Por Arturo Pérez-Reverte |
Tenía doce años y no lo olvidará nunca. Era un día hermoso, de sol y cielo azul, sin una nube: uno de esos días que parecen dispuestos por Dios o por quien disponga esas cosas para saludar los grandes acontecimientos. Y fue a media mañana cuando su padre llegó exultante a casa. Venía optimista, feliz, caminando a largas zancadas. Con prisa.
–Ven conmigo, anda –dijo cogiéndolo de la mano–. Porque vas a recordar este día durante el resto de tu vida. Regresa un héroe, chico. Un héroe de verdad. Y lo verás con tus propios ojos.
Salieron juntos de la casa, encaminándose hacia la plaza del ayuntamiento. El pueblo era pequeño y casi todos los vecinos estaban allí, o al menos eso le pareció al niño. Se congregaban sonrientes y conversaban animados, con aire festivo. Miraban hacia la calle principal, que se iba llenando poco a poco mientras la gente, alineada a uno y otro lado, formaba un corredor.
–Quince años –decía el padre con amargura–. Han pasado nada menos que quince años. Pero todo se acaba, y él está al fin de regreso.
Miraba el niño en torno con ojos de asombro: el bullicio, el ambiente de fiesta. Había banderas y pancartas, incluida una colgada en la fachada del ayuntamiento: frases de afecto y una palabra pintada con grandes letras rojas. Bienvenido, decía ésa. Y debajo, en letra más pequeña: Feliz regreso a tu hogar.
–Ahí viene –exclamó de repente el padre–. Nuestro soldado.
Miró el niño y vio aparecer al héroe al extremo de la calle. No era como imaginaba, así que lo estudió con mucha atención: flaco, pequeño, de mediana edad. El pelo ralo, escaso en las sienes, estaba salpicado de canas, como el bigote. Caminaba despacio, flanqueado por varias personas que parecían su familia: una mujer que lo abrazaba por un lado, un chico y una chica jóvenes por el otro. Sonreían felices y la mujer lloraba agarrada a su brazo. A medida que el héroe pasaba ante la gente, lo vitoreaban. Una señora mayor, de pelo gris y aspecto respetable, le echó los brazos al cuello, le entregó un ramo de flores y le dio un beso. Algunos hombres le palmeaban la espalda. El héroe caminaba asintiendo con la cabeza, con una vaga sonrisa en la boca. Parecía al mismo tiempo abstraído y emocionado. Más mujeres mayores lo besaron, más hombres le palmearon la espalda. Llegó así ante el bar grande, la taberna de la plaza principal. Los más amigos, los íntimos, lo metieron dentro, y el padre arrastró de la mano al niño para seguirlos allí.
–Cuéntanos –pedían al héroe mientras le servían un vaso de vino–. Cuéntanos cómo fue, soldado.
Tras hacerse rogar mucho, el héroe contó. Lo hizo despacio, en voz baja. Pensativo como si le costase penetrar la niebla del tiempo en busca de los recuerdos. Mientras todos escuchaban absortos rememoró aquella gloriosa mañana del pasado ya remoto, la tensión del largo acecho, el sudor que hacía resbaladiza la mano con que empuñaba la pistola. El batir de la tensión, el pulso golpeando sobre el silencio de los tímpanos mientras se acercaba por detrás al objetivo, primero con cautela, decidido al fin. El gatillo, el impacto del balazo en la nuca, el hombre que se desplomaba, derribado sobre el puesto de chuches con que se ganaba la vida, entre los caramelos y las barritas de regaliz. Ajusticiado por soplón y por fascista.
–¿Y luego? –preguntó alguien.
El niño vio al héroe encogerse de hombros. Luego, le oyó responder con gesto amargo, la huida, los días escondido. Y una noche, la puerta hecha pedazos, la Guardia Civil, las torturas salvajes, ya sabéis cómo las gastan ésos. Los jueces y la cárcel. Sin arrepentirse nunca, sin firmar nada. No como esos perros traidores que chaquetean para salir antes. Quince años a pulso, como los hombres. Y ahora, por fin, otra vez en casa, en la patria –levantó el vaso de vino–. Con los suyos. Con su gente.
Estallaron aplausos, brindis, vítores. Bienvenido, repetían todos. Bienvenido, soldado. Fue entonces cuando el padre del niño estrechó la mano derecha del héroe, la misma con la que había ejecutado al fascista del puesto de chuches, y con la misma mano en alto, todavía caliente, se volvió hacia él y se la puso dulcemente en la mejilla.
–Toma, hijo mío –le dijo, conmovido hasta las lágrimas–. Ésta es la caricia de un gudari.
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