Por Marcos Novaro |
El presidente pasea por Roma con el dedito levantado, como si tuviera mucho que reprocharle y enseñarle al mundo. Pero los únicos encuentros que consiguió fueron protocolares: ha logrado que a casi nadie le importe Argentina y a muchos resulte cansador escuchar sus promesas y quejas.
Alberto Fernández ha perdido ya hasta la mínima coherencia argumental que se puede esperar de cualquier funcionario cuando habla en público.
“Nadie es inocente” en la tragedia argentina, dijo en la reunión del G20; pero a continuación se explayó sobre la culpa de lo que nos pasa, que recae, según él, en Mauricio Macri, el FMI y la especulación financiera.
Todos los demás argentinos, él mismo en primer lugar, claro, no tendrían nada de qué arrepentirse, serían pobres víctimas. Alberto se arrogó así una inocencia que, según él mismo acababa de decir, no existe.
Menos mal que su intervención duró solo 3 minutos, porque de otro modo la confusión del auditorio habría sido total: ya de por sí es inadmisible que un gobernante vaya a estos foros a hablar pestes de sus adversarios políticos; pero encima achacar sus desgracias a los organismos internacionales y los mercados financieros es como demasiado tonto y desubicado. ¿Y si prueba con hacerse cargo de algo y buscar soluciones en vez de culpables?
Su entero gobierno está abocado a esto último, y se ha olvidado siquiera de intentar lo primero y lo segundo. Sucede con la inflación, con la violencia de grupos minoritarios en el sur y con la inseguridad en general, ¿por qué iba a ser una excepción la deuda con el Fondo, si se presta como ningún otro asunto para construir un malvado codicioso que nos quiere chupar la sangre?
Lo peculiar en este terreno es, en todo caso, que al mismo tiempo que se le achacan nuestras desgracias a ese organismo, se le ruega que haga todo tipo de esfuerzos, violando incluso sus reglas, para mantenernos a flote.
Los funcionarios lo hacen saber cada vez que pueden: su última esperanza, ahora que les ha fallado todo lo que intentaron, es que ni la burocracia del FMI ni sus mandantes, los gobiernos de los países centrales, sobre todo el de Estados Unidos, quieran quedar como los malos de la película, así que “no nos dejen caer”.
Nótese el diagnóstico bastante realista que subyace a esa expresión: se admite implícitamente que, si no hay acuerdo con el Fondo, el país se hunde. Así que no se trata de un problema de falta de percepción del riesgo que se corre, ni de omnipotencia al estilo “vivamos con lo nuestro”, sino más bien al contrario, de impotencia. Tan simple como eso: nuestro gobierno asume que es incapaz de evitar aún más desgracias de las que ya nos aquejan, y espera que sus contrapartes en las negociaciones externas no sean tan impotentes ni torpes como él, así pues, tras colocarnos al borde del abismo, reclaman a viva voz “¡salven a esta pobre gente!”.
Claro que reconocer abiertamente esta dependencia y ese ruego dañaría hasta niveles inaceptables su orgullo, y desmentiría los velos ideológicos con que se lo mantiene en pie, por lo que acompañan la súplica de insultos de todo tipo.
Ahí entra en escena la segunda parte de la fórmula oficial: el reproche, la pose de víctima ultrajada, la eterna queja por no se sabe muy bien qué ofensas padecidas.
Pensémoslo una vez siquiera del lado del Fondo y del gobierno norteamericano, y tal vez podamos entender mejor lo indisimulable de la contradicción, lo incómodo de la situación en que nuestro gobierno los pone: ellos reciben a los funcionarios de un país que, desde la segunda mitad de los años cincuenta del siglo pasado, no ha cumplido jamás lo que prometió, firmó ya casi una veintena de programas de crédito, largos y cortos, con muchas y con pocas exigencias, en gobiernos militares, peronistas, radicales o de otros colores, y no cumplió ninguno, todos terminaron sin alcanzar sus objetivos, así que ¿por qué van a creer que esta vez puede ser diferente? Menos todavía cuando los señores que hablan ahora en representación del país en cuestión les dicen que la culpa siempre ha sido de ellos, por imponerles condiciones horribles, siendo que con muchos otros países eso no les pasa, o porque ya no necesitan de sus créditos o porque los necesitan para resolver problemas más o menos acotados, no setenta años de decadencia, y en general cumplen lo acordado.
¿Cómo se pueden tomar entonces los funcionarios de Washington estos planteos argentinos?, ¿Cómo reaccionaría cualquiera a una situación parecida, en cualquier negocio u oficina?: pues diciéndole al “nuevo” de entre ellos que se ocupe del “cliente” que nadie quiere atender, así los demás pueden borrarse hasta que el pesado desaparezca.
El pesado, en este caso, no es uno solo: es Guzmán, pero también es Alberto, y Juan Manzur, y Gustavo Béliz, y Sergio Chodos y varios más que se han ido sumando a la interminable lista de funcionarios que se pasean mendicantes por los pasillos del poder mundial, en representación de un gobierno que es tan menesteroso como insultante, y hace ya dos años que arrastra una “negociación” que no sabe muy bien cómo ni cuándo quiere cerrar.
Ni hace falta decirlo: hay muchos fenómenos nacionalistas en el mundo mucho más virulentos que el kirchnerista. Pero difícilmente haya alguno que venga combinado con una actitud tan desorientada y lastimosamente mendicante.
Es esa combinación de ruego, insulto y desubique la que seguramente más descolocados deje a nuestros interlocutores, y la responsable de que sea cada vez más difícil lograr, ya no que nos tomen en serio, siquiera que quieran tenernos cerca, atendernos el teléfono o, como le está sucediendo a Alberto Fernández en esta su soñada supergira mundial, sentarse a conversar más allá de lo estrictamente protocolar, para que nadie le diga a tal o cual que “nos dejó caer”, una vez más.
© TN
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