Por Roberto García |
El acto de ayer fue por la unidad, no por la militancia: el gobierno quiere evitar gajos sueltos para el 2023. Pareció un fracaso el intento, aunque hasta una Cristina embroncada simulo aceptar la nueva alternativa. Al menos, el sábado recibió al ministro Guzmán y le autorizó la jugada que al día siguiente anuncio Alberto Fernández: vamos a arreglar con el FMI, si es posible junto a la oposición. O con un trozo de ella. Una promesa oportunista para apagar esa noche el impacto de la derrota electoral, el ofrecimiento de otro título paralelo a los medios de comunicación que reduzca la negrura de los resultados. Infantilismo en los 70, necedad hoy de la tercera edad.
Como se sabe, los Fernández viven más pendientes de esas lecturas cotidianas que de los hechos mismos, suponen que diarios, canales y redes arrean la voluntad del gentío, le restan amor a su fracción. De la reunión con Cristina, Guzmán se retiró feliz: ha renovado el contrato de permanencia en el gobierno, por lo menos hasta la finalización del trámite con el FMI. Premio al que demoró la negociación con los acreedores privados y, luego, con el organismo internacional sin importarle los costos.
Al mismo tiempo, la Vice ya había instruido a su grupo duro (La Cámpora y a su hijo Máximo) la conveniencia de adherir formalmente a la concentración convocada por la CGT, inclusive en un segundo lugar, sin estridencias. Pero, claro, con la novedad pictórica de llegar tarde, para que su hijo y el conglomerado no escuchara decir al Presidente que había sido elegido por el pueblo y no por ella. Evitaron también tropezarse físicamente con el sindicalismo organizado, una previsión que hubiese recomendado cualquier experto en seguridad. Como si además a la viuda de Kirchner le diera asco tragarse un sapo. O varios, aunque ya no tenga ovarios. En política, no viene mal la ingesta de tanto en tanto de esos desagradables batracios que viven en el agua y en la tierra, sean gordos, adiposos, viejos, burócratas o corruptos, según la clasificación que siempre ha hecho la propia Cristina de los convocantes a la Plaza de Mayo. Pero así como un día se debió obligar a elegir a Alberto y no presentarse ella, ahora se postra para convivir con sus odiados compañeros.
También en ese ejercicio bloqueó una maniobra interna: ciertas figuras del entorno presidencial pretendían convertir el feriado militante en una cita explicita contra Cristina, reivindicar al mandatario —dicen— a quien ella no lo deja gobernar, lo acecha y critica, le resta poder y jibariza. A su vez, el silencio gremial en estos dos años de pronto se vulneraba gracias a nuevas autoridades en la CGT —ningún sindicato industrial en la cúpula— y a la devolución de fondos de las obras sociales. Nada que le gustara a Cristina, quien entendió la convocatoria como una confabulación en su contra, le atribuía esa intención al mismo Presidente, gobernadores, jefes de gabinete, sindicalistas, intendentes, peronistas del primer Testamento, quienes con menos discreción que antes se muestran hartos de la presión del camporismo, las burlas de sus arañas insignes, el robo de territorios, la colocación de inspectores y un manejo arbitrario de las cajas. Ahora también por manipular intrigas tardías en la Plaza. Insaurralde y el mismo Manzur simbolizaron el reproche a esa política egoísta y caprichosa, de imprevisible propagación. Incluye un conteo riguroso de las contribuciones efectivas en los comicios del domingo pasado. Habrá que observarlo debido a que, desde la Casa Rosada, un íntimo de Fernández se preocupaba por amenazar jefes distritales que, a su juicio, preferían salvarse ellos y repartir únicamente la boleta municipal, en lugar de desplegar la provincial que encabezaba Victoria Tolosa Paz. Pero el tiro salió al revés: los que más se despegaron de la candidata fueron camporistas, cristinistas y massistas, en orden del seis por ciento para arriba, en territorios como Luján, Avellaneda, Mercedes, San Fernando, Ezeiza, General Las Heras y San Fernando. Toda una sorpresa para el esposo de Tolosa Paz, Albistur, quien pensaba lo contrario y ayer, por encargo de Alberto, se encargó de la organización de un acto que la semana próxima casi nadie guardará en su memoria. Una antigualla esa celebración, salvo la división revelada.
Porque la búsqueda de unidad en el oficialismo ha sido una falsa simbiosis, una traición intestina, como la que observó Perón en los 70 al presidir desde un balcón de la CGT, con sus dirigentes a su lado, el desfile conjunto de gremios y formaciones especiales (Montoneros), armados ambos bandos, que se asesinaban entre sí y lo seguirían haciendo luego: eran todos militantes. De la muerte, seguro. Ayer se vivió un remake sin violencia de aquella jornada, una parada engañosa cuyo propósito amistoso no duró entonces. Tampoco parece que pueda celebrarse ahora, luego que Alberto propusiera que el próximo candidato del oficialismo sea elegido en internas y no por el dedazo de la compañera Cristina. Como en su caso. Este reclamo democrático no le sienta a la rigidez vertical de La Cámpora ni a su inspiradora madre. En cambio, le cabe a Fernández —a quien el otro Fernández, el Aníbal ya postuló para la reelección—y, en particular, a un exilado que el mandatario reputa como un hermano postizo, Daniel Scioli. Hace tiempo que el actual embajador en Brasil ha empezado a constituir grupos de trabajo con la cercanía presidencial y a demandar la necesidad de elecciones libres dentro del sello oficial. Como dice Alberto, “del último concejal al Presidente”. De acuerdo a los gobernadores, al gremialismo y a los intendentes. Y en oposición, obviamente, a una Cámpora no solo debilitada en la provincia, de manifiesta minoría en todo el país: tiene más de lo que es.
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