Por Gustavo González |
La conmoción por la derrota y por el intento cristinista de copamiento del Gobierno, todavía mantiene en carne viva la sensibilidad de los distintos sectores de la alianza oficialista. Cada día se escuchan nuevas revelaciones de lo que pasó en la semana post PASO. Y nada de lo que se conoce atenúa la gravedad de lo vivido. Al contrario.
Tres semanas después, lo que ahora se sabe es que no hubo un plan orgánico de copamiento, sino el impulso de Cristina Kirchner por conseguir de cualquier forma que el Presidente reformulara su gobierno.
Comienza la acción. Horas después de la derrota, fue Máximo Kirchner quien le hizo en persona el pedido a Alberto Fernández. Este, como siempre, escuchó pero no fue contundente en la respuesta. El martes 14 fue la propia vicepresidenta la que lo visitó en Olivos. No fue una cena de tres horas, como se dijo. Fue un café que comenzó a las 19 y duró menos de dos.
Para sorpresa del jefe de Estado, Cristina comenzó a detallar una por una las veces que en 2021 lo había ido a ver, el día exacto y los temas que le llevó cada vez. Fueron los 18 encuentros que luego mencionaría en su carta. Le echó en cara que, como en la mayoría de las anteriores citas, en esta tampoco él la había llamado y debió ser ella la que, tras esperar en vano 48 horas, le pidió la audiencia.
En medio del shock electoral, podría parecer extraño ese obsesivo repaso de sus reuniones anteriores, que Cristina expuso con la ayuda de un papelito, pero fue el prólogo que eligió para recordarle que lo que le pediría a continuación ya se lo había pedido antes. No haberla escuchado, según ella, fue la causa de la derrota.
El Presidente habría repetido la misma estrategia que con el hijo: le dijo que coincidía con la idea de cambio de gabinete, pero que hacerlo en ese momento podría obligar a repetirlo en noviembre tras otra probable derrota.
A partir de aquí, Cristina y Alberto tradujeron dos versiones distintas de esa cita. Ella les dijo a los suyos que insistió hasta que el Presidente aceptó tres nombres que le propuso: Aníbal Fernández en Seguridad, Julián Domínguez en Agricultura y Juan Manzur en la jefatura de Gabinete. Para este último lugar, sugirió una segunda alternativa: el traslado a ese cargo de Gabriel Katopodis, ministro de Obras Públicas.
Alberto contó que ella propuso a Capitanich y a cristinistas que él no aceptó, manteniendo la tesis de que los cambios de nombres debían ocurrir tras los comicios. De hecho, en su entorno están convencidos de que fue esa negativa la que derivó en la virulenta reacción de Cristina del día siguiente.
El miércoles 15 ella instruyó a Wado de Pedro y al resto de sus ministros a presentar la renuncia para obligar al Presidente a renovar el gabinete. Cafiero y Guzmán estaban juntos en ese momento y se enteraron por los medios. Creyeron que era una fake news. En otro despacho cercano, un secretario de Estado que suele mantener encendidos varios televisores, lo supo por lo que decían los zócalos. Pasaba el mediodía y fue el primero en tirar la idea delante de un testigo: “Alberto tiene que aceptarles la renuncia a todos estos”.
El ministro de Economía todavía no salía de su asombro cuando oyó la voz de Cristina del otro lado de la línea. No se trató de una llamada, fueron tres. Y las tres le sonaron raras al ministro.
La primera fue para preguntarle si quería que estuviera presente en la presentación del proyecto de Hidrocarburos que haría Guzmán ese día. La segunda fue para preguntarle si le podía enviar el borrador del Presupuesto 2022.
Al ministro le pareció extraño que, en medio de la conmoción por las renuncias cristinistas, ella lo llamara por temas tan puntuales. Y le sorprendió lo afable que estaba. Al tercer llamado terminó de entender, porque se lo dijo sin vueltas: “Martín, te quiero aclarar que yo no pedí tu renuncia”.
Guzmán comprendió el mensaje. Cristina no le pedía que se fuera. Lo que le pedía (aunque en ese instante evitó recordárselo) era que le hiciera caso y flexibilizara su política de déficit fiscal porque, así como lo había hecho hasta entonces, no se saldría de la recesión y se volvería a perder en noviembre.
Ese miércoles nació el albertismo en operaciones.
Rebelión albertista. El primer paso fue determinar quiénes eran los propios: Cafiero, Guzmán, Kulfas, Moroni, Katopodis, Zabaleta, Vizzotti. Incluso contaban a los después renunciados Trotta y Solá. Algunos sumaban a Ferraresi, el ministro de Hábitat, porque, pese a su histórica lealtad con Cristina, nunca fue camporista, siempre se mostró cercano a Alberto y fue uno de los que no presentó su renuncia formal. Pero por su rol de vicepresidente del Instituto Patria recibió una “bolilla negra” y no fue incorporado a esas deliberaciones iniciales. Tampoco estuvieron Trotta ni Solá.
