Por Mario Vargas Llosa |
Los votos se inventaron en las elecciones libres, para defender la democracia; los dictadores no necesitan elecciones, ya que las fabrican a su gusto. De una declaración sobre el “bien” votar, un comentarista de la televisión dedujo que yo me refería a la elección que perdí en 1990: los que votaron “bien” votaron por mí, y los que no, “mal”. No había pensado en ello, pero, por esa y otras críticas —muchas, en verdad—, deduje que me había equivocado. Tenía que explicarlo mejor, no para evitar las críticas sino para darles fundamento, si lo tenían.
La cosa me parece más bien simple: votar “bien” es votar por la democracia; votar “mal” es votar contra ella. ¿Siempre resulta tan claro y evidente? No, por supuesto. A veces, saberlo no es fácil al principio; sólo con el paso del tiempo resulta claro si se vota bien o mal. Por ejemplo, los ingleses —un pueblo que rara vez se equivoca en este asunto— ahora van descubriendo que votar a favor del Brexit, en contra de la Unión Europea, fue un error y que la democracia más antigua del mundo acaso pagará caro por ello. Yo pensaba, cuando lo dije, sobre todo en el caso de Venezuela. Todavía estaba vivo el comandante Chávez. Yo iba con frecuencia a Caracas, donde tenía muchos amigos. Me quedé asombrado de que hubiera tantos —entre ellos, varios empresarios— que, entusiasmados, se preparaban a votar por él. Este los sobornaba con sus promesas de no tocar nada del sistema imperante en el país y más bien mejorar las relaciones del Estado con los empresarios. Estos parecían creerle. “Había mucha corrupción con Carlos Andrés Pérez”, les oí decir. “Pero con el comandante Chávez habrá 10 veces más corrupción, la prensa estará censurada y nadie podrá decirlo. Además, sólo habrá elecciones amañadas”. “Ya se verá”. Y se vio, pues fue esta la última vez que los venezolanos tuvieron elecciones libres.
Votar “mal” es cerrar las puertas a la democracia, como se ha hecho en el Perú en las últimas elecciones, si es que, en verdad, estas fueron limpias, lo que muchos ponemos en duda. Entre tanto, el dólar sube y la gente que puede saca sus ahorros o inversiones y se los lleva al extranjero; las arcas fiscales se ven cada día más huérfanas de recursos. Tal vez no se llegue a lo que el Partido Perú Libre quisiera (que presentó a Castillo como candidato a la Presidencia, pues su líder, Vladimir Cerrón, estaba condenado por el Poder Judicial por razones de robo al Estado), que el Perú forme parte del grupo que reúne a Venezuela, Cuba y Nicaragua, pero, en todo caso, la situación del país es crítica y podría ocurrir un golpe de Estado en el que la dictadura militar se quedaría en el poder 10 o 20 años, como ha ocurrido otras veces. ¿No es eso votar “mal”, contra la libertad y el progreso? ¿No hubiera sido mejor que los alemanes no se entregaran en cuerpo y alma a Hitler, ganando las elecciones en 1932, con los millones de muertos de la II Guerra Mundial que derivó del convencimiento que tenía el líder nazi de derrotar a la URSS, dominar Europa y firmar un tratado de paz con Inglaterra? Los italianos que lo hacían por Mussolini, y los españoles por Franco en España, ¿votaban “bien”?
El resultado de unas elecciones puede ser trágico para un país si los ciudadanos que votan no prevén las consecuencias que podría tener el resultado electoral. Esto no descalifica las elecciones ni el voto popular, que suelen ser, sobre todo en los países occidentales, responsables y democráticos, pero no lo es en el mundo subdesarrollado donde cada día vemos casos como el de Nicaragua, donde el comandante Ortega y su esposa Rosario Murillo meten en la cárcel a todos los candidatos que podrían hacer sombra a sus intenciones reeleccionistas. ¿Qué valor se puede prestar a semejantes elecciones donde la victoria de los actuales gobernantes está garantizada de antemano y con porcentajes precisos?
