Por Jorge Fernández Díaz |
La democracia no puede vivir sin la verdad y el populismo no puede vivir sin la mentira, dirá Jean-François Revel, aunque a su manera, y añadirá enseguida que las ideologías radicalizadas –aquellas que generan fanatismos– son siempre una mezcla de emociones fuertes con ideas simples. En El conocimiento inútil, que ganó el premio Chateaubriand en 1988, este filósofo de prosa afilada hablará de la Argentina sin mencionarla ni siquiera una vez; es que nuestras discusiones candentes –aunque con distintas siglas y significantes– replican asombrosa y tardíamente las febriles polémicas que protagonizaron los pensadores franceses durante los últimos sesenta años del siglo pasado.
Traducirlas hoy a la “cuestión nacional” no cura nuestra triste enfermedad crónica, pero al menos ayuda a asumirla con lucidez y nos proporciona un analgésico contra las infinitas argucias del camelo y la impostura. Aquel ensayo recuperado de Revel denuncia una característica de los fanáticos: “La impermeabilidad a la información, con vistas a la protección de su sistema interpretativo”. Este decisivo axioma puede verificarse cada día en la comunidad más cerrada del kirchnerismo, invulnerable a vergonzantes giros hacia la derecha más turbia, a la infame compra de votos en los segmentos más carenciados, a desastres cuantificados de la política social y territorial (los pobres votan contra el “proyecto”) y a cifras incendiarias de su desquiciado modelo económico. Baila esa misma danza la indiferencia que abnegados denunciantes de “toda violencia institucional” le dedican ahora al señoreo de déspotas de territorio y mafiosos del palo, al asesinato de Florencia Magalí Morales y al gatillo fácil de los delincuentes contra los laburantes rasos de los barrios desposeídos. Similar mutismo e hipocresía se verifica entre los hipersensibles “defensores de género” del oficialismo cuando algún macho propio –Maradona, por caso– es denunciado públicamente a raíz de gravísimos hechos contra una menor de 16 años que el régimen cubano le habría “entregado” al Diez para su solaz. Al enemigo ni justicia, pero al amigo impunidad. Y silencio cómplice. Revel nos recuerda que esta clase de ideologismo blindado de doble y triple estándar genera “cínicas contraverdades” cuando la realidad no conviene, pero que su peor enemigo suele ser el “testigo ocular”: los bolsos de José López en el monasterio, inmortalizados por una filmación, y la fiesta de Olivos, eternizada por una foto, los dejaron sin palabras. Los guarismos y las afirmaciones pueden ser manipuladas con “contabilidad creativa” y con alegatos y sofismas, pero las imágenes destruyen la articulación de cualquier “contraverdad”.
¿Qué servicio presta esta ideología autoritaria?, se pregunta Revel. Una triple dispensa intelectual, práctica y moral, se responde. Dispensa intelectual: “Retener solo los hechos favorables a la tesis que se sostiene, incluso inventarlos totalmente, y negar los otros, omitirlos, olvidarlos, impedir que sean conocidos”. Dispensa práctica: “Suprimir el criterio de eficacia, quitar todo valor de refutación a los fracasos, fabricar explicaciones que los exculpen”. Dispensa moral: “Abolir toda noción de bien y de mal para los actores ideológicos; lo que es crimen o vicio para el hombre común no lo es para ellos”. La absolución ideológica santifica a su equipo y lo deja a salvo de la malversación, el nepotismo y la corrupción, y permite satanizar libremente al “enemigo”. Una ideología de estas características –añade Revel– “es una hoguera de creencias que, aunque devastadora, puede inflamar noblemente los espíritus. A su término, se degrada en un sindicato de intereses”.
Los psicópatas ideológicos suelen lograr, a su vez, una respuesta culposa por parte de ciertas “almas bellas”. Jean-François Revel describe así ese fenómeno condicionado por el miedo o el oportunismo: “Ninguna denuncia del comunismo, si procede del campo liberal, podrá pasar la aduana ideológica de la izquierda si no se hace acompañar de su contrapeso exacto de denuncia de un crimen fascista”. ¿Les resulta familiar todo esto?
El paraguas de la ideología les ha permitido, en estos días tempestuosos, hacer el ridículo sin mojarse. La escandalosa pobreza, dicen los voceros del movimiento nacionalista que más gobernó la Argentina, no es producto de su anacronismo probado, su ensañamiento terapéutico y su profunda inepcia, sino del “neoliberalismo”, que como un fantasma para asustar niños recorre lúgubremente el continente americano. Y quienes patrullaban violentamente los medios, las redes y las calles lanzando insultos y epítetos como “genocidas” o “egoístas sin alma” (“están a favor de la muerte”) contra quienes pedían abrir las escuelas, y con cuidado los comercios y las pymes para que no se fundieran, o requerían acuerdos razonables y urgentes con el laboratorio Pfizer, de la noche a la mañana pasaron a ejecutar lo que criticaban y a militarlo con vehemencia, sin formular el mínimo mea culpa ni pedirles perdón a los fusilados. Quienes ironizaban sobre la “plata dulce” habilitaron un sistema explosivo de bicicleta financiera y se aferraron a repartir “platita” para sobornar al votante: pasaron de la fraseología de Cooke y Laclau al revoleo desesperado de heladeras sin despeinarse, en un grouchofascismo de folletín. La ministra de Salud –adalid del Estado total– atiende su apendicitis en una clínica privada para no quitarle la cama a un enfermo del conurbano, así como Cristina Kirchner –la reina del pobrismo que es multimillonaria– pernocta en su piso de Recoleta para no ocuparles una vivienda a los muchachos de la villa Puerta de Hierro en Isidro Casanova.
Confinada dentro de su lujosa cárcel ideológica, la Pasionaria del Calafate no puede sino aceptar en esta hora dramática que el otro –dicho en términos populistas– también tiene votos y pueblo, y que ya no es un innombrado, como lo fue casi siempre; ella sabe ahora que existe un republicanismo popular e intenta rebajarlo con su novedosa descalificación, que en el fondo es un gran reconocimiento identitario: “republicanos de morondanga”. Lo hace con razonable rabia incontenible, mientras medita su destino. Que hoy, nos guste o no, está atado al destino de un país que avanza apresuradamente hacia el abismo, puesto que al cuarto gobierno kirchnerista le quedan dos años de gestión y un huracán de frente, y está fabricando dos cosas: billetes a mansalva y una bomba que ellos mismos deberán desactivar con grandes posibilidades de ser alcanzados por las esquirlas. Ninguno de nosotros estará a salvo de ellas. La pregunta del momento es entonces qué hará realmente la vicepresidenta de la Nación “el día después”, y cuánto pesará en su íntima decisión el dichoso capital simbólico, construido y cercado precisamente por una ideología que tantas veces fue su efectiva y reluciente coraza, pero que en estas semanas parece una pesadísima e inmovilizante armadura de plomo. Es incompatible el capital simbólico con una hecatombe, y por lo tanto es dable conjeturar –sabiendo que no se puede profetizar nada en este país imprevisible y adicto a las sorpresas– que más allá de verbos encarnizados Cristina Kirchner elegirá esta vez una cierta racionalidad económica: el peligro real te disuade de narcisismos y fantasías. Lo hará, si finalmente lo hace, siempre bajo coartadas ideológicas y rebusques de actriz consumada. Con el concurso, como diría Revel, de esos “mecanismos medianamente sinceros de la mala fe”.
© La Nación
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