En la revisión de la tropa propia, se contaba obviamente al círculo íntimo del mandatario: Biondi, Beliz, Vitobello, Olmos y Vilma Ibarra. Además de los secretarios y subsecretarios que les respondían.
La idea de aceptar las renuncias fue ganando consenso con el correr de las horas. Empezaron a llamar a cada gobernador peronista. Las excepciones fueron Alicia Kirchner y Capitanich. En este caso, fue por el temor a que –pese a no tener una mala relación con el albertismo– los estrechos vínculos del chaqueño con Cristina lo llevaran a adelantarle cualquier estrategia. El resultado de ese primer conteo fue que los gobernadores emitirían declaraciones de respaldo al Presidente.
También hubo diez intendentes peronistas del Conurbano que prometieron lo mismo. Igual que los principales jefes sindicales y la mayoría de los movimientos sociales nucleados en la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP).
Finalmente, ese miércoles se produjo la primera cumbre del albertismo tras la ruptura.
Fue en el despacho presidencial de la Casa Rosada y participaron, además de Alberto Fernández, Cafiero, Katopodis, Zabaleta, Beliz, Biondi, Vitobello, Olmos y Vilma Ibarra. La posición mayoritaria, por momentos unánime, fue que la única alternativa para frenar el “ataque” era aceptar las renuncias e integrar a los gobernadores al gabinete. Se recordaron escenas de cristinismo explícito y hasta se habló del “bullying” sufrido por muchos de ellos, en especial por el hasta entonces jefe de Gabinete.
Se argumentó que, sin las cajas del Estado, el camporismo se diluiría rápido y que Cristina perdería a la mitad de los senadores. Celebraban, con cautela, la neutralidad que estaba manteniendo Massa y estaban seguros de que el presidente de Diputados elegiría quedarse del lado del ganador, que sería el albertismo.
Todo parecía conducir a la ruptura hasta que Vilma Ibarra tomó la palabra. Explicó que ella ya había atravesado muchas crisis políticas en su vida, como la de Cromañón (cuando su hermano Aníbal era jefe del gobierno porteño) y la renuncia del Chacho Álvarez (su ex pareja) como vice de De la Rúa. Su conclusión fue que no se debía profundizar la crisis sino salir de ella recomponiendo la alianza.
El resto entendió que esa era la argumentación que Alberto esperaba escuchar para justificar su tradicional impulso componedor: “Vilma tiene razón”, sentenció frente a la desilusión del resto.
Ese miércoles todos ellos se fueron a sus casas con el desánimo de aquellos soldados que, preparados durante meses para entrar a combate, en el último segundo les ordenan deponer las armas. Pero también con la tranquilidad de que, al final, quizá todos sobrevivirían.
No se imaginaban con lo que se encontrarían al día siguiente.
La pelea frontal. La tregua duró pocas horas. Los que entraron en combate el jueves 16 fueron directamente los generales de uno y otro bando.
Alberto Fernández le concedió un off the record a Mario Wainfeld, de Página/12, en el que advirtió: “Ella me conoce, sabe que por las buenas a mí me sacan cualquier cosa. Con presiones, no me van a obligar”.
Cristina Kirchner no fue por las buenas. Publicó una durísima carta en la que le pidió que honrara el haber llegado a la presidencia porque ella le dio esa oportunidad. El mensaje era que él debía allanarse ante la conductora mayoritaria del espacio. El término “allanar” no fue utilizado explícitamente en el texto. Quien lo hizo a continuación fue su cercana diputada Fernanda Vallejos, quien además trató al Presidente de un okupa que “no tiene ningún mérito propio para estar ahí”.
En el albertismo hoy creen que no se trató de un audio filtrado involuntariamente, sino de una grabación armada a pedido o con el aval de la vice. En el Patria lo niegan.
La carta de Cristina y la voz de su alter ego Vallejos conmocionaron a ese albertismo que horas antes había aceptado internamente una negociación componedora.
La pregunta de por qué ella publicó un texto tan extremo no encontró respuesta en esta crónica en ninguno de los bandos. Si era verdad, como Cristina les dijo a los suyos, que Alberto había aceptado sus nombres para el nuevo gabinete, ¿por qué dinamitar todo horas después? En especial cuando el albertismo ya había decidido internamente frenar la ruptura.
Lo cierto es que lo que vino a continuación fueron las voces de gobernadores e intendentes cumpliendo con el respaldo público al Presidente. La CGT emitió una declaración de apoyo y los movimientos sociales directamente convocaron a una marcha para ese mismo día. Un ministro llamó al Chino Navarro y a Emilio Pérsico, del Movimiento Evita, para pedirles que no lo hicieran porque temían incidentes. Coincidieron en que el efecto político y mediático del anuncio ya había cumplido su “objetivo de demostración de fuerzas”.
Ese jueves, la virulencia del mensaje de Cristina había provocado un efecto impensado: la celebración del triunfo opositor en las PASO había sido desplazada de los medios por un Presidente casi colocado en el lugar de víctima. Rodeado de la mayoría de los jefes territoriales del peronismo y de los líderes sindicales y sociales. Y con una vicepresidenta que, al menos públicamente, solo había tenido el apoyo de su hija Florencia, Juan Grabois, Nancy Dupláa y Diego Brancatelli.
