Por Gustavo González |
La pregunta no es qué pasaría si Alberto Fernández asumiera la presidencia, porque obviamente eso ya ocurrió, más allá de la opinión sobre su resultado.
La pregunta entre los albertistas que se fueron y los que se quedaron es qué pasaría si, a partir del nuevo gabinete, decidiera asumir la jefatura real de la gestión, tomando el control exclusivo y la responsabilidad de todo lo que pase.
Hasta ahora fue el socio minoritario de una coalición comandada por Cristina Kirchner. Y desde ese lugar tuvo la potestad de designar a una parte de los ministros y secretarios de Estado, empezando por el reconfirmado titular de Economía.
Pese a que un sector de la sociedad y de sus funcionarios siempre le reclamó independizarse de la mujer que lo eligió para ese lugar, el Presidente entendió, y parece seguir entendiendo, que debe encarnar la síntesis de modelos parecidos, pero distintos. Ser la representación formal del primer gobierno peronista sin conducción hegemónica.
Títere o no títere. El cristinismo no acepta la idea de que, así como en la sociedad hay un empate hegemónico entre relatos enfrentados, también en el Gobierno lo hay.
Para este espacio no hay tal empate: Alberto Fernández debía cumplir desde el inicio el rol de títere o delegado de Cristina. Y allí los últimos cambios en el gabinete son leídos como un recordatorio forzado de ese deber.
Sin embargo, el solo hecho de que se llegara a esta crisis poselectoral pone en cuestión la tesis del títere.
De ahí la indignación de la diputada C, Fernanda Vallejos, quien lo trató de mequetrefe, sordo, ciego, atrincherado y un okupa que “no tiene votos ni legitimidad y se tiene que allanar a lo que diga Cristina que tiene que hacer”.
Si el Presidente se hubiera “allanado” entonces se habría confirmado la teoría del títere, del Cámpora de Perón. Pero Alberto Fernández nunca se pareció a Cámpora, de la misma forma en que Cristina no se parece a Perón.
Mucho antes de la última carta de la ex presidenta y del ataque de Vallejos, en el cristinismo ya se comparaba críticamente a aquel odontólogo híper leal al líder con este abogado porteño con pretensiones independentistas.
Es que Alberto no solo no aceptaba como hegemónica la opinión de la accionista mayoritaria, sino que no le garantizaba derecho a veto. Ni la convocaba para escucharla, como ahora revela CFK.
Las tensiones en la coalición comenzaron a estallar en octubre con dos ejes centrales: el económico y el judicial.
El primero arrancó cuando Guzmán decidió reducir al mínimo la ayuda del Estado a los sectores más afectados por una pandemia que en ese momento parecía amainar.
La vice lo sugería en público y se lo pidió en privado al Presidente: esperaba que la actitud económica se pareciera más a la de otros países, tanto pobres como ricos, que habían volcado casi el doble de recursos que la Argentina para paliar las consecuencias del virus.
Con o sin razón, lo cierto es que el jefe de Estado nunca cedió a cambiar este modelo menos keynesiano por el que le reclama su socia. Al punto de, en plena campaña, subejecutar el déficit presupuestado, como también acusa ella.
Justicia. El otro gran tema de conflicto es el judicial. Si ella suponía que la llegada de su elegido le resolvería las causas judiciales, pronto notó que la predisposición de él era escasa.
Es cierto que los jueces suelen acompañar a las corrientes dominantes, casi sin necesidad de que se lo pidan, y que algunos ex funcionarios K vieron mejoradas sus situaciones procesales. Pero las causas más graves de ella siguen en pie.
Cuando aumentaron las presiones sobre Alberto F para que se hiciera cargo, lo que hizo fue renunciar a su amiga Marcela Losardo y designar como nuevo ministro de Justicia al preferido de Cristina, Martín Soria. Un dato que cristinistas y opositores sumaron a la teoría del títere, aunque en la práctica no cambió nada: en las instancias en que están las causas de Cristina no hay ministro de Justicia que pueda ayudarla, más allá de las declaraciones públicas.
Los cristinistas ni siquiera se sintieron acompañados (ni por el Presidente ni por Sergio Massa) en el impulso a la reforma judicial ni a la del procurador. Al contrario, Alberto siempre siguió insistiendo con su candidato, el juez Rafecas.
Tres caminos. El cambio de gabinete conocido el viernes fue leído mayoritariamente como un triunfo total de la vicepresidenta. Puede que lo sea, pero eso dependerá de qué actitud tome el Presidente:
1) seguir surfeando las tensiones internas como lo hizo hasta ahora,
2) “allanarse” finalmente a los reclamos de la mayor accionista, o
3) asumir la conducción completa del gobierno.
Elegir la primera alternativa quizá sea el camino más seguro para alcanzar los mismos resultados que hasta ahora.
Optar por la segunda sería entregarle la conducción económica y política al cristinismo y actuar, en la práctica, como un jefe de Gabinete que impulse todos los proyectos de ese sector. Si fuera así, resta entender por qué mantuvo en sus cargos a los ministros Guzmán y Kulfas, por qué integró a un dialoguista como Domínguez en una cartera álgida como la del campo y por qué reservó para sí un área sensible para el cristinismo como Cancillería.
Sobre todo llama la atención la llegada de un peronista no cristinista como Manzur a un puesto clave, pese a que se interpretó el ok de Cristina como una presión y no como una cesión a un hombre con el que, hasta hace poco, ella tuvo encontronazos notorios.
Para confirmar la hipótesis de que, aun así, los cambios significan un avance cristinista, a partir de ahora todos ellos –empezando por el Presidente– deberían tomar como propias las ideas de Cristina. Incluso las económicas y judiciales.
En tal caso, cabría preguntarse qué posibilidades de éxito tendría un gobierno explícitamente presidido por la vicepresidenta, teniendo en cuenta su imagen en una parte importante de la sociedad y en el mundo económico y político nacional e internacional. En los comicios de 2019, reconocer tal limitación la llevó a correrse del primer plano.
La tercera alternativa puede parecerles más riesgosa, aunque las dos anteriores vengan con garantía de fracaso.
Síntesis o autor. Para Alberto Fernández, asumir la conducción efectiva y total del nuevo gabinete sería asumir la responsabilidad de las decisiones y de sus consecuencias. Dejar de ser “síntesis” de distintos relatos para convertirse en autor de un relato y de un modelo superador.
Es difícil.
Para él significaría ponerse otra vez en la mira del cristinismo más duro y, al mismo tiempo, perder la excusa de que los errores de gestión son culpa de Cristina.
Para ella significaría terminar de entregar su suerte a un modelo político y económico en el que no confía. Con el riesgo adicional de que si a Alberto le fuera bien comandando solo, perdería relevancia política.
El albertismo y su líder están en una encrucijada: surfear, allanarse o probar una gobernanza distinta. A esta altura, lo más riesgoso puede ser la única alternativa viable. Incluso para Cristina y los suyos.
Porque si este gobierno no llega a 2023 con posibilidades de continuar, toda la coalición oficialista va a perder.
© Perfil.com
0 comments :
Publicar un comentario