Por Jorge Fernández Díaz |
En poderosos segmentos de la universidad argentina y en el interior de proactivos cenáculos culturales, dominados siempre por mandarines y comisarios políticos, persisten en ignorar o directamente censuran a escritores que no adhieren a alguna de las floridas variantes del peronismo, a cualquier forma del marxismo militante o utópico y a sus inofensivos acompañantes terapéuticos: esos sujetos y sujetas que se hacen los gansos para sobrevivir a la cancelación del medioambiente. Juan José Sebreli, que esta misma semana cumplió 91 años, sigue siendo allí uno de los más notables proscriptos.
Vale la pena entonces revisar, entre su fecunda y decisiva obra, acaso su libro menos leído -El tiempo de una vida-, no solo porque se trata de las lúcidas memorias de un testigo único del siglo XX, sino porque su propio itinerario revela búsquedas, pulsiones y fallidos de las distintas generaciones que se adentraron en el engañoso terreno de la “izquierda” vernácula y del “movimiento nacional y popular”, donde todavía persisten en encallar su proa muchos jóvenes ilustrados, sin comprender que esas orillas barrosas se han convertido en el nuevo statu quo y que lo verdaderamente contracíclico consiste ahora mismo en atreverse a la insumisión ante todo ese pensamiento hegemónico.En la página 226, Sebreli recuerda sus primeras lecturas ideológicas, que como a tantos otros lo hizo caer en gravísimos errores, a saber: “La idea de dictaduras progresistas, el desdén por la democracia, la inevitabilidad de los cambios revolucionarios violentos y la justificación del terrorismo”. Y que luego lo empujaron a una especie de “peronismo imaginario”, que obedecía en verdad a “una rebelión juvenil, un deseo bohemio de espantar a los burgueses, tan típicamente pequeñoburgués como las convenciones y los tabúes a los que pretendía oponerme”. Confiesa el pensador que por entonces buscaba en la política -como suele suceder hoy en día entre muchos iniciados- “un juego divertido y excitante; la democracia que propugnaba la oposición al peronismo era gris y tediosa. En cambio, el peronismo no daba tiempo para aburrimientos, practicaba la provocación y el dinamismo más desenfrenado, la subversión de todos los valores tradiciones”. A Sebreli le encantaban las humillaciones que operaba el régimen justicialista sobre “las damas de abolengo”, el burdo hostigamiento al Jockey Club, el tragicómico encarcelamiento de Victoria Ocampo, la degradación laboral de Borges, la desfachatez de Evita, los discursos flamígeros de Perón. Y en su mea culpa, asevera que el amor literario por lo “plebeyo” y su “desconocimiento de las particularidades del fenómeno fascista” lograron encandilarlo y confundirlo durante aquella primera década excitada. Cuando estudia descarnadamente esos sentimientos de principiante, descubre lo esencial: “Mi sed de mesianismo, de utopía milenarista, era insaciable, y como no encontraba nada mejor a mano, calmaba la ansiedad con cualquier remedo grotesco. Las multitudes en la calle y la idílica fraternidad de llamar ‘compañero’ a un desconocido resultaban fascinantes -añade-. La exaltación lírica, la borrachera de izquierda, no se detenía ante los obstinados datos de la realidad”. Esa “borrachera” lo hizo visitar en un comité de la calle Austria a Jorge Abelardo Ramos, apologista del “nacionalismo popular”; a Rodolfo Puiggrós en su casa de Palermo, paradigma del comunista reconvertido en “socialista nacional” y a John William Cooke exiliado en Uruguay, primer ideólogo del “peronismo revolucionario”. Sebreli tuvo a bien apartarse de esa penúltima quimera mucho antes de que ésta derivara en el delirio montonero y los devorara a unos y a otros en los ulteriores incendios setentistas. Ya para entonces el autor de Dios en el laberinto había abandonado su “peronismo imaginario” y se había internado en ese inefable archipiélago que conforman los infinitos grupúsculos marxistas. Su relación con un dirigente mítico y enigmático -Nahuel Moreno- contiene momentos hilarantes. Aquellos jóvenes trotskistas habían decidido captar a los obreros del Sindicato de la Carne. “Y todos los militantes vivían, por supuesto, en el Centro y jamás habían pisado el Dock Sud -narra-. Nahuel se fue entonces a la Biblioteca Nacional para consultar los mapas y sobre esa base se repartieron el trabajo, pero cuando llegaron comprobaron que se trataba de una zona de baldíos”. Luego ante la inminencia de una asamblea que ese mismo sindicato iba a celebrar en el cine Edén, se vieron obligados a pensar “cómo mimetizarse con la clase obrera”, y se pusieron “a estudiar la manera de vestir de los proletarios. No encontrando otra documentación a mano que las películas, decidieron ir todos ellos con pañuelos blancos al cuello, tal como imaginaban a los proletarios los vestuaristas de Argentina Sono Film. Lograron, como es de suponer, el efecto contrario, llamando la atención del resto de los concurrentes; los obreros del frigorífico ya no usaban lengue”.
