Por Arturo Pérez-Reverte |
Sobre aquellos años dorados de la Atenas del siglo V antes de Cristo, antes de que (como ocurre siempre en la Historia) todo o casi todo se fuera al carajo, campea una figura entrañable que marcaría el intelecto de la Europa que estaba por venir: se trata de Sócrates, cuyo pensamiento, transmitido y desarrollado por sus discípulos y seguidores Jenofonte, Platón y Aristóteles (él nunca escribió nada), sentaría las bases de la filosofía occidental. Creía aquel fulano que el verdadero conocimiento proviene del interior de cada cual, y que transmitir sabiduría en crudo no es sino adoctrinamiento.
Que el educador debía ser comadrona de ideas, orientando al alumno para que hallase sus propias respuestas y creyera ser (y en cierto modo fuese) verdadero descubridor de lo que el maestro le enseñaba. Ese genial Sócrates era feo, desastroso (su mujer le pegaba unas palizas de órdago), pobre y honrado, y se enorgullecía de serlo. A pesar de eso, o tal vez por eso, fue referente intelectual de su tiempo, maestro de hijos de familias nobles y figura polémica entre sus conciudadanos: unos lo respetaban y otros lo odiaban. Al fin sus enemigos consiguieron que fuese condenado a muerte.
Apoyado por mucha gente, Sócrates pudo huir pero no quiso (opinaba que, incluso en su propio caso, la ley estaba por encima del parecer de las masas y del populismo), prefirió arrostrar su destino y bebió voluntariamente, con un par de huevos fritos, un veneno llamado cicuta que lo dejó tieso como la mojama pero consagró para siempre su nombre. Atenas, por su parte, iba a pagar caro ese y otros errores. Su edad de oro duró sólo medio siglo, agostada por un conflicto con su antigua aliada Esparta que se llamó guerra del Peloponeso, y que contaría muy bien el historiador Tucídides. Simplificando mucho podríamos decir que el origen fueron los celos que la Esparta dura y militar sentía por el poder de la Atenas culta y próspera. Y considerando que bélicamente las diferencias entre unos y otros eran muchas (los hoplitas espartanos eran soldados profesionales y los atenienses los mejores marinos de su tiempo), la guerra discurrió bastante equilibrada, supliendo Atenas con moral y audacia lo que Esparta oponía de disciplina y rigor castrense. Aquello fue una larga serie de partidas de ajedrez de las que muchas acabaron en tablas, duró la friolera de veintisiete años, arruinó a unos y otros, y acabó con ambos contendientes extenuados y cansados; hasta el punto de que, aunque fue Esparta la que salió mejor librada, ni una ni otra volvieron a ser lo que habían sido. La batalla de Egospótamos señaló el final de la guerra con el marcador favorable a Esparta, que pudo imponer duras medidas a los atenienses: derribo de sus murallas, instalación de una guarnición espartana y liquidación (esto fue lo más triste) del régimen democrático, sustituido por una dictadura que se llamó Oligarquía de los Treinta (una panda de hijos de puta que hizo una escabechina asesinando a demócratas y opositores).
Luego, con el tiempo, a trancas y barrancas se acabó restaurando la democracia, pero Atenas ya no era sino sombra de lo que fue: el siglo áureo había pasado. Sin embargo, su prestigio intelectual se mantuvo intacto y llega hasta nuestros días. En el imperio romano que estaba de camino, las familias con posibles enviarían a sus hijos a estudiar a Atenas, por el caché que daba el asunto (más o menos, incluso más, que estudiar ahora en Estados Unidos, Gran Bretaña o Suiza). Durante la noche oscura de las invasiones bárbaras que acabó arrasando Europa siglos más tarde, la herencia socrática, platónica y aristotélica sobrevivió en los monasterios medievales; y también el Renacimiento, los neoclásicos y los románticos se inspiraron en aquella Grecia cuyo inmenso legado llega hasta hoy, pese a los analfabetos que en Bruselas (y en los sucesivos ministerios de Educación y Cultura españoles) se obstinan en envilecerlo y desmantelarlo todo. De todas formas, volviendo al pasado y en otro orden de cosas, Grecia iba todavía a dar mucho juego en el siglo IV antes de Cristo, tallando a golpe de espada la configuración del Mediterráneo oriental y del mundo conocido. Desde un pequeño territorio situado al norte, tierra de pastores considerados extranjeros o barbaroi por los griegos de pata negra, un ambicioso rey local había observado la lucha entre atenienses y espartanos, así como la decadencia de ambos, y vio llegado el momento de agarrarlos a todos por el pescuezo (o por donde más doliera), y hacerse dueño del paisaje. Ese rey se llamaba Filipo de Macedonia, y su hijo sería conocido como Alejandro Magno.
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