía nada. Claro que, si el objetor rectificaba con el tiempo, encontraba digno de encomio que hubiera pulido su criterio, o se hubiera educado, o se hubiera afinado, y acababa teniéndolo por un grandísimo connaisseur.
Su desdicha objetiva era que nunca acertaba con ninguna tecla: ni sus libros dejaban boquiabiertos a los críticos más exigentes y severos ni los lectores acudían en tromba a disputárselos en los estantes de las librerías. Pero, como el fracaso no figuraba en su vocabulario, primero culpaba a su desidioso editor y a la envidia de los libreros y del distribuidor. Visitaba con frecuencia los locales de aquéllos, para comprobar que los ejemplares de sus obras estaban colocados en lugar prominente, y, si no era así, regañaba sin pudor a los propietarios y les pedía cuentas. Si alguno de ellos osaba contestarle que no había demanda de su volumen recién aparecido, se revolvía airado y le espetaba: “Qué sabrás tú. Yo no tengo la culpa de que vendas literatura como si fueran embutidos”. Se ganó enemistades en el gremio, pero al cabo de no mucho tiempo se olvidaba de lo impertinente que había sido y sólo se explicaba la animadversión de tal o cual librero por los celos que a la fuerza ha de padecer quien se limita a ver pasar y vender una mercancía elevada de la que nunca es creador. Y, al cabo de unos pocos meses, se convencía de que lo que había constituido un tremendo fracaso había sido un escandaloso éxito, tanto de crítica como de ventas.
Estos pensamientos se le asentaban con admirable rapidez. Con ellos se levantaba cada día, convencido de ser un ser superior por una falsa razón u otra, y así casi todas las jornadas de su satisfecha existencia. Se aseaba con esmero y lentitud, más cuando sabía que lo esperaban un estreno de teatro o de cine o de ópera, la inauguración de una exposición de pintura o fotografía, la presentación de un libro, tanto daba. Nunca faltaba a nada, por exhibirse y para que quedara patente que ninguna manifestación artística le resultaba ajena. De todo era un entendido, hasta el punto de que sus amistades le tomaron el pelo más de una vez, hablándole con desenvoltura de algún recóndito genio sólo conocido de los iniciados. Se trataba de un genio inexistente, inventado, pero el señor Cotta (entonces no había internet para comprobar) se apresuraba a presumir: “Sí, claro, Gordigorski, lo conozco desde la primera juventud”. Corría después por las librerías de viejo para hacerse con obras de Gordigorski, y, al resistírsele, encargaba a sus amigas de Londres y París que se las buscaran allí a toda prisa, porque no soportaba no haberlo leído —o no haber visto sus cuadros o películas, lo mismo daba— y no poder pontificar sobre él a la siguiente ocasión, o, aún mejor, no poder escribir un erudito artículo en alguna revista de vanguardia, sobre Gordigorski.
© El País Semanal
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