Por Manuel Vicent |
Cuando se escarba un poco en el suelo en cualquier lugar del planeta a veces aparece un cráneo que puede ser de homínido, de primate, de cromañón, de neandertal. O de un compañero de la oficina. A pocos metros bajo tierra yacen todos los sueños de la humanidad en los miles de millones de cráneos que permanecen enterrados desde el inicio de la historia. El laboratorio dictamina su antigüedad, pero lo que diferencia a unos cráneos de otros no es el tiempo que han pasado bajo tierra dormidos sino los sueños que en su día albergaron.
Entre todos ellos uno fue el primero en soplar por el hueco de una caña y al comprobar que esa acción producía un sonido placentero siguió soplando sin saber que en esos siete tonos musicales ya estaba incluido todo Mozart.
Otro fue el primero en dibujar en la pared de la gruta la imagen de un venado. En los trazos de esa figura ya estaba incluido todo Picasso.
Otro fue el primero en agitar las caderas convulsivamente como un millón de años después lo harían Josephine Baker y Elvis Presley o en expresar un delicado sentimiento con los pies y los brazos sin ser todavía Margot Fonteyn.
Uno de ellos fue el primero en montar una piedra sobre otra piedra y a su manera ya había comenzado a construir el Partenón.
Cualquiera de esos cráneos pudo pertenecer a alguien que fue el primero en balbucir un canto rítmico o en grabar con el dedo un signo en una tablilla de barro. El sueño de la belleza sigue enterrado en cada cráneo a la espera de germinar con una semilla nueva. Ninguna batalla de la historia ni hazaña de los héroes ha dejado rastro sobre la tierra, salvo el caudal de sangre que ha provocado.
Solo el arte ha dado sentido a la caótica aventura de la vida y cuando esta se extinga, más allá de la crueldad humana, el sueño de belleza aún seguirá siendo el único motivo para sentirse orgulloso de haber pasado por este perro mundo.
© El País (España)
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