Por Javier Marías |
Le gusta recordar a Manuel Rodríguez Rivero, en su sección de Babelia, la existencia en alemán de una palabra, Schadenfreude —”alegría por el mal ajeno”—, que deberíamos tener en español por la frecuencia con que se experimenta dicha alegría en nuestro país. Por el mismo motivo, debería haber otra con el título de este artículo (ignoro si la hay en alemán). La operación consiste principalmente en tomar unos pocos ejemplos aberrantes de la realidad, poner el foco sobre ellos (la prensa lo hace con deleite) y deducir que la sociedad entera está enferma, contaminada por esos actos, y es partícipe y responsable de ellos.
Y sí, claro que la violencia machista es un problema de primer orden. Quien pega o mata a una mujer, quien la viola o abusa de ella, merece la mayor repulsa imaginable. El problema no es español, sino casi universal. En Francia, en la civilizada Suecia, no digamos en la incivilizada Rusia o en los países con estricta aplicación de la sharía, el número de mujeres muertas o apaleadas por sus parejas o ex-parejas es muy superior al español. Lo que se olvida a menudo, deliberadamente, es que nuestro número también es infinitamente inferior al de cualquier época pasada, aunque sólo haya cómputos fiables desde hace relativamente poco. El salto que ha dado la sociedad española en su conjunto, la conciencia adquirida de que ese maltrato es repudiable e intolerable, han sido inmensos desde que tengo memoria (nací bajo el franquismo, sí, pero no en el siglo XIX). Sin duda ha habido una progresión extraordinaria, pero eso, al parecer, no conviene recordarlo. Para mucha gente es mejor y más rentable fingir que todavía vivimos en los años 40 del último siglo, cuando, en efecto, las mujeres carecían de muchos derechos fundamentales y no estábamos lejos de tratarlas como en Marruecos. De esos años 40 no queda rastro, ni de los 50 o 60, por fortuna. Y sin embargo hay gente —y periodistas malévolos— que se niegan a ver eso, en su deseo de que todo sea inadmisible y calamitoso. Sigue habiendo injusticias estructurales, y todo puede y debe mejorarse y las mujeres han de estar más protegidas, pero España no es el lugar que esa gente —o el obsceno y reciente spot del Ayuntamiento de Salamanca— quieren pintarnos.
Otro tanto sucede con la homofobia o LGTBIQ+fobia. Hay agresiones e insultos y hasta algún asesinato, pero no vivimos en un panorama espantoso para las personas incluidas en esas siglas y las que se irán añadiendo. Justamente aquí se aceptaron con alegría, más que rechazo, los travestis en los años 70 y 80. Para mi sorpresa y contento, el matrimonio homosexual se tomó con naturalidad y aprobación, exceptuando a los obispos ceñudos y a los partidos reaccionarios como el PP. La gran mayoría de españoles no sólo no se opuso, sino que aplaudió, mucho más que en otras naciones teóricamente más avanzadas, como la laica Francia o los liberales Estados Unidos, en los que las resistencias y protestas fueron más clamorosas. Debo reconocer que esa loable actitud no la esperaba yo de mis compatriotas, y sin embargo fue la dominante. En las encuestas actuales (no es que ninguna sea creíble, pero en fin), más del 90% de la población afirma no sentir la menor animadversión hacia los homosexuales o transexuales; o es más, tratarlos exactamente igual que a cualquier otra persona; o es más, no mostrar curiosidad por sus preferencias o identidades sexuales. Pese a lo cual también hay gente que se indigna justamente ante cualquier agresión o mirada despreciativa o burla hacia lesbianas, gays y demás, y de paso se indigna injustamente hacia una sociedad que ha dado sobradas muestras de madurez y tolerancia en este campo (no me gusta “tolerancia” porque no hay nada que tolerar; digamos de indiferencia). A la mayor parte le trae sin cuidado con quién o quiénes se acueste cada cual, y los casos de opresión o salvajadas —que los hay— son afortunadamente excepciones, por mucho que eso fastidie a quienes desean que todo vaya fatal.
Cabría decir algo similar del racismo, aunque aquí hubo pocos negros hasta los años 80, no es como en los Estados Unidos. En ese país me sorprende que hoy nadie recuerde los grandes progresos antirracistas que se han dado desde los años 60, cuando todavía había segregación en el Sur; ni, sobre todo, la enorme cantidad de blancos yankees o nordistas que murieron en una larga Guerra Civil entre cuyos objetivos estaba la abolición, en todo el territorio, de la esclavitud. Esa guerra, una de las más horrorosas del siglo XIX, con centenares de millares de víctimas, se libró eminentemente entre blancos (pocos negros participaron: lo tenían difícil). Jamás hay una palabra de agradecimiento o de reconocimiento a aquellos muertos por parte de Black Lives Matter y movimientos afines. Casos como el de George Floyd merecen toda la repulsa. Pero, aunque se den, no se está en 1860 ni en 1960. Silenciar los progresos y la parte buena de la historia, subrayar sólo la mala y fingir que nada ha cambiado, es exactamente el título de esta pieza. Deseo para el cual debería existir vocablo en unos cuantos idiomas, no solamente en español.
© El País Semanal
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