Por Pablo Mendelevich |
Parece ser que la leyenda de que en la Argentina hubo cinco presidentes en una semana vino de Estados Unidos. Un par de humoristas norteamericanos muy populares bromeaban por aquellos días con la Argentina incendiada, convertida en el colmo mundial de la inestabilidad política, imagen para la cual cinco presidentes consecutivos debió ser una estadística más funcional a la sátira que tres. Pero en verdad fueron tres: De la Rúa, Rodríguez Saá y Duhalde.
En 1981, cuando Ronald Reagan fue baleado en Washington por un loco (que salió de la cárcel en 2016) el entonces secretario de Estado, Alexander Haig, se hizo cargo de la Casa Blanca durante varias horas a la espera de que el vicepresidente George Bush llegara de Texas. Pero después del nerviosismo, a nadie se le ocurrió decir que Haig había sido presidente de Estados Unidos, como ocurrió acá con Ramón Puerta y Eduardo Camaño. A Puerta y Camaño aun hoy se los engalana como presidentes de la Argentina, no solo en alguna comida del Rotary a la que ellos pudieran asistir sino, lo que resulta más curioso, en el sitio oficial de la Casa Rosada.
“Presidente de la Nación Argentina”, se lee sobre Puerta. “Período (no es un chiste): 21 de diciembre de 2001 al 23 de diciembre de 2001″. ¿Le estarán por esculpir el busto?
Según la ley de acefalía 20.972 entonces vigente, Puerta en rigor fue presidente provisional del Senado a cargo del Poder Ejecutivo. Camaño, después de seis días de Rodríguez Saá, otro tanto, como presidente de la Cámara de Diputados. Esa ley, que se había dictado en 1975 para una eventualidad de Isabel Perón, ordenaba que en caso de acefalía la asamblea legislativa tenía que designar presidente entre los gobernadores y los legisladores, y mientras tanto (se suponía que la asamblea no sería instantánea ni resolvería tamaño embrollo en dos minutos), en caso de no haber vicepresidente, la presidencia quedaba “transitoriamente” a cargo del presidente provisional del Senado, del presidente de la Cámara de Diputados o del presidente de la Corte Suprema, en ese orden de prelación.
Es el famoso tema de la línea sucesoria, meneado siempre en clave especulativa pero de antecedentes reales poco lustrosos, ya fuera por la historia de Alberto Teisaire con Perón, de Italo Luder con Isabel o de José María Guido con los verdugos políticos de Frondizi (el rionegrino que en 1962 se allanó a ser presidente civil de una dictadura militar). Antecesores todos ellos de Claudia Ledesma Abdala de Zamora, la presidenta provisional actual, a quien encumbró en la esterilizada línea de sucesión, detrás de ella, Cristina Kirchner (que en 2014 y 2015 ya había puesto allí al marido, Gerardo Zamora, detrás de Boudou).
¿A qué viene todo esto? A que en algunos rincones de la oposición se cuece la fantasía de sacarlo a Sergio Massa de la presidencia de la Cámara de Diputados después de infligirle al gobierno –eso todavía no sucedió- otra humillante derrota. Y, también, a que del año 2001, que quizás no económicamente pero sí políticamente algo se parece a 2021, muchas cosas se olvidaron. Lo cual es de por sí una gran paradoja, porque 2001 debe ser, de Néstor Kirchner en adelante, el año más citado en la Argentina. No con nostalgia, claro, sino como ícono del Apocalipsis. Vade retro se le dice. No existe en nuestra historia fantasma más aterrador.
Hay por lo menos dos cosas importantes que se recuerdan a medias: 1) aunque la debilidad creciente de De la Rúa arrancó con la renuncia de Chacho Alvarez a la vicepresidencia, la crisis de representatividad, lo que se llamó la sociedad enojada (¿suena familiar?), quedó expuesta un año después, en las elecciones del 14 de octubre de 2001. Igual que las de ahora, legislativas. Que en ese momento, con un 75 por ciento del padrón, batieron el récord hasta entonces de baja participación. Las PASO de hace 17 días (67 por ciento), tienen ahora el trofeo de la abstinencia.
