Por Luciana Vázquez
Lo que Alberto Fernández se propuso como presidente cuando asumió, sortear la grieta y unir a los argentinos, acaba de lograrlo de la manera más impensada y muy a su pesar: con epicentro en la quinta de Olivos y coprotagonizado por la primera dama, Fabiola Yañez, Fernández vive el mayor escándalo político en lo que va de su gestión cuestionado duramente por voces públicas filokirchneristas e inclusive por figuras destacadas de su mismo espacio político y una parte sorprendente de sus propios votantes.
El OlivosGate en versión cumpleaños logró en días algo así como el grado cero de la polarización, o lo más cerca que se puede estar a eso en la Argentina actual: las críticas arrecian desde ambos lados de la grieta. Y sin embargo, a pesar de ese llamado de atención tan inusual surgido también desde las propias filas del kirchnerismo, el Presidente no logra desactivar esa bomba. Mientras, su palabra se licúa y Fernández destruye en días lo que a Néstor Kirchner le llevó una presidencia: la reconstrucción de la autoridad presidencial.
La incapacidad para encontrar la respuesta adecuada es otro de los síntomas de un comportamiento de casta política que sintetiza y da forma cada vez más a la narrativa de estos tiempos de kirchnerismo bajo pandemia. Ni siquiera cobijado por el escenario en el que más le gusta lucirse, el universitario, el presidente Alberto Fernández fue capaz de encontrar la palabra y el tono apropiado para afrontar la responsabilidad política que le cabe por el cumpleaños clandestino en Olivos. Al contrario, justo al mismo tiempo que gran parte de la opinión pública se sumaba con dolor a La Marcha de las Piedras, esa suerte de velatorio colectivo que se realizó este lunes entre Plaza de Mayo y la quinta de Olivos en memoria de familiares y seres queridos fallecidos en soledad durante la pandemia por las medidas de aislamiento decididas por el gobierno de Fernández, el presidente obvió por completo la mención a los más de 109 mil muertos. El presidente muteó estratégicamente el drama de decenas de miles de familias argentinas que le reprochan sus privilegios para los cumpleaños cuando esa cercanía le fue vedada a la ciudadanía inclusive para despedir a sus muertos.
Fue en el acto de inauguración del Centro Universitario de la Innovación (CUDI) en La Matanza. No hubo en el discurso presidencial ni una oración de comprensión ante esa tragedia. Fernández optó en cambio por levantar el dedo junto con el tono de voz para pasar a la ofensiva y borrar con el codo lo que había escrito con la mano días antes: negó haber responsabilizado a la primera dama por la organización indebida de la fiesta y calificó de “miserables” a quienes habían escuchado las palabras que él mismo había proferido en ese sentido en la pieza fallida del último viernes que se ha vuelto casi un clásico en apenas días bajo el título de: “Querida Fabiola”.
De la “grieta” a la “casta”
La respuesta insuficiente ante esta crisis termina por reforzar el distanciamiento que la sociedad le imputa cada vez más al kirchnerismo luego del vacunatorio vip y desde la divulgación del OlivosGate de la primera dama, del cumpleaños del presidente en abril del año pasado, del almuerzo con los Moyano también en Olivos o del festejo del Frente de Todos en diciembre: lejos de reconocer públicamente el alcance público de sus acciones privadas, Fernández opta por la lógica de campaña para insistir con comparar sus “errores” con los de Mauricio Macri.
El cumpleaños clandestino protagonizado por la pareja presidencial se ha vuelto el arquetipo de una lógica de transgresión del kirchnerismo en versión pandémica que registra más de un hecho cuestionable: prohibir a la ciudadanía aquellos que se permitía en la privacidad del poder. En lugar de la extensión de derechos, el kirchnerismo bajo pandemia funciona con el mecanismo opuesto, el recorte de derechos a la población en general pero el despliegue de privilegios recién estrenados al círculo más cercano del oficialismo.
