Por Pablo Mendelevich |
Estamos viviendo días extraordinarios. No extraordinarios en sentido ponderativo sino de anormalidad absoluta: es difícil recordar otra campaña electoral en la que oficialistas y opositores hayan tenido una visión tan parecida del futuro, casi como si lo hubieran acordado. Sospechan, por usar un verbo menos taxativo, quién será ganador y quién perdedor el 14 de noviembre. Por lo menos en lo que se refiere al futuro electoral parece haberse conseguido cierta coincidencia.
Un observador algo esotérico, sin embargo, diría que en la Argentina ocurre lo contrario de lo que se espera. Para ilustrarlo, nada más a mano que las últimas dos elecciones. De todas maneras, con ansiedad confluyente (aunque ánimo desparejo) las dos coaliciones cuentan las horas que faltan para lacrar la supuesta derrota, digamos, del gobierno. Una cuenta regresiva de algo importante, y esta certificación sin duda lo es, resulta inquietante. Corroboremos las PASO de una buena vez, le espetan unos y otros al pachorriento almanaque que sólo suelta una hoja por día, incómodos todos con el compromiso proselitista, unos porque temen hablar de más y meter la pata, otros porque no saben qué decir. De ordinaria la campaña no tiene nada.
Por definición las campañas son una oportunidad para mostrar la mejor cara, sacar pecho, seducir, cautivar, encantar. Hay más permiso social para mentir, de allí el salvoconducto coloquial “están en campaña”. Pero el cabizbajo oficialismo, que colocó en automático el reparto de fondos públicos como burocrático y solitario recurso proselitista, parece haberse quedado sin resto hasta para fingir ilusión.
El día después es otra historia. Los vencidos, esto lo prefigura la incontinencia verbal de varios adelantados del Frente de Todos, además de denostar compulsivamente a Macri culparán a los medios por la derrota (sin perjuicio de que estallen temprano las previsibles acusaciones de entrecasa). Nada nuevo. Es posible que Cristina Kirchner cite otra vez al pájaro carpintero, ese que les pica la cabeza a los argentinos cuando no la votan. Ornitología de democracia depredada por el poder mediático. Ya antes ella les diagnosticó idiotismo útil a millones de personas, las que van y votan en masa al enemigo debido a que los medios les agujerearon la cabeza.
Los analistas más fríos, en cambio, prefieren dilucidar si a las elecciones se las ganó el ganador al perdedor o si éste las perdió solo. Un dilema que se zanjó con poca discusión en las dos últimas. Suele darse por cierto que en 2019 no ganaron los Fernández, fracasó Macri (como mínimo con la economía). Y en las PASO de septiembre tampoco ganó Juntos por el Cambio, los Fernández fueron quienes las perdieron. Lo que no significa que siempre define el que gobierna. Hay casos en los que la esperanza colectiva detrás de un surgente líder opositor, un proyecto o ambas cosas resulta el factor determinante, pero esto hace rato que no nos sucede. El elenco de salvadores no se renueva.
Hagan apuestas, señores, dicen algunos opositores sobreadaptados al período entre-electoral, ¡empezó el fin del kirchnerismo! Optimismo que añade una celebración por cada situación proselitista invertida, de esas que refrescan el chiste de que Alberto Fernández es el brillante jefe de campaña de Juntos por el Cambio.
¿Qué puede pasar dentro de diez días? Si se repitieran los números de las PASO, comicios a los que la Vicepresidenta consideró en su famosa carta “una catástrofe política”, el Frente de Todos tendría a nivel nacional algo cercano al 31 por ciento. Hay encuestas -bueno, las encuestas se llevan mal con el país impredecible- que hablan de una merma de un par de puntos sobre ese total. Sólo con que la “catástrofe política” del Frente de Todos se consagre con la dimensión sísmica de septiembre, poco menos de un tercio de los argentinos votaría por el gobierno en su peor momento. Uno de cada tres, casi. Es cierto que los otros dos tercios son opositores y que dentro de esa porción mayoritaria alrededor del 40 por ciento (si se repitieran las PASO) apoyan a una misma fuerza (Juntos por el Cambio). Pero en un país normal, si tal cosa existe, uno de cada tres no es una fuerza despreciable.
¿Y entonces? ¿Por qué el drama (o la fiesta, depende desde dónde se lo mire)? Porque se trata del peronismo. Movimiento de tradición hegemónica que asimila derrota con traición, que implosiona fácil y al que le sienta muy mal perder el control del tablero porque gobierna en contra de la “oligarquía” y negociar con ella degrada.
Pero encima hay un agravante, el kirchnerismo, del que todavía no se sabe con certeza si es una facción externa, una corriente interna, un partido, un instituto, una forma de entender la política, una etapa histórica, una dinastía monárquica o qué cosa con relación al peronismo, al que lidera por segunda vez después de haber fracasado la escisión ensayada a comienzos del gobierno de Macri, quien repuso, más entusiasmado de lo recomendable, la polarización con Cristina Kirchner.
Nadie sabe exactamente cuál es la dimensión del kirchnerismo porque éste carece de perímetro tanto como los peronistas carecen de límites a sus migraciones ideológicas. Está extendida en la política la idea de que el llamado núcleo duro del kirchnerismo tiene en todo el país alrededor de un 25 por ciento del electorado, lo que significaría que uno de cada cuatro argentinos es kirchnerista. ¿Un núcleo irreductible? En cualquier caso es musculoso. Está acostumbrado a impregnar la democracia debido a su impronta contestataria y a su predominio tan sostenido en el conglomerado peronista. El kirchnerismo hasta es el padre de las reglas electorales de juego que hoy padece.
Maldita la hora en la que a Néstor Kirchner se le ocurrió instaurar un sistema de internas partidarias abiertas, obligatorias y simultáneas en todos los partidos, mascullan hoy los gerentes del kirchnerismo más reflexivos. Muchos de ellos piensan como Emilio Monzó, el experto presidente de la Cámara de Diputados del gobierno de Macri, que si no hubieran existido las PASO con oferta opositora diversificada al gobierno no le hubiera ido tan mal. Monzó lo dijo hace dos semanas sin rodeos: “la razón principal por la cual nosotros obtuvimos esta cantidad de votos fue la competencia electoral; si en este espacio no hubiera habido PASO el resultado habría sido distinto”.
Como todo lo contrafáctico, la teoría de que la competencia opositora dentro de las PASO cambió la historia es incomprobable y su enunciado probablemente enoje al antikirchnerismo foribundo. “Qué PASO ni PASO –dirán-, el gobierno perdió como perdió y va a perder más el 14 porque es un desastre, la gente no puede más, hicieron bolsa la economía, fuimos de los peores países en el manejo de la pandemia y encima se burlaron de todo el mundo con el vacunatorio VIP y las festicholas en Olivos”.
Todo cierto, esas cosas sucedieron, pero si la historia del universo fuera un comic en el que la injusticia inexorablemente acaba aplastada nos habríamos estado angustiando en exceso. En cambio, parece necesario preocuparse por lo que le sigue a las elecciones.
Tal vez como mínimo los ganadores deberían repetir la cautela del 12 de septiembre y en la noche del domingo 14 ahorrarse el baile. Los perdedores, si eso los alivia, que vuelvan a bailar.
© La Nación
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