Por Pablo Mendelevich |
Hay una diferencia fundamental entre el escandaloso cumpleaños de Fabiola Yañez y el vacunatorio VIP del verano pasado. Si bien el vacunatorio hizo saltar al ministro de Salud (González García, un precursor, culpó a su secretaria por la “equivocación”), Alberto Fernández le hizo entonces una rebaja a la gravedad del privilegio oficial de vacunarse antes que los demás por ser parte del poder. No puede castigarse, explicó el profesor, a quien “se adelantó en la fila”.
Se ve que ese pensamiento logró sostenerlo porque a uno de los adelantados lo acaba de premiar nombrándolo ministro de Defensa. A manera de eco de tanta magnificencia, ilustres vacunados VIP, como Carlos Zannini y Eduardo Valdés, se jactaron oportunamente de ser superiores al resto de los mortales.
Pero ahora Fernández no justificó el privilegio oficial de saltearse las severas normas de distanciamiento social que él mismo le había impuesto a toda la población. Tarde y mal, culpando de manera burda y deshonrosa a su mujer, sin abstenerse de intercalar mentiras en sus explicaciones (¿él decidió dar la información de las visitas?, ¿fue un brindis?, etc.), lo cierto es que el presidente admitió el estrago. Ya no hubo atenuantes ni ecos jactanciosos. Todo lo contrario. Hasta un kirchnerista fanático y habitualmente carenciado de ecuanimidad como Víctor Hugo Morales les dio la razón a los opositores por su indignación. Algo elocuente: nunca antes el relator había experimentado ese extremo.
Al vacunatorio VIP se lo procuró disfrazar con la borrosa categoría de personas estratégicas o esenciales. En definitiva, se sugería, personas “importantes”. Pero para el cumpleaños de Fabiola Yañez, una vez fracasada la idea de salir a decir que las fotos eran truchas, no encontraron disfraz alguno. Sucede que esta burda burla a la sociedad, ya de grado caricaturesco, la del matrimonio presidencial de fiesta en la residencia de Olivos mientras los súbditos no tenían siquiera libertad para despedir a los muertos o eran perseguidos por salir al medio del río a remar solos, es de una crudeza infrecuente. Cuesta hallar algo que se le parezca, incluida la potenciación de los hechos por el respaldo documental de la imagen.
Tal vez por lo explícita, precisamente, a la escena se la podría comparar, antes que con el vacunatorio VIP, con un anterior shock nacional anotado en otro rubro, el de los bolsos de José López en el monasterio, el más tosco e irrefutable retrato de la corrupción dineraria kirchnerista que haya habido. Que, dicho sea de paso, no redundó en el fin del kirchnerismo ni mucho menos, como se creyó entonces.
¿Y cuál fue hace cinco años la reacción de Cristina Kirchner frente a aquel hecho? Como Fernández ahora, la ex presidenta no tuvo otro remedio que admitirlo. José López fue el único corrupto al que ella reconoció como tal. A su manera, claro: cuando se lo mencionaron en una entrevista televisiva, lloró. Quebrada, dijo que a López lo había odiado cuando vio el video de los bolsos en el monasterio “como pocas cosas que he odiado en mi vida”. La singularidad del “error”.
Pero en realidad se denomina error a todo juicio o valoración que contraviene el criterio que se reconoce como válido en el campo al que se refiere el juicio. La hipocresía implícita en el cumpleaños permitido no fue un error ni fue singular, del mismo modo que no lo fue la corrupción en la “década ganada”. Una larvada concepción absolutista asoma entre aquellos robos desvergonzados, la actual búsqueda de impunidad desde el poder y los privilegios autodocumentados que indignan a propios y extraños. El dedo presidencial que distribuía moral sanitarista con advertencias a los “estúpidos” que no quieren cuidarse (¿cómo apostrofará de ahora en más ese dedo a los “estúpidos”?), no por grotesco deja de ser una consagración de la desigualdad, a contramano de empalagosas peroratas sobre la inclusión y los derechos extendidos. Con el trasfondo doctrinario de la vicepresidenta que quiere “democratizar” la justicia, es decir, alinear los tres poderes bajo su dominio.
He aquí el laberinto en el que nos encontramos. A los saltos entre la comedia y el drama, en un concurso de metáforas, a los opositores republicanos no se les ocurre mejor idea que desempolvar el juicio político, un instituto que nunca sirvió para evitar golpes de estado ni para remover presidentes incapaces, porque nunca se usó. Ahora mismo, lo sabe todo el mundo, es de imposible aplicación, más allá de la discusión sobre si resultaría pertinente. Pero agitarlo sirve para recordar el laberinto en el que el país se encuentra: destituir a Fernández significaría entronizar a Cristina Kirchner (a menos que la vicepresidenta prefiriera encumbrar a la escribana Claudia Ledesma Abdala de Zamora o, más improbablemente, al Lastiri de esta época, Sergio Massa.
Es que entre tanto ruido el pasado retumba. Por si faltara algo, desde La Cámpora dicen que el problema no es Alberto Fernández sino su entorno. Explicación setentista que se gastó en forma consecutiva para Perón y para Isabel. Tal vez deberían aclarar de cuál la tomaron.
© La Nación
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