Por Daniel Santa Cruz
“Quiero expresar nuestro repudio al episodio ocurrido frente a la sede del diario Clarín. La violencia siempre altera la convivencia democrática”, afirmó Alberto Fernández en su cuenta de Twitter horas después de conocido el ataque. Tiene razón el Presidente al señalar que “la violencia altera la convivencia democrática”, y su mensaje fue recibido de buen modo por quienes creen en eso valores.
Pero muchos nos preguntamos por qué no reaccionó de modo crítico meses atrás cuando en un acto, a su lado, el intendente de José C. Paz, Mario Ishii, afirmó no tener dudas de que el pueblo se iba a levantar contra los medios, o tampoco llamó la atención al gobernador del Chaco, Jorge Capitanich, cuando pidió “regular los medios”, una de las propuestas más anti democráticas que se escucharon últimamente y que, de ponerse en práctica, también alteraría esa convivencia que el Presidente pide custodiar.Desde la derrota electoral del 12 de septiembre en las PASO, que generó una crisis política e institucional en el gobierno del Frente de Todos, el oficialismo dio la impresión de haber saldado muchas de las diferencias internas que aparecieron y se hicieron públicas, con una gran coincidencia: culpar a los medios de comunicación y a los periodistas, y no a la mala gestión del gobierno de los Fernández. Porque todas esas propuestas antidemocráticas, declaraciones que incitan a la violencia, como que el pueblo se “levante contra los medios”, reaparecieron después de la reconciliación política sucedida dentro de la alianza oficialista.
Son actitudes peligrosas, porque estas cosas derraman, llegan e incentivan a los costados más duros de la grieta. Lo vemos a diario en las redes, donde en las últimas 48 horas aparecieron posteos de Twitter de cuentas identificables que, ya sin pudor, justificaban el atentado a Clarín y hasta pedían más, porque no alcanzaba con lo del lunes que ya no debía ser el único caso.
El problema se agrava cuando del otro lado de la grieta recogen el guante. Porque también se vieron excesos de locuacidad y señalamientos irresponsables que, sin prueba alguna, culparon al gobierno por el ataque. No hay duda de que algunas reacciones desmedidas de sectores del no kirchnerismo son útiles al discurso del odio porque, al jugar el mismo juego, permiten su retroalimentación.
Estos sectores radicalizados que, amparados en una excusa ideológica y moral llegan al punto de comprender un crimen o culpabilizar a un gobierno o a alguien sin pruebas, por el solo hecho de pensar distinto, lo único que hacen es darle la bienvenida a la violencia política para que se instale cómodamente entre nosotros, porque al justificarla la normalizan y de algún modo la aceptan porque encuentran una razón para que suceda.
Ese es el gran desafío de la dirigencia política: comprender que, sin dejar sus principios, ideas y valores morales, y sin transar tampoco en sus convencimientos, están obligados a acordar un grado de convivencia civilizada, dar el ejemplo, no señalar sin pruebas, no levantar sospechas y no dejar pasar por alto las barbaridades expresadas por bravucones que no honran la democracia, aún si estos son aliados políticos de turno.
Este año, en una conferencia organizada por OEI Argentina, el ex presidente español José Luis Rodríguez Zapatero, hablaba de “honrar los modos y costumbres” que deben mantenerse dentro de un sistema democrático, que de por sí no solo es bueno por el hecho de ser la mejor alternativa a los modelos autoritarios. A lo largo de la historia se violaron derechos humanos en democracias y hasta la esclavitud cohabitó con ellos. Si bien es comprensible que muchos no acepten la grave diferenciación que practican los intolerantes y el poco valor que le dieron algunos dirigentes a la corrupción pública y a la independencia de poderes republicanos, no podemos permitirnos utilizar esa grieta para romper la delgada línea que la separa de la aceptación de la violencia política.
No sabemos si las bombas molotov del lunes contra Clarín fueron solo un hecho aislado o el comienzo de una escalada de violencia política y social. Si bien no parece ser esto último, nadie podría asegurarlo. El mes que viene se cumplen 20 años de aquel fatídico diciembre de 2001, hay mucha tensión política dentro y fuera del gobierno, mucha demanda social y oportunistas al acecho. Cada gesto, cada palabra de un gobernante o dirigente representativo deberá medirse con sumo cuidado, no será gratis derrapar en la verba en estos días. Lamentablemente, hay caldo de cultivo.
El atentado contra el diario Clarín debe ser aclarado de inmediato, porque como dice, con razón, el senador electo Luis Juez, “siento que las bombas molotov también estallaron en la puerta de mi casa; hoy es Clarín y, si la dejamos pasar, mañana puede ser cualquiera”. Pero, además, porque este acto violento abre una serie de interrogantes sobre los comportamientos y los mensajes políticos que son parte nuestra desde hace muchos años y que fueron adoptados por los dos sectores políticos que representan esos lados de nuestra sociedad que le dieron forma a la llamada grieta política y moral que nos divide y que seguirá estando entre nosotros, marcando el pulso de la política local. Ese daño ya se hizo y costará revertirlo, lo que no podemos permitirnos es que se agrave y que termine siendo la justificación para que la violencia política encuentre un lugar para actuar porque los extremos comienzan a parecerse.
El escritor inglés William Hazlitt ya lo advertía en el siglo XIX cuando decía que “las antipatías violentas son siempre sospechosas y revelan una secreta afinidad”. En Argentina, el límite está trazado claramente. Lo conocemos, tenemos historia para recordar qué pasó cada vez que lo corrimos. No podemos volver a cruzarlo.
© La Nación
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