Por Loris Zanatta |
Aquí vamos de nuevo. En el Perú, el guion es el habitual: nuevos personajes, vieja historia. Abrochémonos el cinturón. Pedro Castillo usa el sombrero como Hugo Chávez usaba la gorra, Evo Morales la chompa, Fidel Castro el uniforme. Como Juan Perón se quitaba el saco y se arremangaba la camisa. ¿Significado? Simple: mi Reino no es de este mundo. O, mejor dicho, mi mundo no es el de la política y sus miserias, soy como el pueblo que me “ungió”, me visto como él, como como él, hablo como él. Al ungirme, me transmitió su fe, me sacralizó. Y al pueblo, antes que a la ley, le debo obediencia. Un mesías llamado presidente.
No hace falta decir que con su ineptitud y corrupción, su elitismo y sus divisiones, la clase dirigente peruana se la buscó: su harakiri es un monumento a la irresponsabilidad, un himno a la torpeza. Pero ¿quién es este bendito pueblo que a fin de cuentas dio a Castillo apenas el 19% de los votos en la primera vuelta de las elecciones? En democracia el pueblo somos todos, tanto que el presidente electo suele prometer, al sumir las funciones, que gobernará para todos, para los que lo votaron y para los que no. Acaso no sea sincero, pero es un ritual tranquilizador, una declaración de fe democrática y corrección institucional. Bueno, no parece ser esta la idea de Castillo, como tampoco lo fue de los demás personajes de la frondosa galería del populismo latinoamericano.
Cualquiera que lea su discurso de inauguración se dará cuenta de que su pueblo no son los peruanos de forma indistinta. Son los “descendientes de los pueblos originarios del Perú prehispánico”, los “quechuas, aimaras y amazónicos”, los “afroperuanos” y “las minorías desposeídas del campo y la ciudad”. Se entiende y se explica, pero ¿los demás? ¿El vientre mestizo del país? ¿La clase media crecida en los últimos treinta años? ¿Serán peruanos también? ¿O acabarán en la misma bolsa de los “chetos”, los “gusanos”, los “escuálidos”? ¿De todos los “cipayos” de los que hay que deshacerse?
Uno se lo pregunta, porque el mensaje de Castillo es, si se piensa para bien, un mensaje de redención, y si se lo piensa para mal y se ciñe uno a los precedentes, un anuncio de venganza. El esquema es siempre el mismo. Érase una vez un pueblo puro. Tan puro que, dice, “durante cuatro milenios y medio” nuestros antepasados habían vivido “en armonía con la rica naturaleza”. Nada menos: el Tawantinsuyu era el Jardín del Edén, la sociedad sin clases, el reino de la paz y la fraternidad. ¡De nuevo con la vieja historia del comunismo incaico! ¡Con los mitos que se burlan de la historia, la fe que devora la realidad, el inca como arquetipo del hombre nuevo!
Hasta que “llegaron los hombres de Castilla” y el paraíso se vino abajo, el sueño se hizo añicos, se rompió la armonía, se impuso el pecado: donde habían reinado igualdad y justicia, nacieron la sociedad de castas y la explotación que “hasta hoy persiste”. ¿Entonces? Está escrito: Castillo es el Redentor de los humildes; su elección, el adviento. Con él se construirá el Reino “desde abajo hacia arriba”, con él resucitará “el interior del país”. El Perú rural y tradicional de la Sierra se venga así del Perú moderno y cosmopolita de la Costa, como la Bolivia indígena y andina de Morales de la Bolivia oriental y mestiza, la Venezuela de los llanos y los caudillos de Chávez de la Venezuela urbana y petrolera, la Argentina federalista y peronista del interior de la Argentina porteña y europeizada, el oriente rural e hispánico de Castro de la Cuba occidental “penetrada” por los yanquis. Un destino despiadado el de los “progresistas” latinoamericanos, ansiosos ante el nacimiento de cada nuevo líder populista: su tierra prometida está en el pasado, el progreso es reacción, la modernidad es el mal. Pobre Marx, pobre Gramsci.
Competir con este relato es perder desde el principio, es pelear contra molinos de viento: quien quiere creerlos los cree; ay de explicarle a un creyente que su fe no tiene fundamento histórico, de pretender desautorizar un mito invocando la complejidad. ¿Acaso no sabemos, gracias a sólidos estudios históricos y arqueológicos, etnográficos y lingüísticos, que un abismo separa al Jesús histórico del Jesús de los Evangelios? ¿Que el Imperio Inca, como cualquier otro orden terrenal, tenía luces y sombras, fortalezas y debilidades, excelencias y horrores? No importa, no es ese el punto. Inocencia, pecado, expiación, redención, salvación forman una cadena portentosa, una escatología que alimenta a las religiones milenarias. Donde la frontera entre política y religión es evanescente, la mentalidad secular minoritaria, y el utopismo milenarista muy arraigado, el mito religioso se convierte en mito político. El populismo es esto.
Irónicos y resignados, podemos a lo sumo señalar que este relato no tiene nada que ver con los incas y todo con cinco siglos de evangelización, que la “liberación” no es más que la parábola del éxodo, y la venganza del pobre contra el rico estaba ya en el sermón de la Montaña. Como Castro y Perón, Chávez y Morales, Castillo es hijo legítimo de la cristiandad hispana, cree combatirla, pero en realidad lucha en su nombre contra su “enemigo eterno”, el racionalismo ilustrado y la secularización. Lo que casi desapareció en la madre patria secularizada sobrevive en las excolonias. ¿Cómo podría ser de otra manera? ¿No pasa también con la lengua, la comida, las costumbres? Como buen populista, tenderá por tanto a replicar sus rasgos, a transformar a los oprimidos de ayer en los opresores de mañana, la democracia en autoritarismo, el pluralismo en unanimismo, el estado neutral en estado ético, las libertades individuales en corporativismo, la modernización en pauperismo.
O no. Inadecuado para la gran transformación que le espera al mundo después de la pandemia, Castillo podría sin quererlo arrojar una palada de tierra a la fosa del populismo, recordarnos lo que deberíamos haber aprendido hojeando el álbum de familia: que “debajo del vestido no hay nada”, que detrás del máximo de pomposidad se esconde el máximo de banalidad, que el relato bueno para conquistar el poder no sirve para gobernar. Montaña dando a luz al ratón, su programa de gobierno es una lista de sueños y promesas, buenas intenciones, obviedades, recetas gastadas.
¿Propiedad privada? Sí, pero. ¿La minería? Un poco sí y un poco no. ¿La educación? Más dinero. ¿El ambiente? Sagrado. ¿La riqueza? Distribuirla. ¿El trabajo? Gasto público, reparar carreteras. ¿Globalización? ¿Innovación tecnológica? ¿Productividad? Quién sabe. Mucha retórica, cero propuestas, mucho ruido y pocas nueces. Como si más que planear el futuro estuviera interesado en vengar el pasado. ¿Es esto lo que espera el Perú de hoy? ¿América Latina en el siglo XXI? ¿Enmendar los males del XVI? ¿O mirar hacia adelante?
© La Nación
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