El trotskismo ha logrado revertir aquel defecto de origen -ser una mera fuerza de clase media-, ha avanzado durante los últimos treinta años sobre los gremios más fuertes -donde es combatido impiadosamente por la burocracia justicialista-, y ha copiado en el territorio la metodología clientelar del kirchnerismo: sus dirigentes dominan hoy con planes sociales amplias barriadas pobres, pasan lista para movilizar y cortar las calles, y adjudican premios y castigos como los peores barones y punteros del conurbano. Su peso electoral es creciente, y le están robando adherentes de corta edad a La Cámpora, que ha envejecido prematuramente en el poder.
Después, las memorias de Sebreli se detienen en el maoísmo, y específicamente en China, que aunque es retratada en los años sesenta y ha pasado mucho agua bajo el puente, no ha modificado determinadas cuestiones de su férrea y antiquísima cultura interna. El ensayista refiere que no pudo sustraerse al fenómeno del “turismo de izquierda”, muy en boga en aquellos tiempos. Las grandes potencias del “socialismo real” solían propiciar visitas guiadas a sus “paraísos”: verdaderas puestas en escena para visitar la fábrica modelo, la granja modelo, la escuela modelo, el hospital modelo y la cárcel modelo, y también el palacio imperial de la “Ciudad prohibida” donde, entre tazas de té perfumado, el Buda viviente recitaba sus diálogos filosóficos. “El ritual llegaba hasta los extremos del grotesco -rememora Juan José-. En los restaurantes, el chef explicaba que los platos eran sabrosos porque se habían seguido los consejos del gran líder”. A diferencia de los totalitarismos tradicionales, el dictador no se conformaba allí con ser obedecido y temido; también debía ser amado. Los campos de concentración no figuraban, claro está, en aquellos viajes exóticos, donde se teatralizaba para el incauto espectador la forzada comedia de la felicidad. “La mayoría de los viajeros -puntualiza- no se preocupaba demasiado por averiguar sobre salarios, horas y condiciones de trabajo, días de vacaciones o edad de jubilación, datos precisos para juzgar las bondades de un autodenominado Estado obrero o socialista”. Sin embargo, Sebreli logró recabar indicadores concretos y toparse con la inapelable realidad: “La mayoría de las conquistas sociales logradas en los países capitalistas, incluido el derecho a huelga, eran allí inexistentes”. Los maoístas porteños, no obstante, se rasgaban las vestiduras frente al “impiadoso y desigual” modelo argentino de entonces, que registraba apenas 3% de pobreza, pleno empleo y una desigualdad similar a la de los países nórdicos.
La larga e intensa travesía ideológica y personal de Sebreli demuestra una vez más que el nacionalismo se cura viajando y leyendo, y que ciertas emociones íntimas precisan siempre de teorizaciones extravagantes y reinos hipotéticos de religiosidad laica. Esas supersticiones, que él adoptó y descartó sin ambages ni autocomplacencias, siguen vigentes: una y otra vez regresan con envoltorios flamantes a cierta intelectualidad argenta y a determinada elite política, en un carrusel interminable donde las evidencias no importan y la experiencia no enseña, y donde la pereza mental engendra sesgos de confirmación, complicidad silenciosa, proscripciones universitarias y renovados entusiasmos autodestructivos.
© La Nación
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