Por Arturo Pérez-Reverte |
Filipo II era tuerto (perdió un ojo en una batalla) y muy listo. Rey de Macedonia al comienzo de la jugada, decidió hacerse amo de Grecia aprovechando la decadencia de Atenas y Esparta. Él liquidó los conceptos de polis y democracia con mano izquierda y mucho arte. Conocía la alta cultura griega porque de jovencito había sido rehén en Tebas y sabía tocar las teclas oportunas, sobre todo la ojeriza que los helenos tenían a los persas por el recuerdo de las invasiones.
Así que se presentó en plan protector reivindicativo, y la peña mordió el anzuelo. El único que lo vio venir fue el brillante político y orador ateniense Demóstenes (un figura que se habría merendado en cinco minutos a todos los analfabetos, golfos y moñas que hoy medran y trincan en el parlamento español).
Pero ni los discursos de este fulano, que por ir contra Filipo se llamaron filípicas, frenaron la cosa. Macedonia conquistó territorios, consiguió recursos y una marina, contrató mercenarios y creó una nueva táctica militar con una formación de infantería llamada phálanx (falange) que superó la eficacia de los hoplitas espartanos. Además, incorporó unidades de caballería tracia que cambiaron las reglas de la guerra. Y así, combinando la zanahoria y el palo, tras la batalla de Queronea, que en el año 338 antes de Cristo dio el triunfo a Macedonia, Filipo se convirtió en hegemón de allí. La polis griega, o sea, la idea de ciudad-estado, no desapareció del todo (aún duraría siglos y conocería transformaciones), pero la participación en los asuntos públicos del demos, el pueblo, se fue por completo al carajo. Sin embargo, el ambicioso rey macedonio disfrutó poco del éxito, pues uno de sus hombres de confianza (todos tenemos un mal día) se lo cargó a puñaladas por un vaya usted a saber. Y entonces, en una de esas carambolas fascinantes que tiene la vida, aquel asesinato llevó al trono al hijo de Filipo, Alejandro, un chaval de veinte años que había tenido por maestro nada menos que al filósofo Aristóteles, y cuyo deslumbrante y rápido paso por la Historia, en sólo 13 años de reinado y conquistas, iba a marcar el futuro del mundo. Porque Alejandro fue la repanocha, y considerar lo que hizo esa criatura en tan corto espacio de tiempo te deja de pasta de boniato. Lo primero fue dar una buena mano de hostias a las ciudades griegas que creían (ilusas ellas) que con la muerte de Filipo iban a poder ponerse flamencas. Lo segundo fue devolver a los persas la jugada del siglo anterior, organizando una impresionante expedición militar que cruzó el Helesponto, penetró 25.000 kilómetros en Asia (han leído bien, sí, 25.000 kilómetros), libró y venció las batallas del río Gránico, Iso y Arbelas, se hizo amo absoluto de Persia, Mesopotamia, Siria y Egipto, y tras pacificar esos países llegó hasta la frontera de la india tras cruzar Afganistán. Que tiene tela.
Además, como era ferviente lector de Homero y amigo de las ciencias y el progreso, llevó con él a una buena pandilla de matemáticos, geógrafos, botánicos y astrónomos. Respetó las tradiciones locales siempre que pudo (y cuando no, hizo como en Gordium, donde había un nudo sagrado, el Nudo Gordiano, imposible de deshacer, que cortó con un tajo de su espada), fundó ciudades que llevaron su nombre (como la de Alejandría, que lo conserva), casó a sus generales con señoras de las noblezas locales y, como en las películas, él mismo desposó a una guapa y elegante princesa persa llamada Roxana. Fatigados sus soldados de tanto caminar y tantas conquistas, al fin se retiró a Babilonia, donde murió a los 33 años tras haber conquistado el mayor imperio nunca conocido. Un imperio que a su muerte, como suele ocurrir, sus ambiciosos generales dividieron y destrozaron entre ellos. Nunca, en la historia de la Humanidad, volvió a haber nadie como Alejandro: ni siquiera Julio César (lean las Vidas paralelas de Plutarco) o Napoleón Bonaparte. Aventurero, militar y explorador, el macedonio conquistó en su década asombrosa el primero y más grande de los imperios europeos. Y el mundo helénico que expandió de forma tan fulgurante hizo posible que en Mesopotamia calculasen la duración del año en 365 días; que Euclides asentase la geometría; que Arquímedes fuera el primer científico moderno; que Herófilo descubriese (antes que Miguel Servet) la circulación de la sangre; que Eratóstenes calculase la longitud del meridiano y dirigiese la biblioteca de Alejandría; que Heráclides concluyera que la Tierra gira sobre su eje y que Aristarco (adelantándose en varios siglos a Copérnico) estableciese que orbita en torno al sol. Lo mejor de la Europa que estaba por llegar fraguaba despacio en todo aquello, siglo a siglo, en espera de un pueblecito oscuro y apenas conocido llamado Roma.
[Continuará]
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