Por Pablo Mendelevich |
Tanto en redes como en medios es fácil advertir que mermaron las fotos con militantes haciendo la V de la victoria, inconfundible sello de identidad peronista. El peronismo se supone que tomó el gesto del aristocrático Winston Churchill, quien lo aplicaba (a veces sosteniendo un habano) a la necesidad de insuflarles ánimo a las tropas que combatían a Hitler. Cuando la victoria ya había sido consagrada, Charles De Gaulle sumó la V a sus discursos. Enfático, hasta la hizo Richard Nixon con ambas manos, después de llorar, el mismísimo día que tuvo que abandonar la Casa Blanca. Lo que prueba que la victoria sale a gusto del que la “falangiza”.
Puede representar anhelo, perseverancia, derrotero, certeza, revancha, jactancia, arrogancia, petulancia y, desde luego, también victoria propiamente dicha, aunque huelga aclarar que ahora para el peronismo no es éste el caso.
Los peronistas la condensaron como causa (no en vano el kirchnerismo se llamó Frente para la Victoria), la abrazaron para dejar sentada su repulsión visceral a la derrota. Y no son de suspender el gesto por mal tiempo. A la V la hicieron siempre. En la prosperidad y en la adversidad. En la paz y en la violencia. Para acompañar la marchita, para subrayar la clandestinidad. Lo cual realza la abstención actual. Que lejos de ser un retoque coreográfico ha de tener sus buenas razones, conscientes o inconscientes.
Cualquiera recuerda que la última ola de fotos de militantes peronistas haciendo la V correspondió –rubro jactancia- a las vacunaciones de privilegio. La estampa de jóvenes que lucían saludables, espléndidos, y que se vacunaban y lacraban su impudicia con la V cuando los mayores y las personas con comorbilidades no tenían acceso a la vacuna ni fecha para dársela, cuando ya miles de los que habían sido privados de ella se habían muerto, formó parte, sin duda, de la lista de estropicios que a buena parte de la sociedad la hizo sentirse burlada. Siete de cada diez electores se expresó en las PASO votando por opositores. Es probable que en sus reflejos políticos pavlovianos los derrotados hayan inhibido muscularmente el resorte de hacer la V a sabiendas de que ello remite en la memoria colectiva al escarnio vacunatorio. Quizás en su fuero íntimo, ya que no en el que se airea, se hayan percatado, además, de que el escarnio vacunatorio y el voto mayoritario estuvieron conectados.
Pero el repliegue de los dedos peronistas puede ser explicado también a partir del desconcierto batido con desánimo que campea en la militancia. Ninguna versión de la victoria, ni siquiera Tolosa Paz, habría quedado animada como para erguirse automática tras la derrota del 12 de septiembre. Tampoco, y esto es lo inédito, la versión revanchista, vengativa de la V, amedrentada por lo que algunos analistas clasifican como la peor elección de la historia del peronismo (sin perjuicio de que pronto aparezcan videos de propaganda proselitista con dedos en V editados, extraídos de entusiasmos pasados).
Transcurridos 23 días del domingo fatídico, el kirchnerismo-peronismo no se repone. Victoria Tolosa Paz, como principal candidata bonaerense una figura estelar de estas elecciones, estaba borrada. Reapareció en un ciclo organizado por la DAIA. Y fue un fiasco. La DAIA tuvo que emitir un comunicado para desmentir que en su disertación la candidata hubiera defendido a Cristina Kirchner, como informó luego su comando de campaña, por haber firmado el memorándum con Irán. Los dirigentes de la DAIA dijeron que Tolosa Paz no habló del tema ni nombró a la vicepresidenta y explicaron que si hubiera defendido el pacto con Irán ellos obviamente la habrían objetado, pero nada de eso ocurrió.
En otras palabras, la futura diputada no descuella como encantadora de públicos antagónicos, el trabajo insalubre de un candidato. Se ve que el arte de decir una cosa en un lugar y otra cosa en otro, arte con el que el fundador del peronismo hizo historia, no es para todos. Resulta extraño que para volver a hacer campaña ella justo haya escogido una supuesta defensa personal de Cristina Kirchner cuando está tan fresco y fue tan comentado el flagrante desprecio que ésta le hizo en el escenario la noche de las PASO. Debido a su bajo rendimiento, tras la primera temporada electoral Victoria Tolosa Paz perdió la volátil bendición de la líder, pero no el apropiado nombre de pila que lleva, al que los publicistas del Frente de Todos echaron mano en algún spot de campaña. Quién sabe ahora, en la segunda temporada, si esa ventaja fortuita tendrá alguna utilidad.
