Por Marcelo Larraquy
El 15 de junio de 1982, el día después del final de la batalla de Puerto Argentino, Raúl Alfonsín declaró: “Es hora de escuchar la voz del pueblo. Es, en fin, la voz de la inmensa mayoría de argentinos que no quieren ser más usados ni manipulados. Es la hora de recuperar la racionalidad, la realidad y la moral”.
Tras la muerte del líder histórico del radicalismo, Ricardo Balbín, en septiembre del año anterior, Alfonsín salió a disputar el liderazgo de la UCR frente a la moderada Línea Nacional, conducida por Fernando de la Rúa.
Su biografía política lo avalaba.
Había sido alumno del Liceo Militar General San Martín, compañero de clase de Jorge Rafael Videla, Leopoldo Galtieri y de Albano Harguindeguy. Después de graduarse como abogado, su militancia y su actividad profesional quedarían unidas a la UCR. Fue electo concejal, diputado provincial y diputado nacional, y en 1972, desde el Movimiento de Renovación y Cambio que conducía, perdió por estrecho margen la interna radical contra Balbín por la candidatura presidencial.
Su vida política ya estaba relacionada con la defensa de los derechos humanos y, en esa línea, representó a dirigentes que habían sido apresados durante el Cordobazo de 1969, y fue miembro fundador de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) en diciembre de 1975.
Durante la dictadura, Alfonsín había reaccionado con mayor énfasis que Balbín, interponiendo habeas corpus ante la Justicia por casos de desaparecidos.
Aliado a la nueva generación de origen universitario, la Junta Coordinadora Nacional (JCN), empezó a gestar un movimiento atractivo para las clases medias, por fuera de las estructuras partidarias: el alfonsinismo.
En esa etapa, después de la derrota de Malvinas, la represión ilegal ya estaba en el centro de la agenda política. Comenzaron a descubrirse tumbas colectivas en cementerios bonaerenses, y las “marchas por la vida” convocadas por los organismos de derechos humanos, eran acompañadas por dirigentes políticos y sindicalistas que buscaban exhibirse junto a las Madres de Plaza de Mayo después de casi seis años de silencio y aislamiento.
Sin embargo, el general Reynaldo Bignone, que había sucedido a Galtieri en el poder castrense, no ofrecía respuestas terminantes:
“No hay fecha ni plazo para la solución del problema de los desaparecidos”, decía
Después de sancionar el Estatuto de los Partidos Políticos y levantar la veda, el 12 de noviembre de 1982, la Junta Militar dio a conocer las “Pautas para la concertación económica, política y social” para acordar con el futuro gobierno civil.
La “Lucha contra el terrorismo”, “Desapariciones”, “Conflicto Malvinas” y la “Presencia constitucional de las Fuerzas Armadas en el próximo gobierno nacional”, eran los temas prioritarios de la agenda de la sucesión.
La Multipartidaria, que había sido conformada por el PJ, la UCR, el Partido Intransigente (PI), la Democracia Cristiana (DC) y el Movimiento de Integración y Desarrollo (MID) en 1981, rechazó la concertación ofrecida por los militares.
Argumentó que era “extraña” a la Constitución Nacional, y presentó un documento en el que, además de reclamar un calendario para la normalización institucional, por primera vez fijaba su posición sobre los desaparecidos.
“Es preciso comprender que en este reclamo no hay ni una reivindicación del terrorismo ni un deseo de venganza, sino que es un reclamo absolutamente insoslayable y que resultará más difícil de solucionar cuanto más se demore. Una solución será menos traumática cuanto más rápida y franca sea la respuesta”.
El documento comenzaba a mostrar las diferencias entre las posiciones de los partidos mayoritarios y las de los organismos de derechos humanos, que reclamaban la “aparición con vida” antes que el “esclarecimiento” o las “listas de desaparecidos”.
El 6 de diciembre de 1982, las dos centrales obreras —la CGT- RA liderada por Saúl Ubaldini (Federación de Trabajadores Cerveceros y Afines), y la CGT-Azopardo, conducida por Jorge Triaca (Unión Obreros y Empleados Plásticos) y Armando Cavalieri (Empleados de Comercio)— realizarán un paro total de actividades, y diez días después, la Multipartidaria convocó a la Marcha por la Democracia en la Plaza de Mayo.
La movilización reunió a cien mil personas.
Fue la más multitudinaria en rechazo a la dictadura, y también fue reprimida por la policía. Hacia las ocho de la noche, frente al Cabildo, desde un Ford Falcon verde del que bajaron policías de civil se disparó por la espalda a Dalmiro Flores, obrero metalúrgico de 26 años.
Los grupos de tareas de la dictadura, que seguían operando con robos, amenazas y secuestros, aunque ya se habían desactivado todos los campos de concentración. Sin embargo, la “mano de obra desocupada”, como comenzaba a llamarse a los miembros de grupos paraestatales, se proyectaba como un factor desestabilizador del sistema democrático.
