Por Guillermo Piro |
El 28 de diciembre de 2003, César Aira publicó en La Nación un breve ensayo titulado Best sellers y literatura, vigencia de un debate. La fecha de algún modo signa un acontecimiento porque, a diferencia de lo que ocurre usualmente, con aquel ensayo Aira liquidó un tema o, si se quiere, cerró el debate al que aludía el título. Básicamente, trataba con inusual respeto un género que aspira al consumo inmediato de un público que no suele tener veleidades literarias.
Lectura para los que no leen, de aspiraciones didácticas, vaciada de literatura, es, según Aira, “un invalorable detector de lo literario”, afirmación que se dedicaba a probar con argumentos difíciles de contradecir (tal vez me equivoque, pero no recuerdo que nadie se haya el tomado el trabajo de intentar contradecirlo).Habiendo recomendado calurosamente ese texto, que fácilmente se puede encontrar en la web, he aquí que enorme me inclino (estoy citando a Maiakovski, la ocasión lo amerita) ante Wilbur Smith, el escritor zambiano naturalizado sudafricano, pero de orígenes británicos, que falleció hace poco más de una semana, el 13 de noviembre, a los 88 años. Escribió más de 49 libros, que vendieron más de 100 millones de ejemplares. Fue muy apreciado en la Argentina en la época en que se compraban muchos libros, y en ellos se dedicaba a narrar grandes historias de aventura y larguísimas sagas familiares.
Smith murió en Ciudad del Cabo, en Sudáfrica, donde vivía con su cuarta esposa. Había nacido en 1933 en lo que hoy es Zambia, pero entonces era la Rhodesia del Sur, una colonia de la Corona británica. Pasó la infancia y la adolescencia en el ranch familiar, y contó que a los 13 años le tocó dispararle a un león, matándolo. El león estaba amenazando el ganado de su padre, de modo que no hubo ningún lamento, y lamentarse ahora por un león asesinado en 1946 no tiene mucho sentido. Del mismo modo que su padre lo impulsó a matar, su madre lo impulsó a leer, es decir a ser matado (a veces).
En su autobiografía, Leopard Rock, contó que había deseado ser periodista, pero que el padre le recomendó buscarse un “trabajo de verdad”, razón por la cual se hizo contador. Pero nunca abandonó su aficción a la lectura y la escritura, y a los 31 años publicó Cuando comen los leones, la historia de un hombre criado en un ranch sudafricano. Naturalmente, la fuente de inspiración era su propia vida, y el libro tuvo mucho éxito en todo el mundo. A ese libro siguieron otros quince que cubrieron una historia que abarca siglos y que reconstruía minuciosamente el árbol genealógico de la familia Courtney, desde el siglo XVII hasta el XX. Esa saga de libros es considerada la más longeva de la historia de la literatura. Aunque lo que Wilbur Smith hacía, como dijo Aira una vez, carecía de pretensiones literarias, como esa personas que conocen todos los vicios pero no practican ninguno.
Hace diez años se habló de Smith cuando firmó un contrato con Harper Collins para un proyecto más bien extraño: él pensaba las historias, los personajes y las tramas, pero los libros los escribirían otros. Tenía en la cabeza un montón de libros que sabía que no iba a poder escribir.
La necrológica del Guardian dijo que “con sus novelas, [Smith] llevó a los lectores a todas partes, desde las islas tropicales a la jungla africana, y en tantas épocas distintas, desde el Antiguo Egipto hasta la Segunda Guerra Mundial.
Cualquiera que haya sido librero estuvo obligado a amarlo. Yo no más que otros.
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