Por Javier Marías |
Hace ya 18 años que escribí un artículo en dos partes —”El oficio de oír llover” y “Locuacidades ensimismadas”— sobre el abaratamiento y la progresiva insignificancia del hablar y el escuchar. Concluía entonces que casi nadie prestaba atención a lo dicho, y que tal vez por eso los periodistas, ante las vacuidades e imbecilidades soltadas por los políticos, no repusieran nada y no les reclamaran que contestaran con sentido, o que se percataran de sus contradicciones, o que no incurrieran en desfachatado cinismo.
Señalaba que, con la aparición de los móviles, las gentes habían abandonado los ratos “a solas con sus pensamientos” (trayectos a pie, en autobús o en taxi, por ejemplo) y que habían convertido sus existencias en una desaforada locuacidad permanente. Hoy basta oír los fragmentos de conversación de los transeúntes o pasajeros para saber que a quien esté al otro lado del teléfono le importará todo un bledo, y se limitará a oír la verbosidad infinita como quien oye llover. La trivialidad de lo dicho y oído ha alcanzado tal extremo que en realidad son actividades destinadas a caer en el vacío. Decir y oír acaparan todo el tiempo, cierto, pero es como si no existieran. Al cabo de un rato casi nadie recuerda ni lo que ha vomitado por la boca ni lo que le han vomitado en el oído.Pero 18 años son muchos, y ya se ha dado el siguiente y previsible paso. Ha llegado el momento en que los argumentos y los razonamientos, por bien construidos que estén y sólidos que sean, se reciben con la misma indiferencia que lo que tan sólo es cháchara. Esto es, no se atiende a ellos, motivo por el cual han desaparecido las expresiones “entrar en razón” o “prestarse a razones”, que venían a significar “darse cuenta de lo que es razonable”. Esto es un pequeño drama para quienes, como dinosaurios aún no extinguidos, todavía intentamos explicar, razonar y argüir, y, mediante eso, convencer a alguien de algo. Esta ya vieja costumbre ha acompañado a los hombres y a las mujeres durante unos 25 siglos, por lo menos desde Sócrates en adelante. Es decir, ha sido el instrumento principal del que la humanidad se ha valido desde que tenemos verdadera memoria, y por tanto deberíamos alarmarnos ante la rápida abolición de su uso, más que nada porque para él no se ofrecen otros sustitutos que las volubles “emociones” y la sentimentalidad más ramplona. Estamos en un punto en el que da lo mismo que alguien demuestre algo —un delito, una teoría científica, una verdad filosófica, una mera discusión de sobremesa—: lo frecuente es que a los oyentes o lectores o interlocutores les resbale, o que aun lo nieguen; no con argumentos mejores y más persuasivos, ojalá, sino cerrándose en banda, haciendo oídos sordos, incluso cabreándose puerilmente con el razonador porque éste se sale del juego cerril de ellos. Razonar, a veces, resulta hoy ofensivo: “¿Me tomas por inferior o tonto? ¿Te crees que por tener razón yo voy a dártela? Ni lo sueñes” es una reacción común en nuestros días.
Y si uno se encuentra de pronto en un mundo en el que tener razón no importa, ¿qué nos queda? ¿Qué podemos hacer para intentar sacar a nadie de lo que vemos como error mayúsculo? ¿Qué nos cabe decirles a los votantes que apoyan a individuos criminaloides como Trump, Bolsonaro, Johnson, Maduro o Putin? Por mucho que nos afanemos, descubrimos que argumentar con consistencia no vale de nada o sólo de poco, y que el intercambio de pareceres ha sido desterrado por lo que en su día llamé “locuacidades ensimismadas”, que son imposibles de interrumpir, imparables. Es como si buena parte de la población mundial se hubiera entregado a la fe ciega de las religiones o de las malignas y bobas sectas, cada individuo de la que elige. La fe, si mal no recuerdo, consistía en creer sin pruebas, y aún es más, en desdeñar y negar las que hubiera en contra. “La existencia de Dios no está demostrada, pero yo creo en Él firmemente, y nadie me convencerá de que estoy equivocado, porque la fe está por encima de las equivocaciones y las razones, de hecho no tiene nada que ver con ellas, pertenece a una esfera superior y por eso es una creencia ciega y sorda”. Esta actitud se impuso durante siglos, y costó gran esfuerzo que las luces, la ciencia, la medicina, sacaran a la humanidad de sus voluntarias ceguera y sordera, eso sí, alentadas por los sacerdotes que tan cómodamente vivían sin verse obligados a demostrar nunca nada. En lo poco recorrido del siglo XXI, el retroceso de la razón es de tal magnitud que, sin ella, uno ya no sabe a qué recurrir, sobre todo si no es un miserable dispuesto a pasarse al bando de los “emocionales” y sentimentales, o de los nuevos y supersticiosos creyentes en lo que sea: en que las vacunas matan, en que la tierra es plana, en que Podemos y Vox son democráticos, en que Elvis y John John Kennedy están vivos, en que Cataluña está oprimida o en que Irene Montero es feminista. Ruego a los filósofos y a mis colegas novelistas que vayan imaginando, pensando; que vayan dándonos ideas para seguir combatiendo los disparates, las estupideces y las falacias con alguna otra arma dialéctica digna, antes de que nos extingamos.
© El País Semanal
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