Hannah Arendt
Por Sergio Sinay (*)
El sentido de la política es la libertad. Esto afirmaba la pensadora alemana Hannah Arendt (1906-1975), filósofa imprescindible a la hora de entender la política y la modernidad. La tesis mencionada por Arendt sobre el sentido de la política es, según ella lo dice, la respuesta simple y contundente a una pregunta antiquísima: ¿tiene la política algún sentido?
Y, remitiéndose a los antiguos griegos, recuerda la filósofa que la libertad consiste en algo más que no ser dominado. Se trata de la creación de un espacio en el que resulte posible convivir con iguales. Iguales en derechos, en oportunidades, en deberes y en horizontes existenciales. El que detenta el poder puede sentirse libre porque hace lo que quiere y como quiere, pero no está entre iguales. En La promesa de la política, ensayo en el que desarrolla estas ideas, la filosofa recuerda que, desde esta perspectiva, igualdad es más que paridad ante la ley. Es igualdad de derechos para la actividad política entendida como una vinculación en la cual el diálogo, el respeto por la verdad del otro y la coherencia entre la palabra y los actos resultan fundamentales.
La política no es un fin en sí mismo, sino un medio para un fin que la trasciende, subraya Arendt. Debe garantizar la supervivencia de los ciudadanos (entendamos esto como acceso al trabajo, la alimentación, la salud y la educación) para que, a partir de ahí, cada uno pueda labrar un mínimo de felicidad en su paso por la vida. Cuando no cumple con esta promesa, y en cambio trae desgracia, solo quedan la desesperación o, peor, la creencia de que el diablo puede no ser tan malo como lo pintan. Y así se elige a gobernantes siniestros, autoritarios, populistas, quienes siempre podrán argumentar que su poder es legítimo porque lo obtuvieron a partir del voto, como si la democracia se redujera solamente a elecciones.
Tanto la mala praxis como el abuso de la mala fe en su ejercicio terminan por generar desprecio hacia la política, la convicción de que esta es, a lo sumo, un mal necesario. Y tanto el apoliticismo (del que muchos se enorgullecen como si se tratara de un signo de pureza moral, cuando es solo señal de ignorancia) como la práctica perversa acaban por producir los resultados opuestos a los que la política promete desde su misma razón de existir. El penoso estado actual de esta actividad humana esencial queda al desnudo en momentos como el presente, en los que se cocinan alianzas y candidaturas a través de transas en las que cualquier atisbo de principios y de dignidad queda postergado por urgencias e intereses que van desde prosaicos en el mejor de los casos a miserables en el peor. En esa feria de astucias desvergonzadas, de vanidades, de apetencia de poder y de urgencia por alcanzar impunidad se anota cualquiera y en las listas hay lugar para todos, son cambalaches discepolianos en los que se amontonan el chorro y el gran profesor. Políticos incapaces de convocar a partir de ideas, de programas (que jamás formulan), de visiones, y carentes además de capital reputacional y de solvencia moral, aunque no de prontuario, seducen a cualquier famoso o semifamoso de cualquier rubro (deporte, espectáculo, periodismo, ciencia o pseudociencia, etcétera) para que se inicie en esta patética caricatura de la política. Si los cirujanos actuaran como carniceros cualquiera se atrevería a operar, si los pilotos de aviones fueran improvisados conductores de karting cualquiera se anotaría para pilotear, si el analfabetismo cundiera en los medios cualquier ágrafo se sentiría, con razón, con derecho a practicar el periodismo. Y así podríamos seguir. Al final del día esto es lo que ocurre hoy con la política. Vaciada de su sentido y olvidado su propósito es, como en el poema de Ludovico Ariosto (1475-1533) sobre Orlando el furioso, el campo de Agramante (personaje que intenta tomar París defendida por Carlomagno) en el que florecen la oscuridad y las confusiones. Quienes la ejercen ni comprenden la realidad, ni articulan la diversidad, como pedía Hannah Arendt.
(*) Escritor y periodista
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