“Es difícil deducir lo que la gente quiso decir en las urnas, uno intuye que hay un descontento”, analizaba hace pocas horas Leandro Santoro, el más moderado y uno de los más reflexivos candidatos del oficialismo. “Percibimos que no tiene tanto que ver con el rumbo como con la intensidad de la gestión”, saraseaba (si se permite el argentinismo, tomado del léxico del ministro Martín Guzmán). Al lado de otros exégetas de las urnas como Daniel Gollán (“la foto con un poco más de platita en el bolsillo es otra cosa”) o Juan Zabaleta (“no importa lo que digan los que hicieron pedazos la Argentina”) Santoro es un monje tibetano, pero lo que resalta es la dispersión discursiva. “Tenemos que volver a ser lo que somos nosotros”, dijo anteayer el autor de “ojalá que Dios nos ayude”, Juan Manzur. Frase de doble filo la primera, en boca del gobernador que antes de vanagloriarse de la caída de mortalidad infantil en su provincia recortó las estadísticas.
Hay que reconocer que a esta serie escarpada la inauguró Alberto Fernández cuando las urnas todavía estaban calientes, con aquello de “algo no habremos hecho bien”. Fernández prometió escuchar al pueblo, tarea que lo mantiene ocupado. No sólo ha estado escuchando en calles suburbanas sino como anfitrión del artista recomendado por la vicepresidenta, L-gante, a quien agasajó como una especie de Ginastera contemporáneo pero con otro público. Vía poco ortodoxa para auscultar una derrota. Por el ritmo que lleva la misión, no estaría en condiciones de completarse antes de que al gobierno lo sorprendan las próximas elecciones.
Desde una perspectiva histórica se entiende la dificultad para salir del shock. El peronismo, corriente política de ideologías móviles cuya victoria central es la conquista eterna del poder, se autopercibe como la mayoría. En el relato, la mayoría nacional, el pueblo, la patria: nada que sea compatible con una segunda fuerza.
Y el domingo 12 no aconteció una derrota común y corriente. Fue una tormenta perfecta. En palabras de la vicepresidenta epistolar, una catástrofe política.
Pasaron seis cosas concurrentes:
1) La contundente derrota a nivel nacional y en la estratégica provincia de Buenos Aires.
2) Perdió el peronismo unido, que en esa configuración se consideraba imbatible.
3) La deserción de votos peronistas de zonas pobres que el oficialismo creía cautivos.
4) La imprevisibilidad absoluta del resultado.
5) La singularidad de una legislativa desplegada en dos tiempos.
6) La falta de rumbo previa que acentuó la indefinición postelectoral.
De manera aislada cada uno de estos seis aspectos de la hora ya había ocurrido, pero nunca todos juntos.
Derrotas a nivel nacional en elecciones libres el peronismo había sufrido ocho: tres presidenciales (1983, 1999 y 2015) y cinco legislativas (1985, 1997, 2009, 2013 y 2017). El peronismo estaba unido, por ejemplo, cuando perdió el invicto, en 1983, vencido por la UCR. Llegó al 40 por ciento (Alfonsín, casi 52). Se dividió después. Aquella derrota también le cayó muy mal. El sindicalismo quedó por un lado y la conducción partidaria, que luego también se partió, por otro. En esa época, en la que el senador Vicente Saadi sintetizaba los feudalismos provinciales más rancios mientras encarnaba a la izquierda y a la derecha peronistas, se restauró casualmente la hegemonía del Senado que ahora, por primera vez, quedó amenazada.
Votantes peronistas de franjas pobres ya se habían volcado antes a opciones no peronistas, de otro modo Alfonsín, De la Rúa y Macri no habrían terminado de completar la base electoral que les permitió reunir la mitad de los votos (en el caso de Alfonsín, algo más).
En cuanto a la imprevisibilidad del resultado, también hubo ya elecciones en las que se pensaba que ganaba uno y ganó el otro, pero o sucedieron cuando la demoscopia no existía (en febrero 1946 el triunfo del coronel Perón fue una verdadera sorpresa para los factores de poder, convencidos de que triunfaría la Unión Democrática) o el resultado, sin PASO previas, no resultó tan contundente. Esto sucedió en 2009, cuando el propio Kirchner perdió sin esperarlo (de otro modo no habría sido candidato). Pero paradójicamente el gobierno se fortaleció tras la derrota, a la cual simuló ignorar, debido en gran medida a que los Kirchner tenían plan y dispositivo de autosucesión y a que la oposición dividida no supo capitalizar el triunfo (al año siguiente Kirchner murió sorpresivamente y Cristina Kirchner emergió fortalecida por otros motivos rumbo a las elecciones de 2011).
He aquí el aspecto destacado de la actual coyuntura, la falta de futuro. No por el atolladero en el que se encuentra el país –que tampoco es una novedad- sino por la ausencia de liderazgo, plan político y programa económico. Todo combinado, la derrota contundente e inesperada del peronismo unido con la migración de una parte del voto pobre, reglas de elección doble, en una Argentina bajo severa crisis social y económica y sin salida a la vista es lo que al oficialismo, que tiene que gobernar dos años más, le está resultando indigerible. No lo dice con la garganta sino con los dedos en reposo.
© La Nación
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