El gobierno de De la Rúa perdió esas elecciones a los dos años de haber llegado al poder con 48,37 por ciento de los votos. Prácticamente el mismo respaldo popular que consiguió en 2019 para ser presidente Alberto Fernández: 48,24 por ciento.
Una segunda cuestión habitualmente soslayada por el entretenido cuento de los cinco presidentes es que en la línea sucesoria del radical De la Rúa sólo aguardaban peronistas. Eso eran Puerta y Camaño: PJ puro. ¿Cómo fue posible?
Ingeniero igual que su amigo Macri, Puerta sería años más tarde macrista (era el embajador en España; Alberto Fernández lo sustituyó por Ricardo Alfonsín), pero en aquellos tiempos se vanagloriaba de las lecturas de Scalabrini Ortiz y Jauretche que lo habían repujado como peronista hecho y derecho. Venía de pasar la década del noventa gobernando Misiones en nombre del PJ.
La Marcha Peronista atronó el Senado aquel 28 de noviembre de 2001 cuando Puerta fue elegido por aclamación presidente provisional; un ascenso que lo convertía, decían los diarios, en vicepresidente de la Nación de hecho. Aclamación, conviene aclarar, sólo peronista. Incluida a la senadora por Santa Cruz Cristina Kirchner, que por esas horas se hacía cargo, casualmente, de la Comisión de Asuntos Constitucionales. Su marido y su pequeña hija aplaudían desde una de las galerías su retorno a la cámara alta. Sí, Néstor Kirchner fue uno de los que, como estaba de paso, entonó la marchita para darle marco al encumbramiento de Puerta, quien apenas tres semanas después resultaría el mascarón de proa de la recuperación del gobierno nacional por el peronismo. Puerta incluso ofrecía apellido alegórico.
Los radicales se habían mandado a mudar. Salieron del recinto despotricando a viva voz contra el atropello institucional, por lo menos los más elegantes. Es que el peronismo acababa de romper la tradición histórica por la que la presidencia provisional del Senado toda la vida había quedado en manos del partido gobernante (hasta ese momento el cargo lo ocupaba el radical Mario Losada). ¿Fue un quiebre excepcional de la tradición parlamentaria? Más bien habría que hablar de un quiebre estereofónico. Porque casi al unísono el peronismo hizo lo mismo en Diputados. Le dio las gracias a Rafael Pascual (UCR) y puso a Camaño, quien para después de la Navidad devendría otro “presidente de la Nación” por horas.
De acuerdo con la imaginación popular, si un político agarra el poder no lo suelta más, pero la cosa no suele ser tan lineal. Cuando el peronismo derrocó a Rodríguez Saá seis días después de haberlo ungido, Puerta se rehusó a volver a la Casa Rosada. Hay que recordar que el país estaba en llamas, la gente delante del abismo se enardecía, había habido muchos muertos. El propio Rodríguez Saá acababa de mezclar comprobadas intenciones de quedarse (causa de su relevo) con ataques de pánico. Puerta dijo “suficiente para mí” y por eso le tocó a Camaño, no es que estuvieran haciendo un simulacro de línea sucesoria. Después llegaría el bombero piromaníaco, Duhalde.
Entonces, ¿podría Massa ser sustituido ahora por un opositor sin que ello fuera interpretado –en la hipótesis de que Juntos por el Cambio consiguiera ser primera minoría- como una avanzada sobre la gobernabilidad? Fatídico 2001 aparte, la tradición desalentó a través del tiempo esta clase de impulsos, lo que representa un símbolo trascendente de convivencia política. O puede representar lo contrario.
