Por Marcos Novaro |
Facundo Manes insiste en poner todo el foco de su campaña en criticar a Macri y Larreta. Después de haber dudado de que el dinero de la campaña larretista esté separado de los impuestos que pagan los porteños, ahora los acusó de haber repartido planes sociales en vez de generar empleo.
Algo que tiene bastante asidero en abstracto, pero no está claro si el denunciante podría o sabría cómo remediar.
Si entiende la complejidad de lidiar con los llamados “movimientos sociales”, los obstáculos para generar empleo mientras no se arregle el desorden macroeconómico, por ejemplo bajando la inflación, los costos impositivos de las empresas y una cantidad enorme de problemas por el estilo. De eso no dijo ni mu.
Se conformó con decir que Macri y Larreta actuaron mal, para identificarlos indirectamente con el oficialismo, adicto desde siempre a los “planes”, como se sabe. En suma, el único “diferente” y “que quiere el cambio” sería él, Manes, exponente de “la nueva política”, un argumento que ya se usó demasiadas veces en el pasado: Macri lo blandió contra los K, los K contra Duhalde y Menem, Menem contra Alfonsín, y así, para atrás, infinidad de veces lo hemos visto brillar, y después decepcionar.
Como sea, lo importante es que el interés de Manes en diferenciarse asumiendo la postura de un challenger querellante, para tratar de movilizar un voto “en contra de” va a continuar, porque es parte de una estrategia, no fruto de una calentura pasajera.
Y algo parecido cabe decir de Gerardo Morales, que como Larreta no le contesta, y como también está compitiendo con Manes por la candidatura presidencial del radicalismo, sobreactúa sus diatribas contra el jefe de gobierno porteño dándoles un tono cada vez más zarpado. Total, si al hacerlo espanta a votantes moderados, el que pagará los platos rotos va a ser Manes, no él. De allí que haya incluso descalificado el código de convivencia, que su propio partido acababa de avalar en la última reunión de conducción de la coalición opositora: “es para un jardín de infantes” resumió. Como decir: “a mí no me vengan con boludeces, voy a seguir repartiendo trompadas porque me la banco”.
¿Las bravuconadas de este estilo pueden funcionar? ¿Hay lugar para ese voto negativo que Manes y Morales están buscando? ¿Le alcanzará al primero para ganar, o se va a salir con la suya el gobernador jujeño, ocupando el espacio de los halcones que el repliegue de Patricia Bullrich dejó un poco vacante, pero espantando al mismo tiempo a otros muchos votantes que quieren más bien convivencia y moderación?
Hay quienes piensan que se están corriendo demasiados riesgos en estas disputas internas, y que encima son riesgos innecesarios: bastaba con que Larreta moderara sus ambiciones, presionara a Vidal para que siguiera en la provincia, o al menos arreglara con Bullrich y los radicales para distribuir más ecuánimemente las candidaturas, y se podría haber evitado la competencia abierta. Pero lo cierto es que si hacía eso, Larreta se compraba problemas más serios para el futuro, cuando se disputaran abiertamente las candidaturas presidenciales, y quedaba además condenado a esperar dos años más para ver despegar su proyecto al respecto. Dos años que van a pasar volando, porque quiera él o no, la elección de 2023 ya está en la cabeza de todo el mundo, debido a la nulidad que nos gobierna.
Es que el problema que enfrenta Larreta, y que también es de Vidal, Bullrich, Lilita Carrió y los radicales, es que tienen que procesar simultáneamente la consolidación de sus partidos y de la coalición que ellos integran, y hacerlo a la vez hacia adentro y hacia fuera, así que mucho tiempo para perder no les queda.
En el primer terreno, tanto el PRO como la CC están en proceso de institucionalización, después de ser por largo tiempo poco más clubes de amigos y admiradores de sus líderes fundacionales. Y mientras eso sucede, la UCR puja por volver a ser y actuar como un partido con aspiraciones y propuestas nacionales, algo muy demorado, tras años de disfrutar de una cómoda “territorialización confederativa” que le sirvió para sobrevivir, pero la llevó a acomodarse bastante pasivamente a una cada vez más frustrante división del trabajo con los otros dos socios.
En cuanto a la coalición, lo que se observa es que está tratando de consolidarse como tal, algo que debió haber comenzado a hacer también bastante tiempo atrás, cuando fue gobierno, pero entonces no interesó, porque implicaba para el presidente y su grupo de acólitos sacrificar márgenes de autonomía que consideraban mucho más valiosos, casi sagrados.
Hacerlo estando en la oposición es más fácil, pero no mucho más: también ahora supone para los líderes someterse a reglas que a veces podrán beneficiarlos y a veces no, y bancarse la competencia abierta cuando no hay más remedio. El Frente de Todos se puede dar el lujo de evitar esos problemas, pero paga un costo no menor por hacerlo: ahí está el dedazo de Cristina en la distribución de candidaturas y suprimiendo decenas de listas díscolas para demostrarlo. Y además no se trata realmente de una “coalición de partidos”, sino de un típico frente peronista, con un polo dominante cuyo rol no está en discusión, salvo que como sucedió con el Frejuli alguno de sus miembros quiera pudrirlo todo e ir a la guerra, y el acompañamiento de un amplio arco de actores subordinados, que harán cualquier cosa que con tal de seguir prendidos de posiciones de poder que por sus propios medios jamás podrían aspirar a ejercer, así que no tienen exigencias demasiado serias que plantear.