La transición, los desaparecidos
A lo largo de 1983, las Fuerzas Armadas descubrieron con decepción que la salida del régimen no sería pactada según sus propios términos.
Los militares temían la forma en que el sistema democrático trataría la cuestión de la represión ilegal, que la corporación militar consideraba su mayor logro y sobre la que no estaban dispuestos a admitir más que “errores o excesos”.
Las posibilidades de participar en la contienda electoral con un movimiento cívico-militar en el que pudiera hacerse eco “la filosofía del Proceso” se había derrumbado con la derrota de Malvinas.
El 29 de abril de 1983, al no lograr un compromiso de las fuerzas políticas de la Multipartidaria de no cuestionar la represión ilegal, la Junta Militar publicó el “Documento final”, con la intención de cerrar los debates en torno a “la lucha contra la subversión” y poner un “punto final a un período doloroso de nuestra historia”.
Los organismos de derechos humanos, en respuesta, reclamaron al futuro gobierno civil la conformación de una comisión bicameral que investigara el terrorismo de Estado e impulsaron una investigación institucional que se sintetizaba en el reclamo de “juicio y castigo a todos los culpables”
En el documento, en el que justificaban el accionar militar, enfatizaban haber actuado “con la aprobación expresa o tácita de la mayoría de la población” y “por vía de un mandato legal” de un gobierno constitucional; su actuación solo sería sometida al “juicio divino”.
A los desaparecidos los daban por muertos.
“Se habla asimismo de personas ‘desaparecidas’ que se encontrarían detenidas por el gobierno argentino en los más ignotos lugares del país. Todo esto no es sino una falsedad utilizada con fines políticos ya que en la República no existen lugares secretos de detención, ni hay en los establecimientos carcelarios personas detenidas clandestinamente”.
“En consecuencia debe quedar definitivamente claro que quienes figuran en nóminas de desaparecidos y que no se encuentran exiliados o en la clandestinidad, a los efectos jurídicos y administrativos se consideran muertos, aun cuando no se pueda precisar hasta el momento la causa y la oportunidad del eventual deceso, ni la ubicación de sus sepulturas”.
El documento recibió el apoyo de la jerarquía de la Iglesia católica.
Los organismos de derechos humanos, en respuesta, reclamaron al futuro gobierno civil la conformación de una comisión bicameral que investigara el terrorismo de Estado e impulsaron una investigación institucional que se sintetizaba en el reclamo de “juicio y castigo a todos los culpables”.
A fines de septiembre de 1983, ya en la carrera final hacia la competencia electoral, el gobierno militar reforzaría su intención de blindar la represión ilegal con la sanción de la Ley de Pacificación Nacional (22924), conocida como “Ley de Autoamnistía”, que protegía a quienes pudieran ser imputados por delitos realizados entre el 25 de mayo de 1973, cuando asumió Héctor Cámpora, y el 17 de junio de 1982, cuando renunció Galtieri.
La ley, que declaraba “extinguidas las acciones penales emergentes de los delitos con motivación o finalidad terrorista o subversiva”, se convertiría en aspecto clave del debate electoral.
Alfonsín, ya elegido como candidato de la UCR —había superado en forma amplia a Fernando de la Rúa en las internas del partido— anticipó que la derogaría apenas asumiera la presidencia.
Ítalo Luder, el candidato presidencial del peronismo, en cambio, la objetó con un registro moderado.
En octubre de 1975, mientras ejercía en forma provisional la Presidencia, había firmado el decreto que autorizaba la participación de las Fuerzas Armadas en la “lucha antisubversiva” en todo el país. Y en la campaña reafirmó que lo volvería hacer, aunque criticó que hayan empleado “métodos no convencionales”.
Luder especulaba con alguna fórmula de “perdón” para los militares.
La dirigencia justicialista se mostraba menos interesada en las cuestiones de derechos humanos, pese a que la mayoría de los desaparecidos eran peronistas. Esta línea no era casual: internamente se advertía que, si se profundizaba la investigación sobre el terrorismo de Estado, el Partido Justicialista debería dar cuentas ante la Justicia por el accionar de la Triple A durante el gobierno de Perón-Perón, período en el que se habían registrado más de mil casos de secuestros y desapariciones.
El peronismo, sin renovación ni cambio
Si el vacío provocado por la muerte de Balbín había abierto el juego interno entre sectores moderados y renovadores de la UCR, la ausencia de Perón, y sobre todo la violencia que sobrevino en el peronismo tras su muerte, habían dejado al Movimiento expuesto al caos interno.
