Por Guillermo Piro |
Tal vez por haber vivido siempre rodeado de libros, siento una atracción y una envidia inmediata por los que no tienen una biblioteca en su casa. Esta admiración y esta envidia se hace extensiva a quienes poseen bibliotecas de dimensiones humanas, vale decir un estante en el que brillan ordenados no más de diez volúmenes. Quisiera ser como ellos, tener la atención fijada en pocas cosas importantes y no en todo lo que desfila delante de mis ojos.
En mi relación con los libros he tenido varias, variadas y variopintas etapas (como en cualquier relación larga, por otra parte). Provengo de una casa donde el único libro existente era El médico en casa, del profesor Phil Sthäler, lo que a fin de cuentas habla de una concepción del libro como artilugio práctico, que tiene un fin establecido y conciso. Era el libro al que mi madre echaba mano cuando contaba con los suficientes síntomas. Lo tomaba, se sentaba y lo inspeccionaba. Luego leía, decretaba y actuaba. Los libros deberían servir para eso. Me apena no encontrar una foto de Phil Sthäler. Me gustaría conocerlo.
En mi caso su función es la que naturalmente se puede aplicar a muchos: acumulo libros que en algún momento leí y espero en algún momento volver a leer; libros que alguna vez deseé leer y que llegaron a mis manos demasiado tarde, cuando ya no tenía el más mínimo interés en ellos, pero que compré en honor a aquel que los había deseado; libros que no me interesan pero que, como me conozco, sé que me van a interesar algún día; libros que ni siquiera sé por qué los tengo, ni cómo llegaron a mis manos, ni por qué existen. Pero acabo de descubrir en mí otra afición que desconocía. Y por desconocimiento me refiero a que no solo no sabía de mi gusto por ella, sino que ignoro que exista alguien más que la tenga: estoy notando cierta atracción por libros que no me interesan, que nunca voy a leer, que nunca deseé leer, pero que simplemente son raros porque aparecen por primera vez ante mis ojos.
La cosa es así: basta para que me tope con un libro absolutamente desconocido para que sienta una inmediata atracción por él. Hay demasiados libros que uno desconoce, se dirá, pero no, no son los meros libros desconocidos los que me atraen, sino los libros desconocidos de los autores que bajo determinadas condiciones podrían haberme interesado. Son libros que compro sabiendo que no voy a leerlos, solo atesorarlos. Porque son raros. Casi siempre son libros con los que me topo por casualidad, sin buscarlos expresamente: un Manual técnico para los amantes del ballet, de Kay Ambrose (sí, me gusta el ballet); Los trajes y otros asomos al abismo, de Daniel Fernández; Tengo algo que deciros, una vieja traducción española del libro de cuentos de Thomas Wolfe; Cuatro puertos, de Jorge Andrés Paita; La casa en algarrobo, de Cristian Huneeus. La lista sigue.
Son libros de lo que nada más me atrae su rareza. No entra en juego la curiosidad, solo la incógnita. Ante la pregunta “¿Cómo es posible que nunca haya visto este libro?”, lo único que puedo hacer es comprarlo (si es lo suficientemente barato, se entiende: los bibliómanos compran libros carísimos, a los meros lectores nos quedan los libros a buon mercato.
Desconocía hasta tal punto esta nueva patología en mí que comparto el asombro a fin de que algún bibliopatólogo me recomiende, en lo posible, una medicina eficaz. Leerlos es un remedio demasiado obvio para ser efectivo. Leerlos los perfeccionaría, los haría dignos de estar en mi biblioteca, pero a la vez eso los privaría de rareza. ¿Qué tiene de raro un libro que espera ser leído?
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