En Cuba, en China, en la URSS y en los antiguos países satélites se celebraban elecciones puntuales, en las que nadie creía, pues sólo servían a los gobernantes para enterarse secretamente del estado de cosas en el propio país. Las elecciones tienen sentido sólo en las democracias, mientras el largo abanico de los partidos de centro y de derecha —que van desde los socialistas hasta los conservadores, pasando por los demócratas cristianos y los verdes— expresan sus cercanías y sus diferencias, para establecer alianzas más o menos sólidas que les permiten formar un gobierno. Esas elecciones son útiles, por supuesto, y nadie querría suprimirlas. ¿Pero las elecciones en países donde acaba de ocurrir un golpe de Estado, como ahora en Guinea, donde la arrolladora mayoría que está detrás de los golpistas se apresura a celebrarlo manifestándole su adhesión, tienen un sentido democrático? Tengo dudas al respecto y me parece, luego de lo sucedido en el Perú en las últimas elecciones, que habría que tomar semejante entusiasmo con aprensión. Se me alegará que las Naciones Unidas, OEA y sus organismos representativos están obligados a vigilar el desarrollo de aquellas elecciones antes de legitimarlas. Creo que lo ocurrido en el Perú y en otros países de América Latina arroja demasiadas dudas sobre la validez de aquellas misiones de vigilancia electoral, que, a menudo, sólo sirven para echar una capa de supuesta validez a unas elecciones de naturaleza sospechosa.
Nada de esto significa que las elecciones sean inútiles. Aquí sí tiene sentido hablar de votar “bien” o “mal”, me parece: no tiene que ver con los candidatos sino con los votantes; porque son estos últimos los que legitiman unas elecciones o las convierten en un circo, si votan, como hacían los votantes del PRI en México por cerca de 80 años, en una farsa que servía a los gobernantes beneficiados con los resultados electorales para acceder al poder y aprovecharse de él.
La única manera de asumir una responsabilidad electoral digna de ese nombre es creando una sociedad democrática. La solución parece cosa de locos y acaso lo sea. ¿Cómo puede haber una sociedad democrática si las elecciones no son verdaderamente representativas y no nos dicen nada sobre la seriedad y conciencia de los votantes?
El voto útil presupone sociedades bien constituidas y convencidas de que la democracia, con sus riesgos y peligros, es la mejor de todas las asociaciones posibles, de la que resultarán el progreso y la justicia para la inmensa mayoría de la población. Y ni siquiera el voto en estas circunstancias es siempre válido y legítimo. En otras sociedades, donde esta opción no está decidida, o lo está sólo a medias, el voto puede ser extremadamente precario, una manera de poner en cuestión e incluso atentar contra las bases de la sociedad, a la que se pretende cambiar radicalmente de sistema. Esto es lo que suele ocurrir cuando se vota “mal”, para destruir las bases democráticas sobre las que se sostiene una misma sociedad, trastornándola y subvirtiéndola, a fin de que cambie o se modifique esencialmente. Votar “mal” o votar “bien” no es casual; es una manera de decidir si se ha optado por una forma de sociedad —la democrática— o no está claro o, más bien, como ocurre todavía en América Latina o en África, ya no en el Asia, por ejemplo, donde todavía todo parecía en veremos hasta hace poco tiempo. El voto bienintencionado o malintencionado no es anterior a la elección; es, más bien, una confirmación de los pasos previos a la asunción de la validez segura o escasa de la razón electoral. Los países que no están convencidos de la razón de ser “democrática” de su sociedad suelen votar “mal”. Sólo los que están convencidos y a favor de la democracia votan “bien”. Pero no en todos los casos y siempre quedarán flotando dudas al respecto. Que sólo se resolverán cuando sea demasiado tarde y ya no haya nada que hacer.
© Mario Vargas Llosa, 2021
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