La renuncia de Isabel Martínez —recluida en Madrid— a retomar la actividad política luego de casi cuatro años de prisión, la falta de una figura que convocante, más la posición ambivalente frente a las Fuerzas Armadas, eran factores que demostraban que el justicialismo emergía de la dictadura militar con la misma oscuridad que en sus últimos meses de gobierno: con dirigentes tradicionales sumidos en el discurso de “la lealtad y la verticalidad”, los mismos caudillos provinciales y ninguna renovación en sus filas.
El peronismo no se había reinventado.
De su facción izquierda solo quedaban algunas voces testimoniales.
El peso de la conducción se mantenía en la ortodoxia, que había ganado la batalla contra los “infiltrados” a costa de la destrucción interna del Movimiento.
La estructura partidaria quedó en manos del metalúrgico Lorenzo Miguel, líder de las 62 Organizaciones Peronistas, que en esta nueva etapa, al igual que en el último año de gobierno de Isabel Perón, contaba con una influencia decisiva en el armado político.
Aun en su incertidumbre, el Partido Justicialista, con el predominio del sindicalismo, buscó reorganizarse y encolumnarse detrás de una candidatura sin carisma personal, y muy difícil de presentar como “un continuador de la obra de Perón”, como era el caso de Luder.
La ofensiva de Alfonsín
El desorden interno del peronismo no haría más que beneficiar a Alfonsín, que ya se había adelantado en las encuestas y aumentaba su capacidad de movilización popular, con actos en todo el país, disputándole el dominio de la calle al peronismo. Su denuncia más explosiva fue la del “pacto militar-sindical”, en mayo de 1983, cuando denunció que las 62 Organizaciones y las Fuerzas Armadas habían negociado un acuerdo para olvidar “los excesos”, evitar la intervención constitucional sobre las Fuerzas Armadas y que estas mantuvieran su statu quo, condicionando al gobierno civil.
Lorenzo Miguel era denunciado como artífice de ese pacto, que Alfonsín se comprometió a desarticular apenas asumiera. Su promesa de impulsar una legislación que promoviera elecciones sindicales libres y democráticas —para remover a las burocracias “cómplices de la dictadura”— representaba una amenaza incómoda para el poder gremial.
Alfonsín también aprovechó la desorientación del justicialismo, con propuestas débiles y ambiguas frente a las Fuerzas Armadas, y en la campaña comenzó a delinear un andamiaje jurídico para juzgar a los militares según “los niveles de responsabilidad”.
El 30 de septiembre lo expresó en un acto en Ferro Carril Oeste. Dijo:
“La autoamnistía, vamos a declarar su nulidad. Pero tampoco vamos a ir hacia atrás mirando con sentido de venganza. No construiremos el país del futuro de esa manera, pero tampoco lo construiremos sobre la base de una claudicación moral que sin duda existiría si actuáramos como si nada hubiera ocurrido en la Argentina. Aquí hay distintas responsabilidades: hay una responsabilidad de quienes tomaron la decisión de actuar como se hizo, hay una responsabilidad distinta de quienes cometieron excesos en la represión, y hay otra distinta de quienes no hicieron otra cosa que, en un marco de extrema confusión, cumplir órdenes”.
Estos últimos, que conformaban la mayoría de los oficiales militares, serían exculpados.
El PJ, que criticaba las encuestas que daban como favorito a Alfonsín, basaba su confianza en la historia. Desde 1946 jamás había perdido una elección en comicios libres y sin proscripciones, por lo que sus invocaciones a “reventar las urnas” eran una directa apelación al sentimiento peronista y a su “base social inconmovible”, el movimiento obrero.
“Ser candidato peronista a la presidencia equivale a ser el futuro presidente de los argentinos”, expresaría Luder.
Tres días antes de que comenzara la veda electoral, Alfonsín movilizó a más de un millón y medio de personas en la Avenida 9 de Julio.
El peronismo realizó su propio acto. Como cierre, tras el discurso de Luder, el candidato a gobernador bonaerense Herminio Iglesias puso fuego a un ataúd con la inscripción “UCR-Alfonsín”. El gesto le quitó un importante volumen de adhesión electoral.
El 30 de octubre, después de siete años de gobierno militar, la fórmula de Raúl Alfonsín-Víctor Martínez se alzó con el 52% de los votos y superó a Ítalo Luder-Deolindo Bittel, que obtuvo el 40%.
El radicalismo también triunfó en la provincia de Buenos Aires —superó al justicialismo por cuarenta mil votos—. El PJ obtendría doce gobernaciones; la UCR, siete, y ganaría en los territorios de Capital Federal y Tierra del Fuego.
Alfonsín, al final del día, declaró:
“Hemos ganado, pero no hemos derrotado a nadie. Todos juntos hemos recuperado nuestros derechos”.
El 10 de diciembre de 1983 asumiría como nuevo presidente de los argentinos.
© Infobae
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