Por Nelson Francisco Muloni |
En su primer libro «No toda es vigilia la de los ojos abiertos», Macedonio Fernández (según Raúl Scalabrini Ortiz, «el único filósofo auténtico») expone que el Ser no es vacío, es pleno y que la Nada no puede estar en el Ser, porque la Nada es irrepresentable. Pero si solamente la pudiéramos imaginar, la Nada tendría realidad.
Por eso, la vigilia, puede elaborar el Ser y las formas y trasladarlo a donde quisiera quien está en esa vigilia. Para ello, tiene todo el tiempo del mundo porque, incluso, el tiempo no existe (según Macedonio) y esa vigilia del Ser podría ser eterna.
Me sucede que, a veces, creo entender -con la liviandad de un neófito- algunos aspectos de la metafísica de Macedonio Fernández, pero mi ingenuidad me lleva a trasladar esa vigilia, a la que apelo en demasía, a aquel simplismo relevante de Luther King y su «I have a dream...».
Sea aquella vigilia o este sueño (que Luther King lo planteaba como una vigilia de anhelos posibles), también se me da por mirar hacia el horizonte y creer que esa línea que está siempre en el mismo lugar es, no solamente para que salga o se ponga el sol, sino para que disfrutemos lo que va de un punto a otro desde el amanecer al anochecer. «Aprovecha el día», diría Horacio, para agregar «y confía mínimamente en el futuro» («Carpe diem, quam minimun credula postero»).
Pero, muchos que como yo hemos crecido en los sembradíos que había dejado la «juventud perdida» de aquellos escépticos pensadores de la Francia contemporánea, con su cine negro y sus canciones de una rebeldía metafísica más al estilo de la «revolté» que pregonaba Octavio Paz antes que a la violencia por la violencia misma, terminamos convirtiéndonos en ejemplares escépticos de un país que, de a poco, iba quedándose sin futuro y lejos de aquel pensamiento de Horacio que quedaba como una frase para poetas noveles o películas de estudiantinas sufridas y vanamente esperanzadoras.
Ni qué decir de los gobernantes y políticos de poca monta para quiénes, seguramente, el sueño de Luther King es tirarse de cabeza en la cama y echarse a dormir sin la pesadumbre de la conciencia (que la deben tener bastante sucia, vea) y con el cerebro sumergido en la hipotermia de la Nada, cuestión que originaría una buena patada en el trasero propinada por Macedonio Fernández.
Y es doloroso esto de andar mirando los sueños en esta vigilia que no es tal, porque los amaneceres, de tan idénticos en el sufrimiento, son tan rutinariamente desgraciados, que uno va quedándose solamente en el anhelo de lo que fue.
Increíblemente, no es que uno quiera ver «todo negativo» como diría aquel que abrazaba cajas fuertes y cuyo único sueño era la perpetuación del poder a través de abdicaciones consanguíneas, sino que la esencia del viejo anhelo se nos fue desgranando como migajas de una inútil esperanza que derivó en esta vacuidad en la que nos fuimos transformando, después de mandar al carajo a los Macedonio, los Luther King o los Horacio que por el mundo han sido, para quedarnos con la ramplonería, al fin y al cabo, más facilonga, de aquellos que hicieron y hacen que la política haya perdido su nobleza para convertirse en una herramienta pedestre de enriquecimiento, las más de la veces, ilícito.
O, como aquellos otros, de pecho levantado, que fungen como periodistas con el solo fin de llegar a la política a través de sus espacios, tan vacuos y ordinarios como los que ofician de eternos políticos, para sentarse en una poltrona que les sostenga el pesado trasero que andan arrastrando como mandriles.
No es, claro, que los periodistas sean arcángeles San Miguel, ni mucho menos. Hay muchos, demasiados, que suponen que Arturo Frondizi era un general golpista y no un brillante político desarrollista. Y no es exagerado el ejemplo. Ni hablar de ortografía ni sintaxis aunque ahora, con el lenguaje que se supone inclusivo, inventado por minorías facciosas, puedan zafar de su ignorancia.
Como hay aspirantes a políticos que brotaron de las facultades de Derecho, convencidos de que las leyes solamente pueden ser entendidas por sus encasquetados cerebros por lo que, por carácter transitivo, son los más aptos para una carrera política o judicial que, ni entienden ni les interesa. Ni hablar, claro está, de aquellos que se han entregado a la ordalía de las divinidades burocráticas y trascienden, si no por sus méritos, por su producción de saliva que los hace los más firmes postulantes al chupamedismo.
Entonces, ¿qué hacer cuando nuestra placentera vigilia se quiebra como el cristal porque lo mejor imaginado es cruzado por nubarrones de estulticia y privilegios? ¿Cuando tener un sueño es caer, irremediablemente, en una corriente de decepciones permanentes y donde el buen modo, el mejor gesto, solo son resabios de una antigualla estragada por la actual mediocridad de una sociedad cada vez más violenta e insolidaria?
Cuando la realidad del país se parece a un vademécum diario de tragedias y donde Discepolín va a seguir teniendo razón, de nada valdrán cinco premios Nobel, los mejores escritores, poetas y músicos del mundo y los científicos más brillantes si, como sociedad, seguimos arrojándonos muertos, desventuras y desatinos que nos dejan desnudos de horizontes y futuros. Esto es la Nada.
Quizás, y solo quizás, un día podamos sentarnos de frente hacia algún horizonte, mirar más allá de todos los infiernos y seguir todo el periplo del sol como en una vigilia eterna que nos eleva en días de buenos sueños y mejores anhelos. Una vigilia que no sea solo «la de los ojos abiertos».
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