Cuando en 1987 el gobierno de Alfonsín perdió las elecciones, Juan Carlos Pugliese siguió siendo presidente de Diputados (después se fue como ministro de Economía y lo reemplazó quien entonces era un destacado radical, Leopoldo Moreau). Lo mismo sucedió diez años después, al perder Menem sus últimas legislativas: Alberto Pierri siguió presidiendo Diputados. Ni siquiera en el país agrietado del matrimonio Kirchner, cuando se sucedieron en el estrado los diputados oficialistas Balestrini, Fellner y Domínguez, las derrotas de Cristina Kirchner (2009 y 2013) llevarían a cambios de signo partidario.
Es cierto que la sacralidad de la línea sucesoria no encuentra fácil corroboración histórica. Al caer un presidente radical volvió el peronismo. Cuando cayeron presidentes peronistas siguió el peronismo. Las sucesiones de emergencia quedaron más reguladas por la política que por la Constitución y las leyes.
Mucho antes de que la asamblea legislativa eligiera a Duhalde para reemplazar a Rodríguez Saá (lo cual fue una ironía de la historia, porque Duhalde había perdido la elección popular contra De la Rúa), Perón mandó a destituir a Cámpora mediante las sutiles artes de López Rega, quien colocó en el Sillón de Rivadavia a Raúl Lastiri, su yerno. Lastiri no era el que venía en la línea después de los caídos Cámpora y Solano Lima. Antes estaba el presidente provisional del Senado, Alejandro Diaz Bialet, un escollo. A Díaz Bialet, para sacarlo del medio, el Senado lo envió de urgencia a África (esto tampoco es un chiste).
Para Juntos por el Cambio, cuyo fuerte se supone que es la defensa de los valores republicanos en contraste con la subordinación de lo institucional a lo político que practica desde hace tres cuartos de siglo el peronismo, sería difícil argumentar el derecho a echar mano a la presidencia de la cámara baja por prepotencia numérica. Y se ve que para el peronismo también es complicado sostener lo opuesto.
Hace dos días la flamante senadora Juliana Di Tullio, una kirchnerista de gran experiencia (fue diputada nacional tres períodos y presidió el bloque del Frente para la Victoria) mostró esa incomodidad surfeando en los confines del ridículo. En una radio amiga (lo que explica que la hayan acolchado con más desmemoria) le preguntaron qué opinaba de la supuesta idea opositora de desalojar a Massa. “Sería un intento de golpe de Estado”, respondió enfática, como si el 2001, Puerta, Camaño y De la Rúa no hubieran existido. Aunque aludió al pasado: “No es la primera vez que lo quieren hacer, también lo intentaron en 2009″. La Cámara de Diputados, explicó la senadora, “está en la línea de sucesión del Presidente; entonces, ¿qué se quiere decir?”. El remate: “siempre fueron un peligro y cuando hablan de república y del respeto a las instituciones, mienten; son muy peligrosos y peligrosas”. La senadora puede olvidarse de mencionar al golpismo peronista, pero jamás a las mujeres.
Massa no es Puerta y luce bastante más ambicioso que la escribana santiagueña Claudia Ledesma Abdala de Zamora. Pero quizás no sea ése el tema. En 2001 el diputado justicialista Jorge Matzkin supo resumir la escala de valores vigente en un escenario de acefalía: “No tienen derecho a hablarnos de derecho ni de leyes mientras arde el incendio” (sic).
Es verdad que la ley de acefalía de Isabel (emparchada en 2002) no era demasiado precisa. Gracias a lo cual, cuando el hombre ya no fue Rodríguez Saá sino Duhalde se readaptó todo. El peronismo, que controlaba la asamblea, confirió un mandato mucho más largo, hasta completar el período de De la Rúa (después Duhalde se autocortó, pero esa es otra historia) y ya no se creyó necesario exigirle al agraciado elecciones en noventa días.
Nadie sabe cómo será el país a partir del lunes 15 de noviembre en la hipótesis probable de que un gobierno débil refrende el día anterior su derrota de las PASO y necesite hacer algo bien novedoso (¿negociar?) para transitar su segunda mitad. Tal vez para medir el nivel de democracia en sangre haya que mirar si en el asiento de Massa sigue Massa.
© La Nación
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