Por Fernando Savater |
Antoine Augustin Parmentier fue farmaceútico y jardinero, pero sobre todo un hombre ingenioso. Estaba convencido de que la patata, utilizada en el siglo XVIII solamente para alimentar el ganado o decorar con sus flores algún jardín, podía ser un alimento sano y nutritivo. Pero la gente no quería comer patatas: los clérigos sostenían que lo que crecía bajo tierra era cosa del diablo, los rebeldes lo tenían por una porquería que les daban a los mendigos para humillarlos. Mejor morirse altivamente de hambre.
Parmentier recurrió a Luis XVI, que tampoco era mucho apoyo, pero por lo menos se puso una flor de patata en la solapa (no le cortaron la cabeza por eso, sino por otras muestras de bonhomía). El tenaz Parmentier pidió al rey la exclusividad del cultivo del tubérculo y luego hizo publicidad: lo sembró en su campo de Sablons (más o menos donde ahora está la torre Eiffel) y puso unos feroces guardias que impidieran al vulgo acercarse a sus plantas para robar esquejes.
Pero vigilaban sólo de día y aceptaban discretos sobornos por consejo de Parmentier: durante la noche, todo el mundo podía entrar en Sablons y llevarse lo que quisiera. Convencidos de robar un tesoro que se les negaba, los listillos se encargaron de difundir la patata por todo el país. El filántropo había cumplido su tarea.
Necesitamos otros Parmentier para convencer a los remisos de que se pongan la vacuna contra la covid-19 y acabar con esta plaga como con otras.
Pero, ah, los más bobos invocan su libertad para negarse, como si ser libre consistiese en rechazar las normas racionales y pasar los semáforos en rojo. No sé si se cometen tantos crímenes en nombre de la libertad como dijo Madame Roland, pero tonterías desde luego muchísimas.
© El País
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