Jorge Capitanich, sollozando ante el chorrito de agua que, "como dios proveedor",
inauguró en la localidad de Charata.
Por Héctor M. Guyot
La escena en que Jorge Capitanich se emociona hasta las lágrimas ante el chorrito de agua que brota de una canilla pelada se ganó un lugar en el álbum del realismo mágico argentino. Ese humilde manantial es un milagro. Solo es cuestión de creer. O de hacer creer. Primero, que lo que debería ser considerado un servicio básico es maná que llueve del cielo. Segundo, que el dios proveedor no es otro que el mismísimo gobernador del Chaco, quien en el simple acto de hacer girar una canilla derrama la gracia sobre la localidad de Charata.
Entre sollozos, Capitanich reclamó el afecto y el reconocimiento de los vecinos: a fin de cuentas, detrás de su poder divino hay un hombre de carne y hueso que sufre. Tal como sufren los pobladores, que llevan más de cien años olvidados, no de la mano de Dios, sino por gobernantes enriquecidos que le dan la espalda a las necesidades de la gente. Esta escena y este argumento se replican con matices locales a lo largo y ancho del país. Los guiones corren por cuenta de mandatarios peronistas desesperados por retener el poder que empezó a escurrírseles de las manos tras el resultado de las PASO.
El kirchnerismo parece decidido a consumirse en su propio caldo y en su propia ley. Es decir, profundizando su divorcio con la realidad hasta alcanzar una alienación completa. Sin otra estrategia que el engaño, ha puesto todas sus fichas en la profundización del simulacro con resultados, hasta aquí, más que dudosos. La premisa de “ganar en la derrota” que resonó en el bunker electoral del oficialismo es el colmo del relato y un síntoma de su descomposición. La idea encierra, en su formulación, un desprecio absoluto por la realidad. Ese desprecio se vuelve más empecinado a medida que la realidad se muestra más adversa. Ante lo que no se acepta o tolera, queda el refugio de la fantasía. Allí la lógica puede ser desestimada a voluntad: perdemos, pero ganamos. La sociedad, que ha sufrido un duro baño de realidad, no los sigue en ese viaje sin retorno por una dimensión paralela. Resulta indiferente que el Presidente, malabarista verbal, diga “sí” donde siempre dijo “no” por el consejo elemental de un supuesto gurú al que también le importa poco la verdad.
La realidad, por desgracia para el oficialismo, no se puede ocultar. Aflora en escenas que también se reproducen con variaciones aquí y allá. Una de ellas fue la del muchacho que, en la Expo Joven organizada por la administración peronista de La Matanza, pidió la palabra después de escuchar a Débora Giorgi y otros funcionarios. Con ironía, tildó a los políticos presentes de “chorros y vagos” y fue ovacionado por sus pares. Otra, la del jubilado que en medio de un acto se le plantó a la intendenta peronista del castigado partido de Moreno y, desde abajo del escenario, la llamó “mentirosa, sinvergüenza y caradura”. Tenía sus razones. Por el barro, el hombre no puede salir de su casa los días de lluvia; lo robaron tres veces por la zona y tuvo que vender el auto para sobrevivir a la pandemia. “¿Para qué te voté?”, le gritó a la alcaldesa desde su indignación.
En cuanto al Gobierno, su divorcio de la realidad empezó a crecer sin pausa desde el día en que el Presidente hizo estallar el diálogo con Horacio Rodríguez Larreta. Sometido a la pulsión polarizante de Cristina, Alberto Fernández resignó el cuidado de la sociedad en el momento más crudo de la pandemia. Profundizó así el desgobierno, que alimentaría el voto bronca de las PASO y que hizo caer su imagen en picada. Hoy el Presidente quedó reducido a la condición de un fantasma que habla y no dice nada. Los padecimientos de los argentinos fueron relegados por la búsqueda de impunidad de una sola persona y esto es lo que está pagando hoy el oficialismo. La vicepresidenta obtuvo esta semana el sobreseimiento en la causa por el pacto con Irán (no habría que olvidar que quien denunció que allí había delito acabó asesinado, según concluyó la Justicia), pero paga el costo electoral por los daños que ha producido su afán de polarizar, que no se atenuó ni siquiera ante el azote del coronavirus. Del daño intangible, que es quizá el más grave, han derivado los otros.
La tarea que parece tocarle a Juntos por el Cambio es reconducir al país, desde el ejemplo, al camino de la despolarización. En el Frente de Todos, la lucha sorda entre facciones replica en el orden interno la división que promovió en el orden externo. La ceguera personalista y autocrática excluye al otro, que puede ser un recurso circunstancial pero nunca un interlocutor o una voz que pueda alterar mi capricho soberano. La oposición, si es que ha madurado, si es que ha recogido alguna lección de su fracaso anterior, tiene que demostrar que hay otro modo de hacer las cosas. Que la convivencia entre lo distinto enriquece. Es hora de empezar a dejar atrás una concepción de la política que marcó a fuego la historia de país y lo condenó al atraso. En todos lados el bastón de mando es objeto de disputa. Pero un presupuesto esencial para que una democracia funcione como tal es el consenso de que hay un bien que está por encima de la conquista del poder.
© La Nación
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