Por Guillermo Piro |
Uno de los beneficios de tener referentes indiscutibles es que ciertas cosas no se discuten, lo que permite ocuparse de otras cosas. Por ejemplo, Borges en una de sus últimas entrevistas dijo: “Si un libro aburre, déjelo”, y el dilema de si un libro debe ser leído o no hasta el final quedó acantonado en el olvido, superado, en el país de los muertos. Lo interesante es que un escritor como Daniel Pennac llegó a la misma conclusión, no sabemos si después de leer a Borges o por sus propios medios.
Naturalmente el problema persiste en quienes no ven en Borges o en Pennac un referente indiscutible –solamente un referente discutible–, y siguen debatiendo como si el oráculo no se hubiese pronunciado. Desconozco qué opina de Borges o de Pennac la periodista Nilanjana Roy, pero acaba de escribir un artículo en el Financial Times que vale la pena leer. El artículo lleva por título “Por qué una amante de los libros como yo pasó de ser una finalizadora a una abandonadora” (Roy habla de finisher y abandoner: la mala traducción es mía).Nilanjana supo desentrañar qué misterio mueve al finisher a llegar con empecinamiento al final. Ella lo representa en una imagen lograda: el lector como el alpinista que escala la montaña más desalentadora (en mi barrio usamos la expresión “montaña embarrada”, que me gusta más). Pero la pandemia activó algo en el cerebro de Nilanjana: un buen día, mientras lidiaba con un libro que la aburría enormemente, lo cerró y se dijo: “Hasta aquí llegué. No amo este libro”. Es decir que atracó en puerto Borges-Pennac habiendo circunvalado el globo en sentido contrario. Lo que demuestra que Borges y Pennac, como la cultura en general, solo sirven para ahorrar tiempo: podemos llegar solos –más tarde, eso sí– a donde ellos llegaron con tantas lecturas, esfuerzo y ceguera.
Nilanjana entonces se sumergió en un picante policial sueco. Y fue feliz. En un instante había dejado de ser una finisher para convertirse en una abandoner, y la cosa le agradaba. Pero a diferencia de los abandoners crónicos y añejos, ella conocía el otro lado, sabía lo que los impulsaba: el que sigue leyendo hasta el final aunque crea que debería abandonar y dedicarse a otra cosa lo hace por respeto al trabajo del escritor, pero también porque, del modo más narcisista posible, adora esa imagen de sí mismo como lector dedicado, trepando penosamente la más desalentadora montaña embarrada (¿ven que es mejor?).
Pero resulta que su obstinación se basa en casos en que la insistencia tuvo su recompensa. Nilanjana recuerda Los detectives salvajes de Bolaño, que quiso descartar en la página 100: al final el viaje le resultó emocionante. Contra lo que creemos, a veces los mejores libros no tienen comienzos tan gratificantes.
Eso pasa especialmente con las traducciones. El traductor necesita, como un viejo motor de cuatro tiempos, calentarse un poco. Es por eso que los traductores experimentados nunca empiezan a traducir un libro por el comienzo, sino un poco más adelante, por el capítulo dos, por lo general, de modo que dejan el primer capítulo para el final, cuando ya están lo suficientemente familiarizados con el tono, el lenguaje y las intenciones del autor. Y eso se consigue traduciendo con el espíritu del finisher.
El abandoner suele tener hacia el libro una aproximación estética. Pero eso también es una limitación. Y lo prueba el hecho de que si un traductor se guiara del mismo modo no terminaría nunca una traducción. ¿Hay una solución? Sí, y corre tanto para el abandoner como para el traductor: no asumir el compromiso si no se tiene la certeza de que se llegará al final.
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