Por Pablo Mendelevich |
Aunque la historia electoral argentina tiene más de cien años, sería difícil encontrar una campaña tan mediocre, hueca, grosera, poco entusiasta, lacerada por la indiferencia, como la que se clausura oficialmente el viernes a las 8 de la mañana.
De por sí todas las elecciones legislativas se prestan a cierta ambigüedad discursiva, porque tanto permiten prometer proyectos de ley (otra cosa es que se tenga el número para impulsarlos) como erigirse en reformador de todo el sistema mediante el acceso a una modesta banca de las 257 que tiene la Cámara de Diputados.
En un país con la mitad de la población en la pobreza, marcas comparativas muy desfavorables respecto de la pandemia, inflación indomable, inseguridad acechante, educación pública en decadencia y otros incontables déficits estructurales, se entiende que las malas noticias no sean del gusto del electorado. O eso cree la mayoría de los jefes de campaña. El problema es que el concepto de malas noticias incluye esfuerzos, sacrificios (por no decir ajustes, palabra tabú) y los jefes de campaña son personas prácticas: las elecciones están para ser ganadas.
¿No habrá un parentesco entre el error de Macri de no blanquear en 2015 el estado en el que recibió el país (lo dijo él) y las campañas electorales que evaden el fondo de la cuestión, el mediano y largo plazo, planes consistentes y esbozos de un destino nacional?
Pandémicas, estas nuevas elecciones en dos cuotas que se fingen costumbre, son apenas las terceras legislativas de la historia con aperitivo de primarias obligatorias. A propósito, una minucia gramatical que habla del control de calidad de nuestra fábrica de leyes: comicios, como caries, altibajos, cosquillas o bermudas es una palabra que no tiene singular (para mejor, ahora se presentan en dupla). Pero el Código Electoral habla de “el comicio” 49 veces.
Comicios, los de 2021, que vinieron raros. De arranque fueron postergados por ley, algo no habitual, mucho menos si las postergaciones son solo por un mes. El gobierno propició una quirúrgica alteración del calendario fundamentalmente para que hubiera más vacunados, cosa que sucederá, pero muy lejos de la medida deseada.
Igual no será posible estudiar de inmediato la relación entre la situación vacunatoria del votante y el color de su voto. Tampoco el nivel de presentismo, dato instantáneo, brindaría información certera sobre el impacto de la pandemia, inescindible del impacto de la apatía medioambiental.
La palabra clave es fatiga. Y hay fatigas amalgamadas: de cuarentenas, del barbijo y del distanciamiento social arbitrario, de la repetición de los problemas nacionales de siempre, de la economía en crisis sucesivas, de escándalos tapa escándalos, de una dirigencia con privilegios incapaz de levantar la mirada, de la grieta multipropósito, hasta de la propia sociedad que, un poco más o un poco menos, tiende laberínticamente a repetir sus preferencias. Fatiga de una Argentina, en fin, que se muerde la cola. La disección, pobres sociólogos, no parece tarea sencilla.
Como sea, con sabor a retiro espiritual, el viernes a las 8 de la mañana se abre el tradicional período de reflexión. Lo más probable es que muchísimos argentinos no dediquen esas horas a reflexionar por quién votarán el domingo sino a algo aun más determinante: si tras batir coronavirus, vacunas retardadas y desánimo cívico se molestarán en llegarse hasta el cuarto oscuro. Que para mayores de 18 y menores de 70 sigue siendo a la vez un derecho y una obligación, por más que el problema sanitario ensanche la laxitud que el Estado ha tenido siempre respecto de los que no apetecen votar, una infracción vaporosa.
En la última elección no concurrieron 6.228.491 electores, algunos de los cuales se justificaron legalmente. Los multados fueron apenas 170 mil, el 2,72 por ciento. Para una sociedad que pasó gran parte de su historia añorando, luchando por elecciones libres, ir a votar adquirió dimensión de desquite. Los promedios de presentismo (con récord en 1958, cuando se eligió a Frondizi) fueron aceptables aún con una declinación en los últimos años. Pero las recientes elecciones de Jujuy, Salta, Misiones y Corrientes, donde se registraron marcas de creciente ausentismo, encendieron la alarma respecto de las PASO nacionales, de por sí una categoría menos convocante que las generales.
Las recientes elecciones de Jujuy, Salta, Misiones y Corrientes, donde se registraron marcas de creciente ausentismo, encendieron la alarma respecto de las PASO nacionales
Es que las PASO se parecen al swing de práctica que hacen los golfistas, una especie de simulacro que sirve para preparar el cuerpo y practicar la afirmación en el terreno, en el que se hace de todo menos darle a la pelotita. Eso sólo sucederá en la instancia siguiente, la del swing auténtico, tras un paso al frente.
Comienza el viernes, pues, infaltables violadores de la veda aparte, un extraño rito de silencio. ¡Se apagan de golpe los atropellados espacios cedidos por el Ministerio del Interior que nada ilustran, el torneo de spots con mamás de los candidatos, el petardismo sexual para obtener fama, las comparaciones de porros urbanos y suburbanos, vacuas promesas de felicidad, histrionismos, insultos! A disfrutar del silencio “político”. Todo lo contrario de lo que estallará el domingo a la caída del sol, cuando comiencen a brotar en los “búnkeres” (otra vez esa palabra de resonancia nazi para nombrar improvisados locales electorales) eufóricos ganadores a diestra y siniestra.
Para los expertos electorales que se ganan la vida asesorando candidatos acerca de cómo encantar multitudes, una noche de elecciones es una ocasión irrepetible de impaciencia concentrada. Astronómica curiosidad nacional que se debe exprimir aunque después el escrutinio definitivo de las PASO diga otra cosa.
Está naturalizado. Nadie se resignará a esta altura del partido a aceptar que un escrutinio provisorio carece de valor legal, que es sólo indicativo. El definitivo, el que de veras cuenta, tarda unos cuantos días. Y eso, si lo que se elige no es un presidente sino un centenar y medio de candidatos a legisladores y si los resultados iniciales son parejos, puede generar decepciones trascendentes. Hay experiencia.
Por eso todos los precandidatos y candidatos están preparados (¿se entrenarán?) para festejar su triunfo delante de las cámaras de televisión. Salvo que, para decirlo con el léxico del disruptivo Javier Milei, resulten aplastados. ¿Puede ocurrir? Cualquier cosa puede ocurrir.
Es que tienen otra originalidad estas PASO. Los propios candidatos abrigan dudas como nunca antes sobre la suerte que les espera. Triunfalistas para afuera, en la intimidad exhiben cautela. Ya hubo elecciones en las que se esperaba que gane uno y ganó el otro (en 1946 el favorito era la Unión Democrática; en 1983 los factores de poder creían que volvería, como siempre, el peronismo), pero por entonces la demoscopia no se había desarrollado. Esto es distinto. Se debe a otra fatiga más: la de los encuestados. Con las encuestas presenciales replegadas por la pandemia, las telefónicas, muy expandidas, se volvieron menos confiables de lo que eran en la medida en que a las máquinas que preguntan solo les responde un porcentaje mínimo de consultados, lo cual produce distorsiones de la muestra. Y eso puede afectar la medición de la intención de voto.
Si se suman los que no saben o no contestan, los indecisos y los potenciales ausentes, más de un tercio de los votantes conforma, todavía hoy, una incógnita. Hay 34.332.992 personas habilitadas para votar el domingo. Nadie sabe a ciencia cierta qué van a hacer más de diez millones.
A disfrutar del viernes y del sábado.
© La Nación
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