Por Roberto García |
Mínimo entusiasmo registra la convocatoria electoral. Apenas curiosidad por el resultado luego del funesto período del covid que acompañó gran parte de la administración de los Fernández. No aparecen los habituales voluntarios en los bloques que compiten, menos espontáneos con la excusa de la pandemia, en todo caso prometen participar en la llamada del 12 de noviembre, la falsa “segunda vuelta”.
Otro comicio. Faltan autoridades de mesa –casi la mitad en Córdoba, Buenos Aires y Santa Fe–, será necesario subcontratar a varios miles de empleados judiciales. Así lo anticipan los dos últimos ejercicios de práctica. También escasea la disposición económica para tentar a los custodios de urnas, como si menguara el interés democrático. Esa apatía general parece beneficiar como un espejismo al Gobierno: los sectores sociales con menos recursos son los que más conciencia tienen del voto obligatorio.
Pero esa aparente ventaja, la superior capacidad organizativa y las derivaciones presuntas del clientelismo con 22 millones de planes repartidos en el país, no alcanzan a modificarle el rostro a la pareja presidencial. Entre otros rostros sombríos del oficialismo. Raro proceso de las PASO: de empezar por el terror opositor a que el kirchnerismo obtuviera mayoría absoluta en Diputados (que influirían en la Justicia para evitarle castigos judiciales a Cristina, reformar la Constitución o terminar con la propiedad privada), se pasó a la necesidad gubernamental de revisar nuevos aportes a determinadas provincias para no perder más de tres o cuatro senadores en la armada de la vicepresidenta. Más: el propio mandatario, al decir hace pocas horas que ahora solo se juzga su gestión, anuncia que hará cambios en su equipo si los vientos no lo favorecen. Un presagio: el resultado del domingo no garantiza repetición forzosa en diciembre. Pero se trata de un preaviso para velar las armas.
Hombre precavido: Alberto asume la responsabilidad de una defectuosa actuación antes de que se la endosen sus asociados (especialmente, una Cristina alarmada hasta por el temor de quedar última en Santa Cruz). Aunque una semana antes, casi con delirio exitista, varios de los ministros de Alberto hablaban de reelección en el 2023. Nadie quiere dejar el puesto y pretendían cubrirlo al Presidente de un futuro poco halagador. Ciertos datos alimentan la pesadumbre oficial: Cristina abandonó la campaña antes de tiempo, justo en el mes decisivo. Cuando el frente más la necesitaba y sin razón aparente para el desplante. “Quédate solo Alberto”, podría significar. O, “pensemos en diciembre”, esto “ya fue”, como suelen decir los adolescentes. El cierre en Tecnópolis, apenas una formalidad.
También Sergio Massa tomó distancia y, por los trascendidos humorísticos, para ciertos actos de acompañante lo llamaban con la policía.
Deserciones. Abundan dudas inclusive con el rol de los intendentes bonaerenses: poco esfuerzo, salvo en determinados distritos (por ejemplo, Merlo o José C. Paz), las remesas de la Casa Rosada a Kicillof no llegaron en tiempo y forma. Vieja inquina. Uno de los imputados por la deserción tuvo explicaciones sin designar al aludido: “Siempre es más fácil parar a un vivo que hacerlo arrancar a un boludo”. En la jerga dirían que le cabe esa definición solo a dos prominentes figuras. Pero también se podría parecer a lo que el peronista intendente Curto dijo cuando Duhalde lo promovió a Néstor Kirchner candidato: “No vamos a ningún lado con este sureño, empujarlo es como pasear a un perro muerto”.
Tampoco se sabe si alcanza el único mensaje claro, unívoco, de la propaganda del Gobierno: Mauricio Macri es el responsable de todos los males. Casi ningún argumento adicional, falta cierta imaginación.
Unos creen que Alberto, luego de la elección, “no se dejará arrear” por las huestes de Cristina. Y que aceptará cambios menores. Otros, en cambio, sospechan que agitará las aguas como lo determine la vice. Para no evocar “traiciones a ella y al hijo”, el que parece al margen del Gobierno, pero realizaba asados en Olivos como Alberto dormía en su cama cuando iba a Río Gallegos.
Del resultado quizás dependa la suerte de Martín Guzmán, poco apreciado por Cristina y menos por Massa, quien se imagina en una superestructura ministerial para darle otra confiabilidad al Gobierno. Suena Martín Insaurralde como otra incorporación para Interior o jefatura de Gabinete: un intendente sin demasiado brillo, pero que atraviesa en puntas de pie todos los cocodrilos de la laguna, empezando con la oposición cuando acordaba con María Eugenia Vidal vía su ministro Salvai. Hoy, Insaurralde es mano derecha de Máximo y de confianza de Alberto.
Lo de Massa, aprobado –según dicen por la vice– obedece a la necesidad de pactar un entendimiento con la oposición (léase Horacio Rodríguez Larreta), consenso disfrazado de mil títulos para garantizarle al FMI que ambos frentes comparten la firma con un mismo plan. Más de fotografía que de contenido.
No se conocen las formas del pacto. Tal vez una invitación a la Rosada, consagrar ciertos puntos a cumplir cualquiera sea el gobierno en el futuro. O una propuesta parlamentaria a jurar por las dos partes. O quizás un auxilio de la propia oposición en el Congreso para cumplir con las necesidades del oficialismo. Vaya uno a saber la alquimia política. Pero Alberto acaba de decir que “estamos cerca de un arreglo con el FMI”. Le deben informar de estos movimientos.
Falta la palabra de la vice y que Macri, aunque sea por omisión, también avale. Pero parece que el ingeniero y los suyos discrepan con estos enjuagues de Rodríguez Larreta con Massa, los impugnan con el nombre de contubernio. La distracción electoral del domingo tal vez produzca cierta revelación sobre este eterno tema de los argentinos. Lo único efectivo además del marketing de los resultados.
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