Por Arturo Pérez-Reverte |
Ocurrió en 1962 y lo recuerdo bien. Tenía once años y había ido al cine con mi padre, en Cartagena. Aquella tarde vimos Su mejor enemigo (I due nemici), tragicomedia bélica dirigida por Guy Hamilton sobre una historia de Luciano Vincenzoni con guión del británico Jack Pulman. La película, protagonizada por el gran Alberto Sordi y el no menos grande David Niven, era un relato sobre el enfrentamiento de ingleses e italianos durante la Segunda Guerra Mundial. Y, como solía ocurrir en el cine anglosajón, la imagen de los combatientes del Duce no era heroica. Más bien, patética. Ridícula, incluso.
Al salir del cine se lo comenté a mi padre, y éste, que era muy lector de Historia y sobre todo de historia naval, dijo algo que yo recordaría toda la vida: «No creas que eso fue siempre así. Hubo italianos muy valientes que lucharon muy bien». Y luego, mientras bebía un café en la terraza de la cafetería Mastia, me contó la historia de los buzos de combate de la X Flotilla MAS en el Mediterráneo. Los incursores de Gibraltar, Argel, Malta y Alejandría. Los hombres que atacaban a través del mar, en el último cuarto de luna.Las novelas no surgen de pronto, o al menos a mí no me pasa. Se gestan durante años con vida y lecturas. Acompañan silenciosas, pacientes, y un día te dan un golpecito en el hombro y dicen «estoy lista y es el momento, escríbeme». A veces estás a la altura y otras no; en unas ocasiones te equivocas y en otras aciertas, pero el proceso es el mismo. Eso me ha ocurrido en los treinta y cinco años que llevo dándole a la tecla, y sigue ocurriendo. En el caso de El italiano todo empezó con aquella película y la conversación con mi padre. Desde entonces, incluso antes de imaginar que un día escribiría novelas, cada vez que tan fascinante historia se cruzaba de nuevo en mi camino, prestaba mucha atención: libros, películas, viajes. Fue así como, primero como lector, luego como periodista y más tarde como escritor profesional, investigué las hazañas de aquellos hombres de caucho negro que asestaron a la flota británica los más humillantes golpes de su historia. También llegué a hablar con quienes, como mi amigo el duro gibraltareño Eddie Campello, los habían conocido, y accedí a los dramáticos relatos escritos por los supervivientes. Así, poco a poco, un amplio lugar de mi biblioteca y archivos se fue llenando con ese material, y en varias visitas a los museos navales de La Spezia y Venecia pasé largo tiempo ante los míticos maiale, los torpedos tripulados que ayudaron a echar al fondo 27 navíos de guerra y mercantes aliados en el Mediterráneo.
Por fin, un día, la novela me dijo aquí estoy. De pronto la vi definirse en mi cabeza con absoluta claridad: un hombre que sale del mar como Ulises ante Nausicaa; una mujer que de niña tradujo a Homero y que proyecta en ese hombre, en el mar y en la guerra de la que proviene, una mirada vengativa y serena. Y mezclado con todo eso, o acicateándolo, mi amor por Italia, tantas veces expresado en esta página: mi respeto por su gente y su historia, tan infeliz a veces, tan secularmente sabia, tan hermosa siempre. Desde el principio concebí la novela como un acto de reparación, de justicia hacia esa patria italiana que también respeto y amo, pues el español que no ama a Italia desatiende su propia historia. Un modo de honrar, también, la memoria de tantos valientes ninguneados, ocultos, con frecuencia ridiculizados por la arrogante propaganda anglosajona y también por buena parte de sus compatriotas. Para hacerles justicia no era necesario inventar, ni adornar los hechos. No era apenas precisa la literatura, pues bastaba con narrar la impresionante verdad: contar cómo aquellos hombres buenos y audaces cruzaban el mar entre el frío y el horror de la noche para hundir barcos enemigos; no por una guerra absurda en la que nunca debieron estar, no por un payaso llamado Mussolini que no los merecía, y ni siquiera por una Italia fascista que no estaba a la altura de su heroísmo y su sacrificio. Aquellos hombres jóvenes y fuertes salían de noche al mar, luchaban y morían con sencillez, sin darse importancia, porque creían que era su deber. Por lealtad hacia su patria, hacia sus compañeros y hacia sí mismos. Por eso todo cuanto narro en la novela es real, excepto los mecanismos necesarios de la ficción. Aunque lo más real sea la mirada de la protagonista, Elena Arbués: la librera, viuda de un marino mercante, que vive con su perro junto al mar y es capaz de reconocer al héroe de sus antiguas lecturas, ennoblecerlo con su mirada lúcida y recorrer, resuelta como sólo una mujer valiente puede serlo, el camino peligroso de la aventura y de la vida.
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