La reconstrucción de lo sucedido indica que durante ese día los funcionarios albertistas volvieron a trabajar con la hipótesis de aceptar las renuncias y reemplazar a los idos con peronistas no cristinistas, empezando por los gobernadores. Pero lo que primaba por esas horas era el desconcierto, la sensación de que nadie sabía lo que podía ocurrir.
Esa noche, los mismos soldados que el día anterior se habían encontrado en la Rosada para analizar la ruptura, se reunieron en Olivos. Dos de los presentes recuerdan que lo que primó fue la bronca y el caos. Y la sensación de algunos de ellos de que pronto no serían parte del Gobierno.
Nada es igual. El viernes al mediodía, el Presidente arribó a la Casa Rosada sin la habitual compañía de su vocero y amigo Juan Pablo Biondi (a quien Cristina denunció por operar en su contra). Llegó acompañado por Vitobello y Beliz. Fue la primera señal de los cambios que vendrían.
Los periodistas acreditados también registraron la presencia allí de Eduardo Valdes, uno de los pocos que conservan una relación tanto con Alberto como con Cristina. El mismo Valdes había sido visto más temprano en el Senado, en el despacho de la vicepresidenta. ¿Fue él quien llevó a la Rosada los nombres de la negociación para un nuevo gabinete?
Lo que sí se sabe es que el diputado compartió ese viernes un almuerzo de casi dos horas con el Presidente y Vitobello. En un contexto de demasiado estrés para una simple reunión de amigos. También se sabe que, tras el almuerzo, Valdes volvió a ser visto en la antesala del despacho principal del Senado. Imposible que no le haya contado a su amiga lo que terminaba de hablar con su otro amigo.
Lo cierto es que entre las 15 y las 18 el nuevo clima imperante era el del inminente anuncio de un nuevo gabinete que intentaría conciliar a unos y otros. A las 18.30 se conoció la renuncia de Biondi, que el Presidente aceptó con el convencimiento de que los disparos de la vice a su vocero estaban dirigidos a él.
Después se conocerían el resto de los cambios. Fue lo que la mayoría de los medios y analistas vieron como un triunfo de Cristina, pese a la persistencia presidencial en mantener la dupla económica de Guzmán y Kulfas y a que el operativo “platita” continúa siendo insuficiente para el Instituto Patria: siguen acusando al ministro de Economía por su obsesión en cumplir con el déficit previsto del 4,5%.
Tampoco las incorporaciones de Manzur, Domínguez, Filmus, Perczyk y Aníbal Fernández parecieron indicar en estas semanas un avance del camporismo.
Lo que sí aceptan unos y otros es que, desde hace tres semanas, nada es igual en la cima del poder.
El sábado 18 de septiembre fue el primer día de esta nueva etapa. El Presidente viajó en avión a La Rioja para encontrarse en forma virtual y presencial con todos los gobernadores peronistas. En el avión lo acompañaban los ministros Katopodis, Zabaleta, De Pedro y el recién designado Jaime Perzyck, además de Massa, el secretario Vitobello y el jefe de asesores, Olmos. Lejos de la camaradería de otros tiempos, lo que reinó en ese viaje fue el silencio y la tensión por la presencia del renunciante y reasumido ministro del Interior. El Presidente se dedicó a hablar con otros, pero no con él. Aseguran que desde ese día ya no lo llama más “Wadito”.
Guerra fría. En La Rioja se produjo la esperada reunión. Uno de los secretarios presidenciales avisó que De Pedro estaba en la puerta y pedía ingresar: si bien se trataba de una reunión solo para mandatarios provinciales, consideraba con cierta lógica que él debía estar presente como el ministro responsable de esas relaciones. Fernández respondió que le dijeran que su presencia no era necesaria.
Desde entonces, las relaciones entre cristinistas y albertistas dejaron de cuidar las formas previas a la gran ruptura. Aquí se evita reproducir los calificativos que unos y otros usan entre ellos y con los respectivos líderes. Pero ninguno es positivo. Y la mayoría son especialmente hirientes.
La única duda que hoy recorre al Gobierno es qué tan profundo será el próximo choque entre Presidente y vicepresidenta.
En el cristinismo apuestan a un recambio económico después de las elecciones de noviembre. E imaginan que, finalmente, Alberto entrará en razón y se dejará guiar por Cristina.
En el albertismo no descartan otros cambios, insistiendo en el error al que fueron obligados de cambiar el gabinete entre las PASO y las generales. Y sueñan con que, ahí sí, Alberto asumirá la conducción total del Gobierno.
Nadie cree que el día después de las elecciones ocurra otra cosa que no sea la batalla final para controlar el poder por los próximos dos años.
Son tantas las tensiones de esta guerra fría, que hoy no pueden ni considerar que el peronismo encuentre la fórmula química para unir, una vez más, el agua y el aceite.
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