Jean-Paul Belmondo |
Por Gregorio Belinchón
El actor francés Jean-Paul Belmondo ha fallecido este lunes en su casa a los 88 años, según ha informado la agencia de noticias France-Presse, que cita al abogado del intérprete. En Belmondo se unifican las dos grandes líneas del cine francés, que son también las del cine europeo: por un lado, fue un icono de la modernidad que trajo consigo la Nouvelle Vague, y que rodó con los grandes de su tiempo, como su descubridor Jean-Luc Godard, pero también con François Truffaut, Alain Resnais, Claude Chabrol y Jean-Pierre Melville (con el maestro del polar filmó tres películas).
Por otro lado, el del eterno caradura, el del feo ligón y pícaro a la francesa, el protagonista de películas taquilleras pensadas para el gran público. Le gustaba protagonizar sus propias secuencias de acción, y que eso se viera en pantalla: de esa faceta nacen títulos como El magnífico, El incorregible, El profesional, El hombre de Río o El clan de los marselleses.
En su país, además, el mito de Belmondo va unida al del otro grande de su tiempo, Alain Delon. Fueron amigos, y nunca hubo rivalidad, sino una camaradería que les sirvió incluso para retroalimentarse en títulos como Borsalino y Uno de dos, tras haber coincidido de jóvenes en Una rubia peligrosa (1958), cuando ambos empezaban.
Belmondo, que sufrió en 2001 un accidente cerebrovascular, ha fallecido, según su abogado, “apagándose tranquilamente”. En 2016, con el León de Oro de Honor del festival de Venecia, aseguraba: “Mi secreto es no pensar en el pasado. Yo pienso en el mañana. A lo largo de mi vida lo he hecho y lo he tenido todo. No tengo remordimientos. He hecho todo lo que quería hacer y hoy amo las cosas que tengo: la vida, el sol y el mar”.
De su carisma innegable levanta testimonio el discurso de Sophie Marceau ese día en Venecia: Con ella había rodado Simpático y caradura en 1984: “Cincuenta años de carrera y 130 millones de espectadores te convierten en un campeón de la taquilla… y un profesional del amor. Me acuerdo cuando me cogiste en tus brazos. Y me acuerdo también de Ursula Andress, Jean Seberg, Anna Karina, Catherine Deneuve, Annie Girardot, Emmanuelle Riva… Incluso vestido con sotana, te las llevabas a todas por delante”.
Nacido en 1933 en Neuilly-sur-Seine, en la periferia burguesa de París, Belmondo era hijo de artistas: un escultor de origen italiano y una pintora que solía tomarlo como modelo para sus lienzos. Mal alumno, aficionado al fútbol y boxeador profesional durante su juventud, Belmondo quería ser actor desde adolescente, y por ello fue a una escuela privada de interpretación. Rechazado por el Conservatorio de Arte Dramático de París en tres ocasiones, cuando por fin entró en 1952 se convirtió en uno de sus alumnos más carismáticos. La leyenda asegura que en su tercer año, tras una actuación ante un jurado del Conservatorio, sintió que no se había valorado su trabajo con la puntuación adecuada y se despidió del tribunal con una peineta. Y se fue antes de ser expulsado, dejando tras de sí la revuelta estudiantil de sus compañeros.
Tres años después, se cruzó con un joven cineasta por la calle. Era Jean-Luc Godard. Le propuso rodar un cortometraje en un pequeño piso de alquiler. “Dudé sobre sus intenciones reales”, explicó una vez al diario Libération. “Le respondí que el cine no me interesaba nada de nada”. Ante su insistencia, aceptó. Rodaron el corto Charlotte et son Jules, una primera colaboración que daría pie a otras más célebres, como Al final de la escapada y Pierrot, el loco. Su primer papel con peso llegó de la mano de Claude Chabrol en Una doble vida (1959), antes de la explosión que supondría al año siguiente Al final de la escapada.
Entre 1960 y 1961 se afianzó y alcanzó el estrellato: estaba en todas las películas, en todas las salas: A todo riesgo, de Claude Sautet, con Lino Ventura, a cuyo rostro y maneras interpretativas se asemejaban las de Belmondo; Moderato cantabile, de Peter Brook, con Jeanne Moreau en una adaptación de la novela de Marguerite Duras; Dos mujeres, de Vittorio de Sica, en su primera incursión en el cine italiano y con Sophia Loren de coprotagonista, o La calle del vicio, con Claudia Cardinale. Con Godard repitió en Una mujer es una mujer en 1961, y en 1965 en Pierrot, el loco. Con Truffaut trabajó en La sirena del Misisipi.
Su cambio de carrera, del cine de autor al comercial, provocó multitud de críticas entre los cinéfilos desde que se abrió camino con Cartouche en el género de aventuras, en 1962, y pasó a participar en superproducciones en inglés como ¿Arde París? o Casino Royale (aunque nunca le interesó el salto a Hollywood). Décadas más tarde, aducía: “Cuando un actor tiene éxito, la gente le suele echar en cara que ha tomado el camino fácil, que no quiere tomar riesgos ni hacer esfuerzos. Pero si fuera sencillo llenar las salas, la industria cinematográfica tendría una mejor salud financiera. No creo que yo haya hecho basura: el público no es tonto ni mi carrera habría durado tanto”. Y apostillaba: “Las dos vertientes son buenas. Igual que en la vida, un día se llora y otro se ríe”.
Cuando las cosas le fueron mal dadas en el cine, a finales de los ochenta, volvió al teatro. En 1991 compró su propia sala en París, y apareció en unas 40 obras (en cine trabajó en 90 películas). En cambio, no ganó muchos premios: el César en 1988 por El imperio del león (galardón que rechazó), y algunos más honoríficos. Al homenaje mencionado en Venecia hay que sumarle la Palma de Honor de Cannes en 2011 y el César de Honor en 2017. Su última película fue Un hombre y su perro, en 2008. Con la muerte de Belmondo, quedan en pantalla su talento, innegable, y un rostro magnético marcado por una nariz rota por su pasión por el boxeo. Y deja a Alain Delon, según palabras de la estrella al conocer la muerte de su amigo, “completamente devastado”.
© El País (España)
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