Por Manuel Vicent |
El año nuevo siempre empieza en septiembre, cuando las garzas cruzan formando lanzas hacia el sur y las calles se llenan de bandadas de niños y niñas que vuelven a la escuela cuyo griterío del primer día en el patio sustituye al de las golondrinas y vencejos que ya se han ido a su patria de invierno. No existe materia prima que genere tanta riqueza ni libere una energía tan limpia, sostenible y renovable como el cerebro todavía sin explorar de esos escolares que se dirigen al colegio con sus mochilas como a la isla del tesoro. No existe mina de oro comparable al cerebro humano.
Al nacer todos son iguales. No hay cerebros de primera y de segunda, de pobres y de ricos, ni blancos, negros o amarillos. Todos llegan a este mundo con la misma carga energética y aunque en España durante siglos ha sido una costumbre arraigada la de arrojar cerebros a la basura, hoy sería suicida no reconocer que el cultivo de la inteligencia clara sin adherencias espurias es ya la más poderosa y tal vez la única arma que en principio iguala a todos los países.
Debes saber, le dice el maestro a su alumno, que todo lo que aprendas en la escuela será un tesoro que podrás llevar a cualquier parte contigo, pasará por todas las aduanas sin que lo detecte el escáner y nadie te lo podrá arrebatar, salvo los piratas que en la travesía hacia la isla del tesoro pugnan encarnizadamente entre ellos por apoderarse de tu cerebro.
Piratas son los fanáticos religiosos, los sectarios políticos, los secuaces del sistema y sus profetas, quienes desde la primera enseñanza se disputan el cerebro del niño para inocularle los propios dogmas, creencias, patrias, banderas, símbolos, mitos, cada uno acompañado de sentimientos, emociones y terrores, que quedarán grabados como un sello indeleble en el cerebro límbico del niño hasta el final de sus días. He aquí la forma más infame de latrocinio.
© El País (España)
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