Por Claudio Jacquelin
Cuando todavía los votos están calientes, la dirigencia política se enfrascó en las internas para 2023. Como si no tuviera registro de que la ciudadanía había concurrido a votar agobiada por el hastío, el enojo y la desesperanza. Con la tenue ilusión de que la política se ocupara de una vez por todas de solucionar los problemas de fondo de un país desfondado y deje de discutir por un buen rato de sus propios asuntos.
Oficialismo y oposición han dado muestras de no comprender que el mapa electoral y la composición del Congreso que forjaron las elecciones no condena al éxito a nadie. Solo ofrece dos destinos: la parálisis letal o el acuerdo.
No hay más alternativas para la dirigencia política que iniciar un ejercicio de diálogo (tal vez inédito) en busca de algunas coincidencias básicas o darse por vencida ante el fracaso inexorable que sobrevendría. Es el fruto del equilibrado sistema que quedó.
Ninguna fuerza política cuenta hoy con la capacidad de imponer su posición y todas tienen la posibilidad de vetar (o de trabar). Las escenas iniciales ofrecidas tras el cierre de los comicios no han sido alentadoras. Difícil será hacer que el país camine hacia la superación de los problemas acumulados y los desafíos inminentes.
En la primera semana tras las elecciones, el interrogante más probable y comprensible que podría formular la ciudadanía, si le quedaran ganas de escuchar una respuesta, es “¿qué parte no entendieron de lo que les dijimos con el voto?” A estas alturas, una pregunta retórica. O una advertencia.
Difícil explicarle a la sociedad, estragada por las penurias económicas, las vivencias y consecuencias de la pandemia y el larguísimo proceso electoral, la realización del festivo acto oficialista en Plaza de Mayo, tras la inapelable derrota que sufrió el 14N. Tampoco resultará sencillo de entender la irrupción obscena de la interna cambiemita, luego del indiscutible triunfo nacional y la ampliación territorial de su poder, gracias a la unidad de la coalición.
El apresurado y preanunciado pase de facturas con la mira puesta en 2023 de Patricia Bullrich a Horacio Rodríguez Larreta por los resultados electorales porteño y bonaerense, inferiores a los esperados, sacudió a Juntos (pero no tanto). Lo mismo provocó la disputa por la conducción del bloque de diputados nacionales del radicalismo, que lanzó el nosiglista porteño Emiliano Yacobitti, con el trasfondo de la pelea por la presidencia del comité nacional de la UCR, destinada a quedar en manos de sus correligionarios del interior. Nada que vaya a remediar las penurias urgentes de sus votantes ni que estuviera entre las cláusulas del contrato electoral contraído.
Tanto o más difícil de vender puede resultar el aval de Alberto Fernández y Axel Kicillof a la búsqueda de un atajo para dejar sin efecto la ley que impide otra reelección de los vitalicios intendentes bonaerenses, tras su aporte a reducción de daños.
La norma que se pretende vulnerar tiene el raro privilegio de ser uno de los pocos cambios que hizo el establishment político en los últimos 20 años en contra de sus propios intereses, en respuesta a una demanda ciudadana, en pos de una democracia más competitiva y de una renovación de la política. Solo falta ahora que se intente derogar otro logro de la derrotada gestión bonaerense de María Eugenia Vidal, como es la norma que terminó con las jubilaciones de privilegio de los funcionarios provinciales. No hay motivos para descartarlo. La temeraria vocación por tocarle los bigotes al tigre está intacta.
Las imágenes poselectorales demuestran que el timón del Titanic no está en manos solo de un capitán alucinado por resultados lisérgicos, que le hacen confundir derrotas reales con triunfos imaginados. Toda una tripulación lo acompaña en el desvarío. Como si ninguno escuchara al pasaje que demanda evitar el iceberg. Ni siquiera los que gritan desde los márgenes, alentando motines suicidas antes que aportando palabras y acciones para la corrección del rumbo.
Disputas impúdicas
No son los hechos mencionados los únicos ni excluyentes elementos que desafían el equilibrio político inestable dejado por las elecciones de medio término y que abonan la causa de la desazón ciudadana, registrada por todas las encuestas.
El inaceptable e inexplicado aún asesinato del adolescente Lucas González a manos de policías porteños que, sin uniforme, dispararon a matar, es tratado como la contracara del homicidio a manos de asaltantes de Roberto Sabo, el kiosquero de Ramos Mejía, o el de Joel Sánchez, el joven panadero de José C. Paz. Pese a la imposibilidad de equiparar cada muerte y cada responsabilidad, la política se arroja de una vereda a la otra los nombres de inocentes muertos. Disputas impúdicas. Excesos naturalizados.