Saltarse la cola en la vacunación fue la primera transgresión detectada. Luego las reuniones prohibidas a cielo abierto. Ahora, las reuniones clandestinas a puertas cerradas y sin barbijos a la vista. El goce del privilegio es la contracara de la sensación de impunidad vivida al extremo hasta el punto de una suerte de sensación de impunidad biológica: el presidente, con comorbilidades y con mayor riesgos por su edad, reunido a puertas cerradas y sin cuidarse. La falta de respeto al virus de parte del mandatario que hizo más uso de la política del “yo” para advertir sobre los riesgos de transgredir los cuidados exigidos y del castigo que estaba dispuesto a propiciar personalmente a quien osara desafiar esas medidas.
La arqueología de la verdad
Hay un problema de comprensión llamativo en el Presidente acerca de la gravedad del acontecimiento. No es casualidad. No está solo en eso Fernández; la vicepresidenta lo acompaña a su manera. El no-lugar de los muertos por coronavirus en la palabra presidencial y la metáfora del “muerto” político y económico, más inoportuna que nunca, de Cristina Kirchner en su último discurso en Lomas de Zamora no es casual: es una insensibilidad política y táctica decidida con cuidado. Cuando la gestión de Fernández ha quedado reducida a administración de la pandemia y los resultados son críticos, la realidad de los fallecidos por Covid y sus circunstancias, aislados de sus seres queridos por decisión presidencial, es una realidad que hay que borrar de la campaña electoral. Si hay que desdecirse una y mil veces, la palabra presidencial conoce de esos artilugios.
La económica supone continuidades hacia el pasado pero la crisis sanitaria, con su récord de fallecidos y el fracaso de la promesa de dejar a un lado la preocupación económica para minimizar los muertos y la estrategia cuestionable para conseguir vacunas, tiene un dueño claro: la gestión kirchnerista. Ante eso, la campaña electoral demanda hablar del pasado macrista y saltearse la gestión sanitaria.
El problema de la palabra y la verdad ordena un modo de leer la trayectoria política de Alberto Fernández. El escándalo del OlivosGate es el último eslabón. Hay una etapa fundacional clave que instala el tema: su responsabilidad en la intervención del Indec en su última etapa como jefe de Gabinete. Cuando la manipulación de datos, el toqueteo de la verdad estadística, se vuelve política de Estado para el kirchnerismo. El problema de la verdad es un problema del kirchnerismo.
La segunda etapa fue la de mayor legitimidad de su palabra, cuando dejó el kirchnerismo y se convirtió en su mayor crítico. Su palabra tenía la legitimidad extra de un exinsider que se decidía a hablar y a plantear duras críticas. El punto culminante de esa etapa fue su posición ante la causa del Memorándum con Irán y la responsabilidad de Cristina Kirchner que el ahora Presidente señalaba entonces. No se trataba de una opinión más sino de un opinión experta de un abogado que aún hoy se sigue enorgulleciendo de su condición de experto penalista. La legitimidad de su palabra se unió ahí a la verdad jurídica.
El tercer momento es el comienzo de caída de su credibilidad con los giros dialécticos para negar todo lo dicho a partir de la reconciliación electoral con la vicepresidenta. Desde que asumió su gestión, el malabarismo discursivo del presidente se ha vuelto parte de su identidad. Era impensable que se pudiera profundizar ese problema. Pero llegó el momento. La foto de Olivos y la estrategia para negarla fundan el cuarto momento, el de mayor consecuencias políticas. Por un lado, la conducta que la foto muestra, la reunión clandestina en el centro del poder presidencial, contrasta con su propia palabra legal, del DNU ordenando el aislamiento y la prohibición de los encuentros. Y sobre todo, porque su conducta no solo violenta su palabra legal sino que contrasta dramáticamente con la vida, y las muertes, de los ciudadanos sobre quienes caía todas las consecuencias de la palabra legal desdichas en los hechos por el presidente y su entorno.
No está claro cuánto puede repercutir electoralmente y cuánto puede durar la indignación de buena parte de la ciudadanía. El peronismo en sus diversas versiones tiene un llamativa capacidad para deglutir sin culpa el escándalo de hoy para hacerlo desaparecer al día siguiente en las entrañas de la política. Menem fue el resultado de esa capacidad. Ahora el kirchnerismo. Una suerte de falta de pudor y de talento para el cambio de timón sin huella.
© La Nación
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