Por Jorge Fernández Díaz |
“La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”, decía Marx. La identidad del kirchnerismo está formada por un puñado de tradiciones políticas que vienen desde el fondo de la historia, que se fueron agregando y enriqueciendo con el paso del tiempo, y que forman hoy un credo heterodoxo y a veces hasta inconsciente. Contaba Horacio González que por lo general los referentes de la izquierda peronista no solían leer sus propias “biblias”, pero que aprendían rápidamente sus conceptos programáticos a través de artículos, folletos, conferencias y tertulias de unidad básica.
Resulta, por otra parte, una gran tentación descifrar sus evoluciones en el terreno de lo real como simple resultado de intereses económicos (“nadie es kirchnerista gratis”) o de trucos cínicos para la consolidación del poder (“son mero disfraz, solo van por el queso”). Sin descartar estas dos motivaciones prosaicas, que son muy fuertes en el peronismo pragmático de toda la vida, no conviene olvidar que los kirchneristas, a pesar de sus imposturas y contradicciones, se mueven también sobre la base de una (perdón) ideología, y que esta cuenta con una profusa bibliografía y un fino argumentario. Olvidar ese factor lleva a análisis equivocados y pronósticos fallidos; los kirchneristas son tan esclavos de sus poltronas y de la realidad más cruda como de sus ideas fantasmales. Somerset Maugham advertía que la tradición podía ser un guía, pero nunca un carcelero, y como se ha dicho: las generaciones muertas oprimen el cerebro de los vivos, y últimamente les hacen perder elecciones.Entre quienes han ganado la cabina de mando, existe la creencia de que descienden de una Argentina “plebeya” e insumisa, deliciosamente desprolija y transgresora de la ley y las reglas, que escandaliza a los “civilizados” y que protagonizan “las masas”, deidad imaginaria de los populistas. Esta visión literaria pero tilinga, que funciona por contraste y que se enseña desde hace décadas en la universidad progre, recorta la palabra “pueblo” de manera arbitraria, para beneficio de su teoría y para su representación aspiracional. Reivindica la primera parte del “Martín Fierro” -escondiendo quirúrgicamente sus aspectos racistas- y hace del gaucho matrero un héroe rebelde contra el yugo de los poderosos. Considera que su heredero, el cuchillero -matón de comité- también se inscribe en ese linaje, con lo que rápidamente el delincuente actual -incluido el narco- no solo es una víctima sino algo así como un insurrecto del capitalismo, y las bandas de barrabravas, que venden su fuerza de choque a la política, el resultado de una genuina expresión de la cultura popular. Por ese camino, donde se ejerce una violencia, hay una injusticia y por lo tanto un derecho; donde existe un perdedor de cualquier especie hay un futuro “compañero” y donde hay un ganador, un enemigo en ciernes. La romantización abarca el gusto, el estilo, las costumbres y muchas otras cuestiones que no caben en esta breve pieza periodística, pero hay dos vetas insoslayables: el antiimperialismo, que en la era multipolar se convierte en una razón folclórica aunque de gran influjo identitario, y la defensa de los “pueblos originarios”. Rosas era, para sus ideólogos, “amigo de los indios” y su conquista del desierto nunca tuvo lugar, y la Gendarmería de Perón no masacró en 1947 a cientos de hombres, mujeres y niños de las comunidades pilagás, tobas y wichis, en lo que se denominó “Masacre de Rincón Bomba”: un juez decretó hace unos años que se trata de un crimen de lesa humanidad. Como consecuencia de todo este pensamiento de datos amañados, excarcelar a cinco mil peligrosos delincuentes durante la pandemia, pactar territorialmente en las barriadas pobres con punteros asociados a dealers y traficantes, confraternizar con los patoteros del paravalancha, alentar a los tomadores de tierra, proteger legal y políticamente a los maputruchos que incendian la Patagonia y son detestados por sus propias comunidades, cubrir a los corruptos de la causa y defender a los regímenes nacionalistas de América Latina que practiquen el antinorteamericanismo más elemental, votando en los foros internacionales para que continúen violando los derechos humanos, encajan en este ideario que los Kirchner abrazaron tardíamente por oportunismo pero que ya metabolizaron como parte fundante de su capital simbólico. Una vez más: hay razones de orden práctico y turbio detrás de cada una de estas acciones, pero también un conjunto de interpretaciones cristalizado por un grupo con manifiesto amor por los marginales y subterránea pulsión antisistema. El juego se volvió serio, y hoy estos dogmas dictan sentencia inapelable en todas las áreas; también en las económicas, donde las directrices replican espejismos mitificados por la militancia y medidas del siglo pasado. Las “generaciones muertas” y ahora exhumadas escriben el presente, pero conducen a políticas piantavotos. Las verdaderas masas, el pueblo real -no el literaturizado- es pacífico y odia a los violentos, y aunque a veces no posee los recursos conserva el alma de la vieja clase media; en la mishiadura no perdona a los corruptos ni a los okupas, detesta a los ladrones, sufre a los “transas”, pretende escuelas de calidad para sus hijos y clama por un laburo honesto, desprecia las naciones fundidas (como Venezuela) y admira a las desarrolladas. Y si hubiera que sintetizar sus discrepancias con toda esta corriente ideologizada, solo habría que analizar dos problemáticas: la seguridad y las pequeñas y medianas empresas. Mientras las “masas” exigen protección en las calles y las pymes piden un régimen laboral que les permita tomar más empleados, los kirchneristas se aferran a la superstición del abolicionismo y a la superchería de la flexibilización: les estarían conculcando derechos a trabajadores. Que no existen y así no existirán. Mejor entonces que los lobos se sigan devorando a las ovejas y que las pymes quiebren sin destino. El resultado de esa colisión entre sentido común y religión interna, entre necesidad realmente plebeya y prejuicios de pequeño burgués ilustrado desarticula, por lo tanto, el vínculo entre la dirigencia y su electorado, que hoy parecería representar mejor la oposición que el oficialismo. Aunque también es cierto que un ala del justicialismo clásico opera en una tradición antagónica: menos cercana al lumpen y los extremos que a la realpolitik y la moderación. Ese choque de concepciones en el seno del Movimiento calca, aunque con armas diferentes, la fiera batalla de los años 70. Y ese antiguo aroma sobrevoló este insólito 17 de octubre, Día de la Deslealtad, que quedará en la historia por su ingobernable patetismo en tres actos. La jefa se adelantó un día en la ex ESMA, arrullada por “los pibes para la liberación”, que no pueden liberarla de sus causas, y allí se declaró solemnemente peronista, como si sus compañeros de la plaza lo pusieran en duda. El jefe de nadie fue invitado por sus enemigos íntimos al acto central del domingo, y le plantaron a Hebe y a Boudou para que lo desollaran: el helicóptero presidencial tuvo que volverse de raje a Olivos. Y finalmente, el sindicalismo copó la parada el lunes y, en lugar de lanzar rayos y centellas contra el mérito y el progreso capitalista, le rezaron a una nueva alianza entre la producción y el trabajo. El pasado los ha moldeado a unos y a otros para esta peligrosa puja de tradiciones. Que sólo sale a la superficie en las malas.
© La Nación
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