Los dos problemas que más preocupan a los argentinos carecen de respuestas certeras de la dirigencia. No es de ahora, pero ahora se han agravado. La seguridad solo está desplazada en el ránking de las demandas ciudadanas por las acuciantes cuestiones económicas, como la inflación y el empleo.
Sin embargo, así como no hay una política de seguridad nacional que lleve tranquilidad a los habitantes de todo el país, tampoco hay un programa económico que muestre un rumbo certero.
El Gobierno anunció que se propone buscar el apoyo de la oposición para llegar a un acuerdo por la deuda con el Fondo Monetario Internacional y para lo cual se requiere de un plan, pero en las inmediaciones de Alberto Fernández admiten que apenas hay un “preprograma en elaboración”. El plan plurianual y las conversaciones con el FMI están como la superpromesa de la inversión australiana que promovió Agustín Pichot durante la gira presidencial europea: apenas transitan la fase germinal del estudio de prefactibilidad. Aunque acá los tiempos son más urgentes.
No solo faltan señales políticas claras de que hay genuina vocación de diálogo con los opositores para lograr su apoyo a lo que se intenta acordar. También faltan avances en el plano técnico. Ahí el problema es la falta de consenso dentro del oficialismo, a pesar de las declamaciones y las versiones sobre coincidencias en la cúpula de Todos. En los detalles están y estarán Dios, el demonio, Cristina Kirchner y La Cámpora. Fuerzas superiores e inferiores que suelen complicar a Fernández, aunque le prometan ayudarlo.
Diferencias y desconfianza
La pretendida y autocelebrada victoria del oficialismo no logró saldar diferencias ni desconfianzas. Tampoco sirvió, aun, para ordenar al Gobierno y superar su funcionamiento disfuncional de la gestión. Por el contrario, generó nuevos reacomodamientos que deberán encontrar algún punto de equilibrio o de colisión.
El rol del otrora superpoderoso Eduardo de Pedro, el ex-Wadito, está siendo tupacamarizado entre Juan Manzur y los ministros Gabriel Katopodis y Juan Zabaleta. Por el jefe de Gabinete pasan ahora las relaciones (léase recursos) con los gobernadores que Fernández había delegado (por inocencia o falta de poder) en el ministro del Interior. En manos del titular de Obras Públicas y del de Desarrollo Social quedó el vínculo con los intendentes del conurbano bonaerense, sus expares, y con los dirigentes de los movimientos sociales, con los que compiten, conviven y comparten poder y territorio.
La alegría presidencial que La Cámpora se negó a compartir en la Plaza de Mayo no se debe solo a una diferencia de interpretaciones del resultado electoral. Los distancian, además, las efectividades conducentes actuales y los proyectos de futuro, que necesitan de esos recursos. Más discusiones superestructurales que ocupan tiempo y esfuerzo.
Allí pueden encontrarse razones para explicar las múltiples facetas que suele mostrar Máximo Kirchner, heredero de la dinastía K y líder de la agrupación oficialista ya no tan juvenil. El jefe del bloque de Diputados puede mostrarse tan plástico, racional y autocrítico como rígido y dogmático.
Todas esas caras quedaron expuestas desde la noche de las elecciones perdidas, cuando no ocultó su rechazo a presentarlas como una victoria, hasta su decisión de sobreactuar las diferencias en público con la tardía llegada de La Cámpora a la Plaza de Mayo para ubicarse donde en los ‘70 solía estar la “juventud maravillosa” antes de convertirse en “esos imberbes que gritan”. En términos históricos, todo un avance. Ellos llegaron tarde. A los otros los echaron. No es solo racionalidad y madurez, sino también especulación.
Así, el realismo de Máximo Kirchner ante los resultados resalta las extravagancias de Fernández. Lo mismo ocurrió con el histórico portavoz vicepresidencial Oscar Parrilli que consideró extemporáneo el anuncio del Presidente de habilitar las PASO para elegir los candidatos oficialistas en 2023. Cuando la sensatez es propiedad de los excéntricos algo no estaría funcionando bien.
A veces la política habla en otro idioma. Tal vez por eso, la dirigencia no entendió el mensaje de las urnas.
© La Nación
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