Por Fernando Laborda
Cristina Kirchner ofreció días atrás, en la Isla Maciel, una llamativa visión sobre la identificación política de los argentinos. Consideró que cualquiera que se diga peronista o kirchnerista podría dar razones de por qué lo es. Y sugirió que, por el contrario, quienes son “macristas o de Cambiemos” solo pueden serlo “por odio hacia el otro, hacia el que sienten diferencias, hacia el que no quieren” y que esto “debe cambiar en la Argentina”.
Casi al mismo tiempo, el filósofo y asesor presidencial Ricardo Forster, al referirse a la reciente “marcha de las piedras”, realizada en homenaje a las víctimas del coronavirus, afirmó que detectó “odio y bronca” en algunos de los que se movilizaron. Exsecretario de Coordinación Estratégica para el Pensamiento Nacional del gobierno de Cristina Kirchner, Forster sostuvo también que advirtió en ese acto un intento de “demonización del kirchnerismo” y de “destrucción de la figura” de Alberto Fernández.
No corresponde calificar de odio al dolor. Especialmente, cuando se trata de personas que, en muchos casos, ni siquiera pudieron darles el último adiós a sus seres más queridos.
La metáfora del odio a la que recurren la vicepresidenta y dirigentes del kirchnerismo opera como un principio de organización de la identidad colectiva, al tiempo que es representativa de un pensamiento profundamente autoritario. El mensaje de Cristina Kirchner parece indicar que a quienes no piensan como ella solo puede moverlos el odio. Quien piensa diferente sería, según su particular concepción, un odiador serial.
En vísperas de la recuperación de la democracia en 1983, el recordado sociólogo y educador Francisco Delich habló de la metáfora de la sociedad enferma, que desde 1976 se convirtió en el diagnóstico oficial del régimen militar para justificar su permanencia de facto en el poder y también el cercenamiento de las libertades. La relación entre aquel poder militar y la sociedad se asemejaba, en palabras de Delich, a una relación médico-paciente claramente asimétrica, donde el médico sabía y el paciente no sabía, y donde el monopolio absoluto del saber implicaba también el monopolio del poder. De ese modo, el poder era el único facultado para diagnosticar las anomalías de la sociedad y establecer un nuevo orden que protegiera de la contaminación al saber-poder y asegurara el aislamiento de quienes representaban el foco infeccioso. La terapia incluía una nítida separación de roles, una distinción de sanos y enfermos, de terapeutas y pacientes, algo que exigiría y justificaría el control total del aparato estatal por parte de los cirujanos-terapeutas, así como su dolorosa terapia.
De acuerdo con la metáfora de la sociedad enferma que enunció Delich, el aislamiento y la posterior aniquilación del enfermo requería como primera medida terapéutica la supresión de la actividad política, por cuanto esta dividiría inútilmente a los argentinos y la desunión permitiría el avance del mal.
El recurso de la metáfora del odio por parte del kirchnerismo encuentra no pocos puntos en común con la metáfora de la sociedad enferma a la que han apelado regímenes autoritarios. Insiste en el discurso de la grieta y en la dialéctica amigo-enemigo, y puede encerrar cierta lógica afín a la proyección de una autocracia.
Hay en algunos mensajes del presidente Alberto Fernández una concepción parecida. Por ejemplo, cuando el jefe del Estado recurre a la figura del “hombre común” para justificar su “error” de haber consentido la violación de la estricta cuarentena –que él impuso a toda la población– en la propia quinta presidencial de Olivos. En su peculiar interpretación de este escandaloso hecho que exhibió la desigualdad de unos y otros ante la ley, el hombre común tiende a no cumplir con las normas, algo que no es cierto, por cuanto, durante el período de aislamiento obligatorio, la mayoría de los ciudadanos de a pie cumplieron con las restricciones impuestas, más allá de su discutible grado de razonabilidad. Alberto Fernández no cometió el error de un hombre común; cometió un abuso de poder.
Tras el escándalo de la fiesta clandestina en Olivos, el oficialismo busca efectuar un control de daños y frenar la hemorragia electoral. La corrupción o las cuestiones vinculadas con la ética pública han tendido a ser minimizadas por el electorado en épocas de crecimiento económico –el principal ejemplo pueden ser las primeras presidencias de Carlos Menem o de Néstor y Cristina Kirchner–, pero la sociedad no suele perdonarlas y pasa factura a sus gobernantes cuando se producen al mismo tiempo en que la economía y sus bolsillos se ven resentidos.
De ahí que la preocupación en la coalición gobernante pase hoy por el llamado “voto blando”, constituido por aquellos votantes independientes que, en 2015, le dieron la victoria a Mauricio Macri y que, desencantados con él, en 2019, posibilitaron el triunfo de Alberto Fernández aun cuando no comulgaran con su compañera de fórmula. Se trata de un segmento del electorado que esperaba algo distinto del actual gobierno y que, no sin cierta ingenuidad, aguardaba que Cristina Kirchner se limitara a hacer sonar la campanita del Senado y a tejer escarpines.
El preocupante escenario para el oficialismo no solo se intuye a partir de algunas encuestas sobre las que cualquiera tendría derecho a desconfiar. Observadores cercanos al oficialismo también formulan sus advertencias. El antropólogo y sociólogo Pablo Semán, entrevistado días atrás en la FM La Patriada, expresó que la foto del cumpleaños de Fabiola Yáñez en Olivos “empieza a horadar no solamente el voto ampliado del Frente de Todos, sino también el voto propio”. Agregó que “ese caudal se construye, en parte, con jóvenes, con nuevas generaciones para las cuales el kirchnerismo no es algo viejo y lo único que ven de él es esa foto en medio de la pandemia”. Más aún, sostuvo que “en las clases medias bajas, donde la diferencia con alguien de más abajo es cada vez menor, hay un montón de voto propio o de cuna para voto propio que se está perdiendo”.
La más reciente encuesta de Synopsis, concluida el 15 de agosto, poco después de difundida la foto del escándalo, mostró a Alberto Fernández en el pico de imagen negativa, con el 70,7% –casi ocho puntos más que un mes atrás– y solo el 24,6% de imagen positiva. La estrategia electoral del oficialismo en la que Cristina contenía y Alberto ampliaba ha sucumbido ante la nueva realidad: hoy el Presidente parece haberse transformado en el mayor piantavotos de la coalición gobernante.
La provincia de Buenos Aires constituye el distrito donde más se incrementó el desempleo desde la asunción de Alberto Fernández y los picos más elevados se registran en municipios gobernados por el peronismo, como Avellaneda, Quilmes y Lomas de Zamora. Precisamente en este último distrito fue donde, a la caza del voto marginal, Cristina Kirchner apeló a citar al cantante de cumbia villera L-Gante, cuyos temas musicales ostentan un récord de visualizaciones en YouTube. La jugada no le salió del todo bien: la vicepresidenta confundió el apodo del artista (lo llamó Elegant) y se jactó de que grabó su primera canción con una computadora obtenida gracias al plan Conectar Igualdad, hecho que fue desmentido por el propio trapero. Son gestos desesperados que buscan seducir a un público joven, como el que recientemente ofreció también el Presidente al dar un primer aval a la legalización de la marihuana. Populismo puro.
Por ahora, la principal estrategia del oficialismo para retener a los votantes desencantados es recordarles a cada rato la palabra Macri y apelar a la metáfora del odio.
© La Nación
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