Por Sergio Suppo
La muerte no es registrada, tampoco el duelo de los sobrevivientes. Importa poco la desesperación de la caída en la pobreza. Tampoco interesa el dolor resignado por un futuro incierto. Para el mundo del poder y de quienes aspiran a regresar a él, dominan el cálculo y la ventaja en un juego de suma cero en el que unos creen ganar y otros no aceptarán perder.
Como pocas veces, la clase política del país deambula en un universo despegado de una tragedia con pocos antecedentes por extensión e intensidad. Es una conclusión dictada por el contraste que provoca un momento excepcional habitado por una campaña electoral común y corriente.
Una competencia por enrostrar a los gritos quién es más miserable fue lanzada contra una sociedad diezmada, plena de ausencias, aterrada por un virus y acongojada por una crisis económica que al cierre de miles de empresas suma una inflación que arroja a la pobreza a casi la mitad de los argentinos. No hay compasión; la política en general no la tiene consigo misma y mucho menos con los ciudadanos comunes, convocados a votar en dos turnos, el 12 de septiembre y el 14 de noviembre.
Las elecciones no son un problema. Nunca lo serán en la Argentina como no lo fueron en el pasado en otros países que no suspendieron el derecho a votar ni aun bajo el bombardeo de guerras mundiales. El drama está en las formas abusivas con las que oficialismo y oposición salieron a buscar votos frente al estado de desesperación que muestran amplias franjas sociales. Más abajo, por la falta de comida; en los sectores medios, por la perspectiva de empobrecimiento, y en quienes tienen más recursos, por la incertidumbre que provoca vivir en un país sin proyectos serios y en decadencia.
Por si fuera poco, un rayo transversal cruza a toda la sociedad y la lastima: es el daño concreto de la muerte, del temor a una enfermedad y de las secuelas psicológicas que dejarán por décadas los paliativos (el aislamiento y el encierro, por ejemplo) usados para tratar de controlar la peor pandemia global en más de un siglo.
En las últimas horas, hubo un desborde en la realidad paralela en la que viven los miembros del Gobierno que hirió con crudeza a todos, propios y ajenos. Resultó todavía más intragable la secuencia de reacciones del presidente Alberto Fernández que el propio descubrimiento de que la residencia de Olivos fue escenario de celebraciones sociales al mismo tiempo que desde ese lugar se ordenaba la cuarentena y se apostrofaba a quienes osaban desobedecer.
Primero fue la negación y el ocultamiento de una revelación periodística. A propósito, el valor del periodismo una vez más contrastó con los insultos que recibe desde el poder. Luego se escuchó al Presidente en una admisión parcial que enlodó a su pareja. Y, por fin, una admisión de culpa a los gritos en el calculado descontrol de equiparar el delito cometido con los pecados atribuidos a su antecesor.
Ya es costumbre, y no fue inaugurada por Fernández, que un mandatario responsabilice por sus falencias a quien lo precedió. En la Argentina es una maniobra facilitada por la degradación crónica. Un presente difícil siempre puede ser explicado por el pasado inmediato, que por supuesto es responsabilidad de otro.
Pero la trampa no está en ese recurso. El intento de Fernández de poner sus pecados junto a los de Macri es en realidad un intento de demostrar que el promedio moral del país está tan bajo que todo puede ser absuelto por una comparación igualmente engañosa. El subsuelo ya fue perforado en ese recurrente intento de nivelar hacia abajo.
Los aplausos, a pedido de un ministro, pretendieron validar en la misma ceremonia la venenosa idea de que todos son iguales y tienen derecho a violentar los códigos con impunidad.
Fernández quedó tan expuesto que su mentora, la vicepresidenta, se sintió obligada a decirle que debía disciplinar a los suyos y no ponerse tan nervioso. Es la forma maternal de tomar distancia que encontró Cristina para acentuar la debilidad de su pupilo.
A la foto de julio le siguieron otras que retratan el festejo de fin de año de más de setenta diputados y funcionarios con el Presidente. Siempre en Olivos, seis meses después del cumpleaños de Fabiola Yáñez, esos dirigentes también participaron de la decisión de impedir reuniones como las que celebraron. ¿Qué festejaban al final de uno de los años más negros de la historia?
Al mismo tiempo que se conocen esas imágenes, los candidatos oficialistas se pasean entre los votantes haciendo campaña usando la vacunación como recurso electoral. El reparto de zapatillas era menos burdo.
El kirchnerismo no está solo. Juntos por el Cambio, su contraparte, lleva a la acción la idea de pelearse por la ubicación en las listas de candidatos y anticipar la selección de sus nuevos líderes. No es otra cosa que un acto frívolo que bien pudo haberse postergado.
El problema no son las elecciones primarias, sino la decisión de lanzar una competencia que no definirá mucho, pero que presenta a los opositores más preocupados por sus propios lugares en las listas que por la suerte de sus potenciales representados.
En un intento de unir la irrealidad de la política con el país real, una manifestación para recordar a los muertos por coronavirus mostró una señal clara del sentimiento que conmueve a un país al que le faltan casi 110.000 personas. Las piedras por cada uno de los ausentes se convirtieron en un signo contundente de dolor.
Cada piedra representa a un muerto y es una forma de hacer el ineludible e íntimo duelo de cada uno. Simboliza también una pacífica manera de reclamar respeto y piedad.
© La Nación
0 comments :
Publicar un comentario