Juntos por el Cambio es otra cosa, y no le ha quedado más remedio que actuar en consecuencia. Con las consecuencias que se están observando: por primera vez en la historia de las PASO habrá competencia en la mayoría de los distritos, y en algunos de ellos, los más importantes del país, competencia en serio, pareja y con altos riesgos para los involucrados. Lo que llama la atención, considerando los pocos antecedentes al respecto y las precariedades con que tienen que encarar este desafío, no es que haya acusaciones cruzadas y tensiones entre los socios, sino que ninguno de ellos, más que Morales y algún otro descolgado, haya amenazado con rupturas, divorcios o cosas por el estilo.
Eso es revelador de la falta de opciones a la permanencia dentro de la coalición. Y también del hecho de que, aún perdiendo en estas PASO, los integrantes de la misma saben que podrán tener nuevas oportunidades de imponerse, y de todos modos van a poder sacar algún provecho del crecimiento del espacio.
El problema no es en todo caso, como a veces se dice, que después los derrotados no quieran colaborar con los vencedores. Sino que sigan haciéndolo en un marco precario, en el que la cooperación no pueda avanzar todo lo que hace falta. Y aunque Gerardo Morales lo haga con más bravuconadas, sean muchos los que prefieran que todo siga manejándose de la forma más informal posible: hace tiempo que está en la agenda adoptar reglas de juego, como las que ahora para las PASO se están empezando a acordar, y lo cierto es que más que institucionalizar una mesa de conducción con reuniones regulares, muy poco se ha hecho.
Si la coalición se propone además crecer en estas elecciones y más todavía una vez que ellas hayan quedado atrás, incorporando nuevos aliados (a los peronistas republicanos de Pichetto se suman ahora los liberales de López Murphy, y todas las expectativas están puestas en lo que se pueda desgranar de peronistas más representativos desde el FdeT pasados estos comicios), ¿no advierten sus líderes acaso que hacerlo sin reglas de juego claras podría dar como resultado un engorde cada vez más problemático y no un auténtico fortalecimiento? ¿Seguirán postergando la asunción de compromisos al respecto en la expectativa de que el surgimiento de un nuevo jefe, en reemplazo de Macri, alcance por sí mismo para reordenar la cooperación interpartidaria? No parece esa una buena idea, si constatamos el resultado que arrojó entre 2015 y 2019, y las condiciones aún más exigentes en que debería volver a funcionar, eventualmente, a partir de 2023.
Como se ve, el problema no son los outsiders que cascotean el barco, buscando sacar algún provecho electoral. Sino cuán sólido es ese barco en términos institucionales, de sus reglas de juego y sus consensos internos. Aunque los outsiders, claro, no ayudan, porque introducen más ruido con sus intentos por pescar en rio revuelto, salteándose todos los escalafones y pasos intermedios para quedarse con el premio mayor.
Su capacidad de daño es, de todos modos, acotada. En gran medida porque más allá de cierto ánimo antipolítico, favorecido por la larga crisis y la pandemia, lo que predomina es más bien el desánimo, y él se compagina mal con el aventurerismo: los votantes en general parecen tener poca disposición a enamorarse de nadie, y eso va a ser una ventaja para los que no ofrecen amor, sino argumentos y experiencia.
En el caso de Manes se suma el hecho de que, como decía Alfonsín, aprender política de grande no es nada fácil. Quienes han ganado prestigio en el deporte, la ciencia o el terreno profesional que sea, y luego pretenden entrar por el final en la competencia política, suele suceder que no tienen ni idea de lo que están haciendo, de dónde se están metiendo. Pretenden trasladar principios de autoridad que acostumbran a ejercer con poca o nula resistencia a terrenos donde esa resistencia está descontada, es parte del juego, y entonces no tardan en quedar en off side, mostrar la hilacha, o peor todavía, no sumar prestigio político al prestigio que ya tenían, sino perder este último sin poder compensarlo con nuevas conquistas.
¿A cuántos investigadores del Conicet hemos visto en los últimos tiempos haciendo papelones en la televisión, defendiendo posiciones imposibles, con argumentos enrevesados? Tras experiencias como esas, son muchos los que tienden a pensar que los científicos mejor que se queden en sus institutos, para no hacer papelones, que un “gobierno de científicos” no era tan buena idea como se pudo creer, y que tal vez no sea tan malo confiar en los políticos profesionales, que al menos conocen su oficio.
Manes brindó involuntariamente evidencia de estos riesgos, a los que está sometida su nueva función, cuando quiso dar a entender que su sapiencia profesional alcanzará para disipar toda desconfianza que pudiera haber no sólo sobre él mismo, sino también sobre sus seguidores: “los que integran mi lista comparten el proyecto de país de su líder”, dijo, para justificar la presencia de Jesús Cariglino, un viejo barón del conurbano, y otros personajes algo oscuros amontonados detrás suyo.
¿Qué vendría a ser “su proyecto de país”, alguien ha sido ya informado al respecto o se lo estará reservando para darlo a conocer más adelante? ¿En serio piensa Manes que apenas desembarcado ejerce ya esa sutil y a la vez infalible influencia sobre todos los que se montaron en su estela? ¿No está exagerando tanto que produce el efecto inverso, tanto en esos seguidores como en la audiencia, y corre el riesgo entonces de que nadie se lo tome muy en serio?
El radicalismo es un partido habitualmente mucho más prudente en sus postulados tanto sobre el “proyecto de país” que hace falta, como sobre el complejo proceso que debe atravesar una idea para convertirse en acción. En gran medida porque tiene el mérito de haber hecho ese trabajo y haber chocado con infinidad de dificultades muchas más veces que sus socios. Será interesante observar cómo esas lecciones se pueden transmitir, en una cooperación más estrecha entre todos ellos, a la que estarán obligados ahora que compiten en pie de igualdad, aunque lo hagan por intermedio de figuras de ocasión bastante improvisadas.
© TN
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