Por Guillermo Piro |
En pleno siglo XVIII, cuando estaba muy claro en qué consistía la poesía o el teatro, las reglas de la novela aún estaban crudas, como una torta sacada antes de tiempo del horno. Sí, sí, El Quijote es de 1605, el Tom Jones de 1749 y el Tristram Shandy de 1759, pero las fechas no hacen más que poner de manifiesto su grandeza y la afirmación indiscutible de que fueron Cervantes, Henry Fielding y Laurence Sterne los que sentaron las reglas, es decir los que abrieron el juego y al mismo tiempo demostraron que una novela podía ser un cofre repleto de cosas y que había lugar hasta para el delirio, pero que incluso el delirio necesitaba de cuidado, orden y corrección. Ellos son los que levantaron las paredes de la celda del novelista.
El hecho es que hasta ese momento se consideraba la escritura una actividad de senectud. Cuando Giacomo Casanova se sienta a escribir el Icosamerón, su única novela, tiene 63 años. Cuando Manzoni publica Los novios tiene 42. Fue Rimbaud el que vino a confundirlo todo: la literatura no estaba habituada a los prodigios. Rimbaud es quien planta la creencia de que la escritura es una actividad juvenil.
Cuando Raymond Chandler publicó su primer relato tenía 38 años. Cuando publicó su primera novela, 44. Toni Morrison publicó Ojos azules, su primera novela, a los 39 años. Elizabeth Strout publicó Amy e Isabelle a los 42. Pero hay casos más extremos: Frank McCourt tenía 66 años cuando publicó Las cenizas de Ángela, y los italianos Gesualdo Bufalino, Simonetta Agnello Hornby y Margherita Oggero publicaron sus primeras novelas respectivamente a los 61, 55 y 62 años.
Lo que a fin de cuentas viene a probar que los excepcionales no fueron ellos, sino Rimbaud y sus acólitos. Aunque conocemos casos más radicales: Daisy Ashford escribió Los jóvenes visitantes a los 12, sin haber leído una línea de Rimbaud y sin haberse dedicado jamás a la trata de personas. Mejor aún: Daisy Ashford no volvió a tomar la pluma para decir lo que llevaba en el corazón nunca más. Sus obras completas, escritas entre los 4 y los 15 años, entran en un solo pequeño volumen.
Cuando Rulfo publicó Pedro Páramo tenía 38. Como las objeciones abundan no faltará el que diga que Rulfo empezó a concebir su obra magna en 1940, cuando tenía solo 23. En cuyo caso diré lo que recomendaba Deleuze ante el ataque de las objeciones: “De acuerdo, de acuerdo, pero pasemos a otra cosa”.
“¡Dickens escribió Los papeles póstumos del Club Pickwick a los 24!”, dirá alguno. A lo que solo queda responder: Bueno, pero era Dickens. Esas cosas no ocurren todos los días. Lo que cuenta no es la excepción, sino la norma. Y la norma es que la juventud es la edad de la escritura, cuando los que ya pasamos la juventud sabemos que la juventud es la edad para hacer otras cosas.
“No soy tan joven como para saberlo todo”, decía Oscar Wilde (siempre hay una cita célebre de Wilde para todo). Tal vez sea eso, ahora que lo pienso. Contra lo que se cree, que hace falta vivir y adquirir experiencia para poder transmitirla en la vejez (más o menos lo que promulgaba Casanova), la afirmación de Wilde es más cierta de lo que el chiste deja entrever. Tal vez la edad de la escritura sea la juventud porque es la edad en que se sabe absolutamente todo. La frase de Wilde es una variante del “Primero publicar, después escribir” de Osvaldo Lamborghini. O mejor dicho al revés.
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